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La final

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Seguro que no tan lejos del Olympiastadion, la dulce Mieze, putita amante del hosco, leal y conmovedoramente inocente Franz Biberkopf, fue asesinada cierta cálida tarde de un septiembre de entreguerras. Todavía el arte era una forma de romanticismo y, aunque pueda decirse que la vida prueba al artista cada día, las épocas más cercanas al delirio lo someten a pruebas de mayor enjundia, si es que el artista mismo no forma parte de quienes más han contribuido a ese delirio. Aquella era una época de delirio. Tras él vino la gran masacre y tras la gran masacre, el vacío, sobre el cual, poco a poco, diríase que como partiendo de la rara geometría que es a la vez toda nada, fueron construyéndose las democracias de Europa. Una de sus víctimas fue el artista. Su beneficiario principal, el dinero. Pero no sólo el dinero innumerable, inalterable e invencible, sino ese otro diminuto, residuo del anterior, espolvoreado sobre la masa, de manera que cada cual pudiera llenar, al menos, su vasija. Dios y los dioses quedaron descartados de la marcha del mundo no del modo en que habían venido quedando descartados desde hacía cuatro siglos, por palabra de astrónomos, filósofos y matemáticos, sino del modo en que el hombre común descarta a los dioses una vez tiene asegurados la comida y el techo diarios y hasta una moderada holganza: por ausencia de palabra, por falta de necesidad. Seguro de dominarlo todo o, más bien, de conocer la única vía practicable de dominio, que, según él cree, es la ciencia y la tecnología, sólo hacia sí mismo volvió los ojos. Bajo su espacio y su tiempo limitados, constató la libertad total. La soledad total. Bien que ello, justo es decirlo, rodeado de otros como él, muy juntitos todos: en el metro, en el supermercado, en las anchas avenidas, en los conciertos de rock. En el fútbol.

Llegado a este punto, a uno le entran ganas de ponerse estupendo y decir algo así como que si hay una realidad en que la plúmbea manaza del hombre —esa voraz pretensión de dominio— deja su huella, no es otra que la reglamentación de la épica, es decir, su abolición absoluta. Pero eso sería apenas literatura. Qué nos dejó la guerra de Troya sino muerte y literatura. El canto del hombre enfrentado a lo indominable. Nuestra pasión de hoy es exactamente la opuesta: el dominio. Hasta la guerra se hace desde lejanas salas de máquinas o despachos perfectamente climatizados. Quizá por ello no ha vuelto a producirse una gran devastación. Unos y otros atentos a nuestros whatsapps, a nuestras cremas antienvejecimiento que los mayores depositarios de la fe, aquellos que bien podrían reclamar para sí el nombre de apóstoles, se atreven a llamar antiedad, a nuestras dietas, a nuestras felizmente concurridas piscinas, a nuestros negocios veloces y nuestras domésticas perversiones. A nuestro deporte preferido. No hay dioses, señores ni princesas por los que luchar. ¿Acaso no compensa esta paz y este dominio la desaparición del artista?

La antiépica o épica reglamentada goza de gran prestigio en nuestros días. Tan es así que, en el caso del fútbol, constituye a su vez la representación más conspicua del dinero. Sobre un rectángulo de hierba, los contendientes, profusamente remunerados, protegidos de las masas por “las fuerzas del orden” y haciendo el mejor uso de un cuerpo y una mente que el ejército de entrenadores, psicólogos, nutricionistas, fisioterapeutas y recuperadores supongo que casi impedirán sentir como propio, aspiran a la gloria. Se trata de una gloria profesional, es verdad, pero en cuyo fondo, como un eco lejano, no deja de percibirse la otra, la verdadera, la que acompaña a toda victoria e incluso a algunas derrotas. La humana necesidad de odios y adhesiones —de identidades— tal vez autorice este modesto énfasis.

Por las calles de Berlín, pues, ayer sábado ya no transitaron hombres trajeados, con el pelo corto y atractivas entradas canosas recortadas sobre las orejas, o mujeres con vestidos sencillos de colores mates y melenas rojizas suavemente movidas por el aire, camino de las terrazas donde tomar un helado o una naranjada fresca y olvidarse de la ruina, el hambre y la humillación como de un mal sueño conjurado por la música sumisa, sólo tímidamente alegre, sólo veladamente triste, de una orquestina de barrio, mientras nutridas formaciones de soldados taconean a escasos metros, mirando de reojo a los escaparates para verse rebrillar las hebillas, las cañas de las botas, los emblemas, los botones, las insignias, la feroz tela negra. Quién iba a decir que medio siglo más tarde Hugo Boss… No. Por esas impolutas calles con olor a bosque y a fritanga tremolaron ayer otras banderas. Las de la Juventus, celebradoras de lo que podríamos llamar el hierro y la razón, la virtud férrea e industrial de la vida, siempre impregnadas de fría bruma alpina. Las del Barcelona, luminosas y gráciles como cualquier otra, pero con la mole de la ideología encima. Todo lo que en el verde es armónico en el palco es flatulento. Ignoro desde cuándo decidieron sus prebostes, con voluntad estrictamente política, considerarse más que un club (a diferencia de casi todos en el mundo que sólo en el mejor de los casos llegaron a ser un club), pero lo cierto es que el gravoso lema convierte lo que debería ser fin (esa especie de belleza que tantas veces atesoró el juego del equipo, mariposa y ofidio a la vez) en simple medio, forma de utilidad al servicio de una causa que ni siquiera todos sus aficionados estarían dispuestos a estimar más alta.

El partido fue intenso y hermoso, como merecía el Barça, que ganó tres a uno.

 
Imágenes:
1. Celebración barcelonista en la Fuente de Canaletas.
2. La final de la Champions en un bar de Barcelona, fotografía de Aina Mercader.