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Hay vida en martes

Y hay internet en la Franja de Gaza, pero no en La Habana
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En el lado izquierdo, Fréderic Martel, el autor de Smart. Internet(s): la investigación (Taurus, 2014). En el derecho, César Rendueles, el autor de Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (Capitán Swing, 2013). En su libro, el sociólogo francés refuta la creencia extendida de que con internet y las nuevas tecnologías digitales “the world is flat”, el mundo es plano, uniforme y desterritorializado. “No es así”, dice Martel; “internet no suprime los límites geográficos ni disuelve las identidades culturales ni allana las diferencias lingüísticas, sino que las consagra”, y “esta nueva manera de pensar da origen a un mundo mucho más smart, más inteligente e ingenioso, de lo que nos imaginamos”. Por su parte, el filósofo español, cuando toca el mismo tema en su libro, habla de ciberfetichismo: el creer que internet y las nuevas tecnologías lo van a solucionar todo, incluso lo que le corresponde resolver a la política; habla de sociofobia: individualismo, desconfianza, angustia y repulsión por los lugares donde hay “exceso social”; y habla también de las contradicciones no sólo mercantiles del copyleft como “opción liberadora” frente al restringido y restrictivo copyright.

Así las cosas, y con la periodista Sonsoles Ónega de moderadora, uno podía imaginar que en el tercer y último encuentro del ciclo Hay vida en Martes organizado por el Espacio Fundación Telefónica iba a haber debate. (Por cierto, el título del ciclo nace de un aforismo del dúo de poesía Accidents Polipoètics y es bonito para una charla que ocurre efectivamente el segundo día de la semana laboral). En resumen, frente a frente, Fréderic Martel y César Rendueles, un integrado ante un apocalíptico, un optimista de lo digital frente a alguien que a priori no parece serlo, así tenga un blog titulado Espejismos Digitales (más bien precisamente por eso). Pero no lo hubo. Hubo más bien coincidencias (la necesidad de regular la propiedad y los negocios de y a través de internet, por ejemplo) y pequeñas objeciones amables, salpimentadas, eso sí, por las intervenciones de los #martianos, un grupo de adolescentes de entre 14 y 18 años invitados de los talleres que ofrece la Fundación. Un dato curioso fue que antes de que comenzara la charla, la mayoría de los asistentes navegaba o whatsappeaba compulsivamente a través de sus smartphones, en particular un conocido periodista cultural. Los #martianos charlaban entre ellos. Y una sola persona leía un libro, quizá de alguno de los autores participantes. No se podía saber con seguridad porque no era un libro impreso, sino un e-book comprado, descargado, ¿pirateado? para un Kindle de Amazon.

Desde Cicerón y Quintiliano sabemos que no hay nada casual en cómo se elige comenzar un discurso.

Martel, que reivindica para su sociología la narrativa de no ficción y el derecho periodístico de “estar ahí”, es decir, de contar y mostrar desde el lugar en que ocurren los hechos, empieza su libro describiendo la rutina cotidiana de un café-internet en la Franja de Gaza. Allí, dice, los chicos que tuitean, postean o ven vídeos en YouTube mientras se toman un milkshake o un zumo de guayaba llaman a las marcas Google, Apple, Facebook y Amazon por el acrónimo GAFA. Después llega a La Habana y hace cola con los cubanos para entrar a un hotel y acceder al precio de 6 euros la hora a unos cuantos minutos de internet, es decir, casi exclusivamente de correo electrónico, porque el acceso a Facebook y a muchos blogs está capado, y además es un internet que “va lentísimo”. Luego se traslada a Soweto, en Sudáfrica, donde los activistas en educación hablan de la digital literacy, la alfabetización digital, como una gran promesa del futuro. Y así, ciudad por ciudad, va contando lo que ve, lo que oye, lo que le cuentan y no le cuentan en su viaje de investigación por 50 países, incluido China.

Rendueles comienza Sociofobia reseñando el escenario apocalíptico, postnuclear, en que transcurre The Road, la famosa novela de Cormac McCarthy, y relacionándolo con los holocaustos prácticamente desconocidos del siglo XIX en los que, según el historiador estadounidense Mike Davies, “millones de personas murieron no porque estuvieran ‘fuera del sistema mundial moderno’, sino porque fueron violentamente incorporadas en sus estructuras económicas y políticas”; o, lo que es lo mismo, “murieron en la época dorada del capitalismo liberal”. Los holocaustos de la era victoriana establecieron la estructura social del mundo tal y como hoy lo conocemos, escribe Rendueles en esa primera parte de su libro.

En cierto modo, sus respectivas intervenciones en Hay vida en Martes siguieron esta misma tónica discursiva: más narrativa y poniendo el acento en situaciones o hechos particulares, en el caso de Martel; más analítica y tendiendo a lo panorámico-general, en el caso de Rendueles.

