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Una cárcel para políticos corruptos

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Hace unos años, el arquitecto Alonso Toledo presentó el proyecto de una cárcel para políticos corruptos en el Perú. Era una propuesta académica que buscaba contribuir a la regeneración moral de un país institucionalmente enfermo tras el desmantelamiento de la trama corrupta enquistada en el gobierno de Alberto Fujimori. Imagino que muchos recordarán cómo se destapó dicha trama: gracias a la publicación de los videos grabados por el asesor presidencial Vladimiro Montesinos en los que él mismo aparecía sobornando con miles, decenas de miles y millones de dólares a una cantidad escalofriante de políticos y empresarios “de alto patrimonio”, para utilizar una expresión que suele gustar a los banqueros.

¿No les suena familiar esta historia?

Sí, toda urdimbre de corruptores y corruptos tiene un aire de familia con las cañerías del alcantarillado­. Pero me temo que el parecido con lo que está pasando en España sólo llega hasta aquí. La diferencia es que en el Perú casi todos esos prohombres de la sinvergonzonería acabaron en la cárcel, y allí siguen, incluyendo al expresidente Fujimori y a su videoadicto asesor. Es más, hasta hubo dos militares de alto rango que se suicidaron tras verse descubiertos. En un país sudamericano con un presidente de origen japonés, al menos hubo dos personas que prefirieron el seppuku de los samuráis antes que vivir con la deshonra.

La idea de Alonso Toledo era proyectar una cárcel exclusiva para esos corruptos, y así lo contó en un artículo publicado en 2011 en la revista Etiqueta Negra. “La palabra ‘cárcel’ sugiere un repertorio de imágenes muy distintas”, escribió entonces el arquitecto peruano. “La expresión nos evoca tanto a Robin Hood en un calabozo medieval como a Clint Eastwood en una celda de alguacil en el Lejano Oeste. Imaginamos cárceles paralizadas en el tiempo, como los grabados de Piranesi; cárceles indisociables de su liberación, como la Bastilla; cárceles que nos tientan con la eterna posibilidad de su escape, como Alcatraz. Imaginamos cárceles tácitas como Elba para Napoleón; esotéricas como el vientre de una ballena para Jonás; salvajes como la Isla del Diablo en Papillon. Ante tal diversidad, ¿por qué no distinguir cada tipo de edificación según las singularidades de sus ocupantes?”.

Toledo echaba de menos una taxonomía más precisa de la cárcel, que no estuviera basada sólo en criterios administrativos o de seguridad, sino también en cuestiones programáticas. Si hay barreras que se construyen para reformar al delincuente común y devolverlo a la sociedad convertido en una persona de bien, y otras para proteger a los ciudadanos de los criminales violentos, ¿cuál debería ser la finalidad de una cárcel para un político, funcionario o empresario corruptor o corrompido?

Estar sentado en un bus junto a un corrupto “no representa un riesgo similar al de un asesino que nos puede degollar ni al de un pillo que nos vaya a birlar la billetera”, “pues su mal no atenta tanto contra el individuo como contra el sistema de convivencia en sí mismo”. ¿De qué sirve entonces, se preguntaba Toledo, colocar una barrera física entre el corrupto y nosotros? “La respuesta es fácil: la satisfacción de ver un merecido castigo”. “Se esperaría que fuese la mejor, o peor, de todas, pues sus muros son también murallas metafísicas para contener el mal —por lo demás bastante contagioso— de la corrupción en sociedad”.

Así las cosas, la siguiente pregunta que se hacía el arquitecto peruano era si una cárcel para corruptos debía parecerse, como edificación, a un asilo, escuela o manicomio, como en fondo tienden a parecerse todas. Su respuesta también era fácil: no. “La cárcel que encierra un concepto debe constituirse de barreras conceptuales”.

