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Un escritor de los de antes

Julio Ramón Ribeyro y la engañosa monotonía del mar
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En tiempos de confusión hay que volver a los clásicos. Por ejemplo, a Ribeyro.

Julio Ramón Ribeyro murió el 4 de diciembre de 1994 cogido de la mano de su esposa que le decía algo acerca de viajar hacia la luz, a él, que siempre prefirió el mar. Cuatro meses antes había terminado de escribir el último cuento que se le conoce, el número 97 de su obra publicada, “Surf”. El relato apareció póstumamente en la edición definitiva de La palabra del mudo y en él Ribeyro cuenta la historia de un escritor que, bordeando la sesentena, se instala en un pequeño apartamento del barrio limeño de Barranco, un piso con terraza y vista al mar. En ese refugio soñado piensa “concluir apaciblemente su vida” y escribir un libro rotundo que haga que su obra deje de ser conocida sólo por unos pocos.

Pero el escritor no se engaña a sí mismo y sabe que esa búsqueda de reconocimiento no es ni siquiera un anhelo, apenas una hipótesis. “Un libro […] era como el mensaje en una botella lanzada al mar: la botella podía estrellarse en el primer arrecife e irse a pique para siempre o encallar luego de un largo y secreto viaje en una playa desierta, donde alguien la encontraría para revelar al mundo el esplendor de su contenido”.

Tras borronear unas cuantas páginas sueltas que no lo llevan a ningún sitio, a las pocas semanas se descubre escaso de ideas, “sin mensaje y sin botella”, o más bien sólo rodeado de botellas de vino, y se lanza a disfrutar de lo que él llama un “empacho de vivencias”, esto es, “los placeres de una vida ordinaria”: cenas de mesa larga, rijosas aventuras nocturnas, fiestas que se prolongan hasta las más luminosas horas de la madrugada. Pero eso tampoco satisface al escritor, que entre tanta gente, tanto ruido y tanto aire viciado y vicioso se siente aburrido, hastiado, si no explícitamente más solo que nunca.

Así pasan los meses, el invierno, la primavera, el verano, dedicado a la única actividad que le produce un auténtico placer: mirar el mar desde su terraza. Al principio se deja atraer por los bañistas, los clasifica y sigue sus aventuras con ayuda de unos prismáticos. Más tarde, cuando el verano languidece y las playas empiezan a quedarse vacías, ya sólo tiene ojos para los tablistas que, solitarios o en pequeños grupos, “formaban una especie de secta fanática entregada a un ejercicio fatigoso y aparentemente monótono, pues estaba basado en la repetición, pero también en la búsqueda del deslizamiento perfecto”.

El escritor no lo piensa dos veces: se compra una tabla de surf, decidido él también a correr olas “con su ya gastado cuerpo y su inexperiencia”, y entonces el cuento de Ribeyro prosigue hasta un final que no desvelaré aquí, como es lógico, para que cada quien compre el libro o lo pida en la biblioteca de su barrio y lo averigüe por su cuenta. Sólo diré que es así como Ribeyro entendía la literatura: como un intento fatigoso y, de tan repetido, engañosamente monótono de “realizar un acto estelar, escribir la página perfecta”.

—El mar no sólo es un objeto de contemplación o de estética —le había dicho poco antes a una periodista—, sino que es un ejemplo de conducta. La tenacidad, la monotonía, la repetición de los mismos gestos sin fatigarse nunca. Para un escritor yo creo que es un modelo de conducta. Llegar a ser como el mar, monótono pero variable al mismo tiempo: tenaz.

Vuelvo a Ribeyro después de leer Un hombre flaco, el libro que su compatriota Daniel Titinger acaba de publicar con la Universidad Diego Portales de Chile bajo la edición de la argentina Leila Guerriero. Vuelvo por tanto a los cuentos de Julio Ramón Ribeyro y vuelvo también a los tres tomos de sus diarios, La tentación del fracaso, y sospecho que pronto volveré a sus novelas, a sus piezas de teatro, a sus Prosas apátridas escritas bajo el manto paterno de sus admirados Montaigne y Pascal (y Renard y Barthes...), a sus aforísticos Dichos de Luder, y supongo que volveré también a sus ensayos reunidos en La caza sutil y prologados por el más joven de la feligresía ribeyriana, el chileno Diego Zúñiga.

Un hombre flaco tiene ese poder de persuasión, el que aconseja abandonar las novedades literarias para que se llenen de polvo —a ver si consiguen sacudirse de él— y volver a los escritores de siempre, sin pretensión de best sellers. El libro de Titinger no es una biografía de Ribeyro, sino un retrato, como él lo llama, o más exactamente un perfil en el sentido que tiene esta palabra en el mejor periodismo americano: un texto mestizo entre la crónica y el ensayo con el que el autor se propone iluminar ciertas zonas que permanecen en la penumbra en la vida de una persona —o peor: zonas oscurecidas interesadamente por el rumor, el chisme y la maledicencia— con el propósito de comprender mejor su dimensión pública y su valor universal.