El francés contó que había pasado mucho tiempo recorriendo Silicon Valley y que creía sinceramente que ese fenómeno de lugar convertido en cuna de la ultratecnología es irrepetible. No lo va a lograr Putin en Skolkovo, ni tampoco lo van a conseguir en Israel, Kenia, Brasil o en otros países que aspiran a tener su propio “valle del silicio”, entre otras razones por lo que ha significado y significa San Francisco como centro creador de cultura en general.

Al español le tocó antes de nada bromear y casi de inmediato responder a una pregunta relacionada con su cercanía a Podemos: ¿Qué sería del partido que acaba de elegir como secretario general a Pablo Iglesias sin internet?, le preguntó Sonsoles Ónega. Creo que es al contrario, contestó él; Podemos ha transformado esa tecnología en un instrumento de lucha democrática. Y añadió dos matices. El primero: Pablo Iglesias es el único político de izquierdas que no sólo entiende internet, sino que entendió el poder de la televisión, que en España sigue siendo el medio de información de referencia del 60% de los españoles. El segundo: el paso que hemos dado es empezar a deliberar en internet; deliberar, repitió, que no es discutir ni pelearnos.

La mayor parte de la charla estuvo guiada por las preguntas de la periodista. Como por ejemplo ésta: ¿Qué va más rápido, el bloguero disidente tratando de sortear la censura o un gobierno persiguiendo blogueros disidentes? Martel bromeó: en Cuba es sencillo, dijo, porque los blogueros disidentes no viven allí, sino en EE UU. Alguien le recordó entonces a Yoani Sánchez. Ella no usa internet, insistió, sino SMSs que envía a destinatarios seguros que a su vez postean por ella. Que en un hotel en La Habana cobren 10 dólares por navegar una hora no es internet, dijo con la sonrisa de la broma inicial cada vez más desdibujada. A una señora del público este comentario le gustó aun menos. Pidió el micrófono y explicó que si en Cuba no había internet era porque no tenía el cable submarino que debía llevar el servicio hasta la isla. Martel ahora sí se puso serio y dijo que dicho cable había sido entregado por Venezuela hacía al menos cuatro años, que eso era así, que había sido confirmado por ambos gobiernos, y que si en Cuba no había internet era simplemente porque era una dictadura para la que internet constituía una amenaza. Y punto, remató. Y nadie más dijo nada. Ni Rendueles.

Un par de intervenciones de los #martianos tocaron otro de los asuntos polémicos cuando se habla de internet (y no sólo en España): las descargas ilegales. Una chica, es decir, una #martiana, admitió con cierto desparpajo no exento de gracia que ella no pagaba por los contenidos que descargaba. Rendueles habló entonces de su libro, que estaba gratis en internet, a disposición de quien quisiese bajárselo, ya que él ya se sentía pagado por su trabajo de profesor, por el que me pagáis todos vosotros, con vuestros impuestos, dijo. Más adelante, cuando otro #martiano le preguntó si eso no podía acabar con la creación de otros autores que sí necesitaban el dinero, el autor de Sociofobia explicó, en resumen, más o menos lo siguiente: llamamos creación a cosas muy diferentes, desde una megaproducción de Hollywood hasta un poema. Entonces, ¿qué hacemos? Pagar o no pagar. Depende. Tenemos que reflexionar si ese trabajo debe ser remunerado, subvencionado con nuestros impuestos o financiado a través de fórmulas como el crowdfunding. No estoy de acuerdo, le refutó Martel. ¿Quién decide que dicho trabajo debe ser pagado o no? El único que puede decidirlo es el propio creador. Yo creo en el copyleft, dijo, pero al mismo tiempo creo en el copyright como algo importante que debemos preservar. Antes, los creadores vivían subordinados a sus mecenas, a un rey o, peor, a un dictador. Hoy la única forma de que un creador sea libre es, a veces, que los demás paguemos por su trabajo.

Allí, más o menos, se acabó la charla. O mejor dicho, el intercambio de opiniones. Lo que vino después fue una reivindicación de proyectos de cooperación 2.0 como Wikipedia. Un #martiano contó que algunos de sus profesores les prohibían consultar la enciclopedia wiki para realizar sus trabajos. Pero que ellos igual lo hacían, no para copiar sus contenidos, sino para tomar como modelo la estructura y organización de dichos contenidos. Rendueles se entusiasmó y dijo que muchas de las entradas científicas de Wikipedia eran buenísimas —lo que no se puede decir en general de las de otras disciplinas, se quejó—, y que él, a diferencia de otros profesores, a veces hacía que el trabajo de sus alumnos fuese justamente producir en grupo una entrada para Wikipedia. Martel estuvo de acuerdo en que ésa era una forma de familiarizarnos todos, no sólo los estudiantes, con las transformaciones que en el ámbito de la formación y de la producción de contenidos educativos también están produciendo las nuevas tecnologías.

Luego vino el momento-foto para el retrato grupal #martianos-ponentes que han visto al inicio de este artículo. Con un cambio interesante: Rendueles pasó a situarse a la izquierda de Martel.