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Noches de verano

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Hace tiempo que no salgo a caminar por la noche en verano. Sin embargo, es agradable hacerlo. Si el calor no es excesivo, si de vez en cuando sopla una brisita que nos acaricia el rostro, la vida adopta unos perfiles benévolos. La gente charla en las terrazas bajo luces turbias, dudosas. Hablan de cosas sin demasiada importancia. Hablan sin júbilo y sin pena, para pasar el rato. Un erotismo vago y contentadizo lo envuelve todo. Es raro ver una mesa donde sólo haya hombres, salvo que estén celebrando algo. A esas horas, la política, el fútbol, el trabajo –es decir, “los temas”– ya no tienen cabida. Su realidad ha saltado por los aires y ha dejado en sus frecuentadores el sabor del fracaso, leal y acre, que sólo las sábanas endulzarán. Pero una mesa donde sólo haya mujeres es común. Convocada por ellas, la trivial, juguetona, liviana y fútil llamita de la vida parpadea ajena a toda gloria como al más mínimo peligro de extinción. ¿Qué es para usted la vida?, preguntaron una vez a Pla en una entrevista. Bah, poca cosa, respondió. Claro que –añadió enseguida–  tenga usted en cuenta que yo soy un hombre que no ha conocido el amor. 

En las noches de verano, los objetos adquieren una calidad borrosa. La luna espolvorea su luz sobre un cielo apenas cepillado. Deambulas por las calles, atraviesas zonas de latente irrealidad: restaurantes cerrados, terrazas donde un camarero apila ya las mesas, chicas que vuelven a casa con cara de primer ministro. Llegas a recónditas plazas. En una de ellas, dos putas viejas, muy tranquilas, sentadas en banquetas con las piernas encima de sendas cajas de tetrabriks de leche –los tobillos hinchados, los párpados titubeantes– se entregan a profusos bostezos que todavía ocultan con la mano. Tal vez se escucha al fondo el crepitar de una chicharra.

La noche tiene el prestigio gótico y el prestigio romántico. El aura de los tahúres. Pero desde que está tomada por la muchedumbre cada fin de semana no se diferencia casi de cualquier piscina municipal un domingo de julio a mediodía. Antes, por los barrios del centro de Madrid salía de los balcones un olor a tortilla que me parece que a Gómez de la Serna le cautivaba. En Lavapiés olía a gambas y a mollejas. Los vecinos sacaban sillas al portal y platicaban hasta el primer relente. De vez en cuando, al abrirse la puerta de un bar, el estridor de las pinballs se mezclaba al aroma de la cerveza. De la miseria, el polvo y el hambre que han sido siempre España podía aún extraerse ese zumo de la vida en que Bertrand Russell –y su amigo Brenan– encontraba la esencia del único pueblo destinado a salvarse. El aire borboteaba como un tomate caliente. Yo acompañaba a mi novia a su casa y ya de vuelta, solo entre los mortales, subiendo las cuestas inmisericordes, caía presa del desconsuelo de la separación y dirigía mi mirada a la luna sabiendo que también ella, tras dar un beso a sus padres, la estaba mirando desde la ventana y que en su lejana figura –serena, idealmente– nos uníamos de nuevo.

Porque yo, señores, sí he conocido el amor.