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Mi divisa

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A veces, mansamente, llueve. La luz de las farolas, color yema de huevo, ilumina las gotas en los cristales. Queda la calle sumida en un vaivén de hojas y se oye el despacioso rodar de los coches sobre el suelo mojado. Tomamos un libro en nuestras manos –quizá, paseamos los ojos por algunas de esas páginas que, como las de ciertos autores latinos, parecen haber sido escritas en un silencio nocturno, invernal, a la luz de una vela– e, indefectiblemente, el sopor nos invade poco a poco. Envidiable, cálida, armoniosa prosa aquella que produce sueño. Entonces, ingresamos en la cama, bien arropados, damos un par de vueltas como resistiéndonos a abandonar esa fluencia, los perfiles de las cosas se nublan, su orden se deslíe y dulce, demoradamente, nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente, todo aquel que sea realista –un clásico, digamos– se las bandeará como mejor sepa y hasta es posible que, ya a primera hora, se enfrente al mundo con una leve y tersa sonrisa y oliendo perfectamente a colonia. Ahora bien, todo aquel que, sin embargo, sea un romántico, que considere que el mundo no está a la altura de sus deseos, se llevará un disgusto. Todas las mañanas el mismo disgusto.

No hace falta sino haber cumplido veinte años para tener alguna noticia de la enorme, casi irrisoria desproporción entre el deseo y la realidad humanos. En relación con aquél, podemos hacer tan pocas cosas. Sin embargo, siempre cabe ponerse a trabajar. Trabajar es lo único que podemos hacer. Lentamente. Persistentemente. Contra todo tedio, contra toda ansiedad, contra toda vaporosa ilusión. El trabajo –factor determinante de nuestra civilización– siempre pone las cosas en su sitio.

Porque, decidme: a quién no deslumbra el fulgor de los cuerpos. En qué cerebro no suena el tintineo de las monedas como música celestial. Quién, frente al marasmo de emociones y sentimientos, puede avenirse a la tristeza estoica, hecha de cenizas frías, y decirse en voz baja cuando besa por la noche a su hijo: “mañana morirás”. Y el caso es que mañana morirá. Y tú mismo, como nos avisó el clásico, “día vendrá en que amanezcas y no anochezcas, o anochezcas y no amanezcas.” Qué le vamos a hacer.  Frente a tamañas exageraciones –la vida en el fondo es una exageración– el trabajo desvía nuestra mirada hacia las escasas, sólidas realidades de que se nutre. Sin producir grandes esperanzas pero, por lo mismo, combatiendo los grandes temores. Gracias a él flotamos como un corcho entre las olas. De ahí que mi divisa –que espero contenga la suficiente cantidad de buena fe, de franco escepticismo y de modestia como para no resultar impracticable– huya de todo énfasis moral. Es esta: duerme bien y haz lo que puedas.

 

Imagen: fotograma de 8½ (Federico Fellini, 1963)