Un perfil, a diferencia de la biografía clásica, empieza en los márgenes y va hacia el centro, convierte lo periférico en esencial, la orilla en la médula del asunto (la analogía de esta aseveración con el conjunto de la obra de Ribeyro es tan evidente que no hace falta ni mencionarla). De ahí que Un hombre flaco no sea un punto final en la relación que el lector tiene con la obra de Ribeyro, sino algo parecido a los dos puntos: una invitación a leerlo, a leerlo más, a leerlo mejor.

Los que sólo conocen a Ribeyro por los tres volúmenes de sus diarios publicados (que sólo llegan hasta 1978, dieciséis años antes de su muerte) o por la docena de relatos famosos que lo han confirmado como el mejor cuentista peruano y un maestro del género en América Latina —todo esto post mortem auctoris, lamentablemente— son presas fáciles y a menudo cómplices de la sinécdoque: confunden la parte con el todo. Se quedan en la imagen fácil y condescendiente de Ribeyro como un escritor gris, melancólico, depresivo, tentado permanentemente por el fracaso, un derrotado prematuro. Leen los títulos de sus libros, ni siquiera leen sus libros.

Ribeyro tenía un método para hacer cada cosa: para comer (vivió más de veinte años con un cáncer al esófago, llegó a pesar 46 kilos y, tras dos operaciones, “parecía haber sobrevivido al ataque de un león”, en palabras de su amigo, el también escritor Guillermo Niño de Guzmán), tenía un método para fumar (sesenta cigarrillos al día en promedio), uno para beber (según Alfredo Bryce Echenique, otro de sus grandes amigos, era “un bebedor de vino que jamás estuvo ebrio”), un método para nadar en el mar sin tener que pasar por la vergüenza de mostrar su flacura a plena luz del día (Ribeyro los llamaba “baños crepusculares”), uno para persuadir a sus allegados de sus supersticiones y un método para apostar a la ruleta.

También tenía un método para escribir y uno para juzgar si aquello que había escrito merecía llegar a un editor o acabar en la papelera. Apenas terminaba un texto lo guardaba en el primer cajón de su escritorio. Al cabo de un mes lo releía y, si aún le parecía bueno, lo ascendía al segundo cajón. Pasado otro mes repetía la prueba, lo mismo un mes más tarde, y otro más, hasta que el texto ­raramente alcanzaba el sexto cajón de su escritorio, de donde ya podía pensar en publicarlo. Superviviente él mismo de “una especie de indefensión ante la vida, la persona que no ha sido preparada en absoluto para dar una batalla en este mundo de fieras que se matan en la vida moderna”, como lo describió Vargas Llosa, Ribeyro sometía a sus escritos a una inflexible evaluación permanente.

Titinger no aparta la mirada de esa imagen, la más difundida de Ribeyro, la del “hombre de la timidez sobrenatural” que parecía vivir exclusivamente por y para la literatura. De hecho, tras bucear en hemerotecas, hablar con más de sesenta personas del entorno íntimo del escritor, entrevistar a su viuda durante siete horas (en una de las pocas entrevistas que la mujer ha concedido jamás), viajar a París donde Ribeyro vivió con pocas intermitencias de 1953 a 1989, y recorrer allí y en Lima su geografía vital y sentimental hasta poder describir cada sitio de memoria, Un hombre flaco confirma que Ribeyro, entre otras cosas, tenía un talante opuesto al de los novelistas del boom (al que por cierto nunca perteneció): retraído, modesto, silencioso, huidizo, casi fóbico. Pero no triste.

Si el libro de Titinger es una invitación a releer a Ribeyro (no añado “con otros ojos” pues desde Heráclito ya se sabe que siempre se relee con otros ojos) es justamente porque ataca el mito de la unidad entre el hombre y su obra. Ribeyro era reservado, no frío; silencioso, no funesto; cohibido, no desapasionado; huraño, no desafectado de todo y ante todos. Tal vez el origen del malentendido esté en que uno de sus tres autores favoritos era Flaubert, el creador de personajes como Madame Bovary, que se suicida, o Frédéric Moreau, cuya educación sentimental se puede resumir simplistamente en una pérdida progresiva de las ilusiones. Titinger encuentra en sus pesquisas que Ribeyro dejó mensajes de advertencia sobre esa separación entre él y los seres que pueblan sus libros. “Quienes me leen con detenimiento pueden darse cuenta de que en el fondo soy un humorista”, dijo por ejemplo una vez. Y añadió: “Pero de eso nadie se ha dado cuenta”.

Lo que sí confirma Un hombre flaco, por supuesto, es que Ribeyro escribió la mayor parte de su obra de espaldas al mundo. En un ensayo de Enrique Vila-Matas incluido en el catálogo de la exposición Archivo Bolaño 1977-2003 (de la que ahora se puede ver una adaptación en Matadero Madrid), el autor barcelonés empieza por recordar la célebre profecía de Augusto Monterroso en La palabra mágica: “El destino de [cualquier latinoamericano al que] se le ocurra dedicar una parte de su tiempo a leer y de ahí a pensar y de ahí a escribir está en una de las tres famosas posibilidades: destierro, encierro o entierro”. La palabra clave aquí es encierro (también podría ser destierro, claro, tratándose de dos escritores que vivieron más de la mitad de sus vidas fuera de sus países de nacimiento) y aunque Vila-Matas habla del encierro de Bolaño, perfectamente podría estar refiriéndose también al de Ribeyro (y ya que estamos, aprovecho para decir que no por casualidad el título de este texto es una variación del suyo, Los escritores de antes).