A partir de los ensayos de Paolo Santarcangeli, Toledo concluía que “si lo que buscamos es la antípoda del refugio” —un espacio con habitaciones y áreas de esparcimiento que el encerrado acabará asimilando como su nuevo hogar—, la forma ideal es el laberinto. Es decir, “un camino austero que imposibilita cualquier apropiación del entorno” y “reemplaza el facilismo de la vida sedentaria con la oportunidad de salir: un reto que le demandará esfuerzo y cuya única forma de superación es entender que al sistema no se le puede sacar la vuelta”.

Siguiendo a Santarcangeli, el arquitecto dividía los laberintos en tres tipos:

[1] univial, “con un solo camino sin bifurcaciones, donde la única dirección de avance genera la ansiedad de pensar cuándo se saldrá y cómo”:

[2] manierista, “que se deleita en los enredos y en la posibilidad o más bien certeza de que el atrapado se pierda en él”:

[3] rizoma, “una red infinita que se forma y reforma al recorrerse”:

para finalmente proyectar su cárcel como un laberinto univial, “reforzando la idea de que sólo hay un camino correcto”, y estableciendo la longitud del recorrido en relación con el tiempo de condena del reo, de manera que un corrupto “menor” pueda salir en —digamos— un año, mientras que a un pez gordo de la corrupción le tome cinco, diez o quince años hallar la puerta de salida del laberinto.

¿Se lo han imaginado ya? La propuesta de Alonso Toledo fue rechazada de inmediato por los asesores de su investigación universitaria. En un email que me envió hace unos días me contaba que las discusiones con ellos “alcanzaban el paroxismo de lo absurdo cuando me decían que un arquitecto no debería usar sus habilidades para proyectar edificios destinados a la represión”. Dicho de otro modo, la idea del arquitecto como un superhéroe que sólo debe pensar en hacer el bien y diseñar viviendas, puentes o edificios bonitos para oficinas con aire acondicionado.

Él no lo entendía; no lo comprende hasta hoy. “Si el ejercicio del arquitecto se basa, in praxis, en la construcción de barreras físicas, ¿por qué considerar la proyección de cárceles como algo que le sea excéntrico?”. Toledo, ganador del Premio Rafael Marquina Bueno a la Investigación Arquitectónica y fundador del Taller de Arquitectura Diacrítica, dedicado a los “acentos que le dan sentido a los procesos de diseño y pensamiento arquitectónico”, sigue creyendo que proyectar una cárcel es un trabajo tan ético como cualquier otro. Y que además puede ser un gran aporte para la sociedad.

De modo que ya lo saben: su propuesta era y sigue siendo exportable. Tras el rechazo académico, el primer país en el que pensó presentarla fue Camboya. Hoy, las noticias sobre el grado de corrupción alcanzado por tantos políticos y empresarios españoles, incluyendo cierto entorno de la Casa Real, tal vez podrían animar al arquitecto peruano a aterrizar en Barajas o El Prat. Y también en Andalucía, Valencia, las Islas Baleares, Castilla-La Mancha, etc.

En el Perú, como en México o en Grecia, la corrupción fujimorista se extendió de tal manera que su metástasis llegaba a los cuerpos militares, los funcionarios de prisiones, la policía de tránsito y otros servicios públicos como la sanidad. Prácticamente hicieron un himno de estos versos que cantaba el Cuarteto de Nos: “Si alguien no pide su tajada es porque no vale nada”.

Habrá quienes piensen que en España aún se está a tiempo de impedir que eso pase. A ellos, a esas autoridades todavía probas o instituciones que resisten sin mácula, me dirijo y les digo: si tienen interés en el proyecto de cárcel de Alonso Toledo, sólo tienen que escribir a la dirección postal de El Estado Mental. Eso sí, les pido que lo hagan en papel con membrete. No vaya a ser que se quiera colar otro Niño Podrido estilo Francisco Nicolás y tengamos que empezar este artículo de nuevo.

 

Dibujos cedidos por el propio arquitecto Alonso Toledo