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Vulgaridades
Mis mejores camisas –dentro de una modestia absoluta– son dos blancas que me regaló mi primo hace más de veinte años. Me las regaló no porque fuera mi santo o mi cumpleaños sino porque una tarde, después de merendar en su casa, le acompañé a su dormitorio y, habiéndose puesto a mirar en el armario qué camisa elegía para salir por la noche, reparó en ellas. Ya entonces las camisas blancas no se llevaban nada. Lo mismo que ahora. Hay camisas a cuadros, a rombos, en espiguilla, de vivos colores lisos o de colores mezclados. Hay una verdadera infinidad de posibilidades cromáticas si hablamos de camisas pero apenas hay camisas blancas, quizá porque han quedado asociadas en nuestra impresión a la pobreza y a la escasa sensualidad que suscitan ciertas profesiones.
Las camisas blancas las llevan los campesinos, los oficinistas –aquel Jack Lemmon de El apartamento–, los camareros y, como mucho, algún vendedor de helados. Sin embargo, lucir una camisa blanca y no digamos verla ondear al aire en un patio, iluminada por el sol, es un espectáculo considerable de limpieza y, me atrevería a decir, de vida. ¿Quién podría negarle la audacia a esta metáfora: que la vida –la de verdad, se entiende– es una camisa blanca puesta a secar al sol?
“A las grandes palabras se llega a través de las cosas humildes, de los azares diarios. Es lo que Ortega llamaba primores de lo vulgar”
De modo que nada como una imagen para combatir otra imagen igual que nada como un pensamiento para desvelar un tópico. El primero, si se me permite, ese que hace del hablar del tiempo una especie de emblema de la inanidad. ¿Por qué? cuando, en rigor, hablar del tiempo es la forma que nuestra condición urbana adopta para sobrevolar con ligereza –con gracia– la presencia inopinada del otro. Además, el tiempo nos importa. Somos seres climáticos, afectados no sólo por el frío o el calor sino por un determinado declive de la luz, por la aspereza con que el viento que aúlla golpea el ventanuco del cuarto de baño. Con qué inconfesable felicidad, oyendo al que en mitad de la nevisca hace sonar una y otra vez el timbre del portal, nos arrebujamos bajo el edredón y decimos en voz baja: que no le abran, que no le abran. Qué delicado y sugerente misterio –del que a buen seguro un Chéjov sabría sacar el máximo partido– puede esconderse en la frase “parece que se está levantando fresco”. En cada conversación sobre el tiempo lo que late es una civilización.
Pero tampoco conviene exagerar. A las grandes palabras se llega a través de las cosas humildes, de los azares diarios. Es lo que Ortega llamaba primores de lo vulgar. Mira si no: cuando vas en el metro, caída ya la tarde, entre conspicuos teenagers con diminutos auriculares bien ajustados o tamborileando afanosamente sobre un móvil, entre notarios con carteras de piel y escuetos magrebíes de abultados párpados, y notas a tu lado, o acaso proviniendo de enfrente, sí, de la dama ajada por las horas, con la jornada desordenándole el pelo, medio rubia, algo pálida, cabeceante incluso, notas el –llamémosle así– perfume del día: ese suave, honesto, concentrado olorcillo que con toda certeza se borrará una vez ingrese en su casa, sometida a los geles de coco o de té verde, pero que todavía sentimos aromatizar el aire como un ámbar tierno, cuando miras cómo se le cierran los ojos nada más salir de Vodafonsol, ¿no hay algo que te mueve a quererla y, en ella, a justificar el orden del mundo?
Me apresuro a confesar que con justicia merecería el apóstrofe de carca si hablara de política. Lo que pasa es que, como todo el que me lea sabrá comprender, yo no he hablado en absoluto de política sino de amor.
Imagen: tendederos de Nueva York, 1900, Detroit Publishing Co.
Vulgaridades
Mis mejores camisas –dentro de una modestia absoluta– son dos blancas que me regaló mi primo hace más de veinte años. Me las regaló no porque fuera mi santo o mi cumpleaños sino porque una tarde, después de merendar en su casa, le acompañé a su dormitorio y, habiéndose puesto a mirar en el armario qué camisa elegía para salir por la noche, reparó en ellas. Ya entonces las camisas blancas no se llevaban nada. Lo mismo que ahora. Hay camisas a cuadros, a rombos, en espiguilla, de vivos colores lisos o de colores mezclados. Hay una verdadera infinidad de posibilidades cromáticas si hablamos de camisas pero apenas hay camisas blancas, quizá porque han quedado asociadas en nuestra impresión a la pobreza y a la escasa sensualidad que suscitan ciertas profesiones.
Las camisas blancas las llevan los campesinos, los oficinistas –aquel Jack Lemmon de El apartamento–, los camareros y, como mucho, algún vendedor de helados. Sin embargo, lucir una camisa blanca y no digamos verla ondear al aire en un patio, iluminada por el sol, es un espectáculo considerable de limpieza y, me atrevería a decir, de vida. ¿Quién podría negarle la audacia a esta metáfora: que la vida –la de verdad, se entiende– es una camisa blanca puesta a secar al sol?
“A las grandes palabras se llega a través de las cosas humildes, de los azares diarios. Es lo que Ortega llamaba primores de lo vulgar”
De modo que nada como una imagen para combatir otra imagen igual que nada como un pensamiento para desvelar un tópico. El primero, si se me permite, ese que hace del hablar del tiempo una especie de emblema de la inanidad. ¿Por qué? cuando, en rigor, hablar del tiempo es la forma que nuestra condición urbana adopta para sobrevolar con ligereza –con gracia– la presencia inopinada del otro. Además, el tiempo nos importa. Somos seres climáticos, afectados no sólo por el frío o el calor sino por un determinado declive de la luz, por la aspereza con que el viento que aúlla golpea el ventanuco del cuarto de baño. Con qué inconfesable felicidad, oyendo al que en mitad de la nevisca hace sonar una y otra vez el timbre del portal, nos arrebujamos bajo el edredón y decimos en voz baja: que no le abran, que no le abran. Qué delicado y sugerente misterio –del que a buen seguro un Chéjov sabría sacar el máximo partido– puede esconderse en la frase “parece que se está levantando fresco”. En cada conversación sobre el tiempo lo que late es una civilización.
Pero tampoco conviene exagerar. A las grandes palabras se llega a través de las cosas humildes, de los azares diarios. Es lo que Ortega llamaba primores de lo vulgar. Mira si no: cuando vas en el metro, caída ya la tarde, entre conspicuos teenagers con diminutos auriculares bien ajustados o tamborileando afanosamente sobre un móvil, entre notarios con carteras de piel y escuetos magrebíes de abultados párpados, y notas a tu lado, o acaso proviniendo de enfrente, sí, de la dama ajada por las horas, con la jornada desordenándole el pelo, medio rubia, algo pálida, cabeceante incluso, notas el –llamémosle así– perfume del día: ese suave, honesto, concentrado olorcillo que con toda certeza se borrará una vez ingrese en su casa, sometida a los geles de coco o de té verde, pero que todavía sentimos aromatizar el aire como un ámbar tierno, cuando miras cómo se le cierran los ojos nada más salir de Vodafonsol, ¿no hay algo que te mueve a quererla y, en ella, a justificar el orden del mundo?
Me apresuro a confesar que con justicia merecería el apóstrofe de carca si hablara de política. Lo que pasa es que, como todo el que me lea sabrá comprender, yo no he hablado en absoluto de política sino de amor.
Imagen: tendederos de Nueva York, 1900, Detroit Publishing Co.