Ribeyro, en efecto, escribió la mayor parte de su obra encerrado, de espaldas a los premios y festivales literarios, a los aplausos y las veleidades de la fama, de espaldas a sus lectores (escasos o por lo menos no en una cantidad proporcional a su importancia para las letras castellanas) y de espaldas incluso a las grandezas y miserias de la vida cotidiana, que por lo tanto parecen más miserables cuando se ventilan en los tres tomos de sus diarios publicados hasta hoy. Titinger escribe que durante sus primeros años en París “era tan pobre que a veces debía interrumpir la escritura de su diario por falta de lapicero. O fumar las colillas de cigarrillos que recogía del suelo”. Sus trabajos eran de conserje en un hotel mugriento, cargador de bultos en una estación de tren (¡con ese cuerpo!) o vendedor de periódicos al peso.

También recoge otro recuerdo de Niño de Guzmán, quien cuenta que Ribeyro lo llamaba de pronto para invitarlo a beber “unos copetines” en su piso y que al llegar “lo encontraba invariablemente con su cigarrillo humeante, una copa de vino” y un rostro en el que “aleteaba la impaciencia de alguien que ha estado encerrado varios días y que por fin ha decidido reanudar sus vínculos con el mundo”.

Entre Relatos santacrucinos, la última colección de cuentos publicada por Ribeyro como tal, y el solitario “Surf” incluido póstumamente en La palabra del mudo, hay dos años de distancia, de 1992 a 1994. En ese tiempo se sabe que continuó escribiendo su diario, pero no hay noticia de que haya terminado otro cuento ni otra novela. “Ha llegado un tiempo en mi vida en que lo único que quisiera hacer es no tener que hacer absolutamente nada”, le dijo a Niño de Guzmán aludiendo a la cantidad de colaboraciones que le pedían sobre todo después de ganar el Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo, apenas unos meses antes de morir.

Y aquí vienen las dos grandes preguntas que todo ribeyriano se hace y que Un hombre flaco trata de responder. ¿Por qué si Ribeyro nunca dejó de escribir sus diarios y había llegado a un acuerdo con su editor para publicarlos todos (habían calculado hacerlo en diez o doce volúmenes), hasta hoy sólo se pueden leer los tres primeros que sólo cubren de 1950 a 1978? ¿Hay información en esos diarios inéditos como para pensar en “otro Ribeyro”, distinto al de su mitología, más apasionado, festivo y entregado al buen vivir?

Titinger muestra indicios en su libro que hacen imaginar que sí. Al menos el Ribeyro que regresó a Lima al bordear la sesentena y compró un pequeño apartamento en el distrito limeño de Barranco y se instaló allí para mirar y dibujar el mar desde su terraza con la intención de concluir apaciblemente su vida, aunque ocasionalmente se lanzara a disfrutar de un empacho de vivencias; al menos ese hombre, digo, luce muy distinto al de la postal sepia que circula por ahí. Un tipo que salía a montar bicicleta con sus amigos (“los regios”, los llamó la poeta Blanca Varela) para acabar bebiendo sus clásicos “copetines”, que iba a karaokes a cantar boleros de los años cuarenta, que bailaba salsa en rumbódromos populares, que ideaba algoritmos infalibles para desbancar a los casinos de Montecarlo, que nadaba con un elegante estilo crawl cuando nadie lo veía y, sobre todo, un tipo que se permitió la audacia de enamorarse por última vez con sigilo pero sin aparente culpa. Un hombre, en fin, que tras abandonar su encierro estaba viviendo unas horas luminosas que han permanecido en la penumbra hasta que alguien como Titinger las ha mirado bajo una nueva luz.

En su ensayo sobre Bolaño, Vila-Matas cuenta que una vez, en el famoso festival literario de Paraty, en Brasil, leyó una conferencia titulada Música para malogrados. En ella se preguntaba “si los escritores no deberían ser únicamente leídos en lugar de ser vistos, porque yo siempre había pensado que en el preciso instante en que los escritores empezaron a ser vistos se malogró todo”. Ribeyro es un clásico tal vez justamente porque escribió la mayor parte de su obra sin ser visto, en estado de encierro, de espaldas al mundo. Después, cuando consideró que ya había “cumplido con la literatura”, se dedicó a otra cosa. Al mar. A nada, como le dijo a Niño de Guzmán. O quizá sea mejor decir a todo.

 
Fotografías del archivo familiar de Julio Ramón Ribeyro:
1. Ribeyro y su único hijo simulando un ejercicio de full contact karate.
2. Ribeyro y Alfredo Bryce Echenique en la playa La Herradura de Lima.