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Fulvio

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Eh, eh, Fulvio, ¿no paras? Dime, ¿no paras?

Ha caminado sobre losas antiguas mientras cae la tarde. Niños cogidos de la mano de esbeltas mujeres pierden su mirada al fondo, entre harapos de cielo color albaricoque. Recuerda a su paso la pastelería, la terraza de los granizados, el enorme depósito que un día le produjo horror. Ve los automóviles yendo y viniendo pretil adelante. Algunas puntas de hierba le pinchan los tobillos. Mirad qué amasijo es la mente de Fulvio: el consuelo sin entusiasmo de una caribeña; el consuelo, sobre todo, de la lenta ondulación de su cuerpo, de su piel densa y suave, los muslos llenos, las largas piernas que corrieron campos de cacao. El consuelo de su dulce conformidad. Pues así como el amor requiere una aquiescencia previa, una intencionada apertura de espita para que las partículas se muevan hasta alcanzar cierta forma –pero no prefijada sino libremente creada hasta el punto de que, cuando cristaliza, pensamos que ha sido fruto del destino o de un azar benévolo– y, por lo mismo, no hay amor que sea consuelo sino cremación y las calles que andamos y las canciones que escuchamos –quizá, más que ninguna, esa sola en que sin pensarlo encarnó el deseo casi hasta desampararnos y que ya desde entonces pasó sencillamente a ser “nuestra canción”– y las alcobas que visitamos y los parques por donde paseamos, en ese mismo instante y al final no son ni pueden ser más que cremación, así el consuelo se presenta sin búsqueda y sin pompa, como una fuente tras pasar un recodo. Pero consuelo, ¿de qué?

Ha empezado a oscurecer. Mueve el aire los faldones de su abrigo, que navegan tras él. Va mirando al frente y no siente sino miedo. Se le escapan los hijos como se le escaparon los padres. Las praderas iluminadas por el sol. Como se le escapó Dios. Como los libros. Todo aquello en lo que descansó un día. Pero si ha llegado el momento de la piedad de tus hijos hacia ti, ¿qué queda entonces? Hace ya rato que parpadearon las luces del último motel. Bordea la espesura del muro junto al que remite el frío. Una hoguera chasquea. Pálidos rostros entre lacias crenchas rubio platino musitan con languidez, roncamente: ¿quieres metérmela, guapo?, ¿te la chupo? Residuos del amor por donde avanza –bajo la sombra de altos abedules, moliendo con sus suelas las pequeñas ramas, notando la hosca escarcha en la nariz- hasta la desierta explanada del estadio. Una farola dibuja un isósceles turbio en el suelo. ¿Qué queda, entonces? La vieja estrategia para ganar un salario. Cansarse mucho y llegar tarde a casa, aliviarse con la cómica fritanga al amparo de gastadas imágenes en el televisor. Sumergirse en las sábanas luego. No recordar para no sufrir. No concebir esperanzas, ni siquiera aquellas cuya realización depende de lo que tal vez sólo sean acontecimientos nimios pero semejantes a otros, también considerados nimios, cuyos efectos supusieron la destrucción de galaxias o el suicidio de miles de ballenas. Dejar que el amplio sueño sobrevenga despacio.

Una noria artrítica chirría a lo lejos. El viento hace girar latas de cerveza abolladas, kleenex sucios, herrumbrosas varillas, condones esparcidos. Fulvio se acerca a la enorme mole gris hurgando dentro de su pantalón, acogiendo el tibio cuerpo blando. Gotas de lluvia salpican su cara. Gélidas estrellas distantes. Pliega y repliega, pliega y repliega, pliega y repliega. Contra la noche. A favor de la noche. Quitándose de encima, a latigazos, las escamas de sombra de la noche.

Imagen: prostitutas mexicanas fotografiadas por Henri Cartier Bresson en 1934