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El poder del movimiento de las plantas
Stefano Mancuso y qué tienen que ver los vegetales con la inteligencia artificial
De los videos que Stefano Mancuso lleva consigo para demostrar que las plantas son seres sensibles, inteligentes, capaces de resolver problemas y tomar decisiones que implican libre albedrío, hay uno tan hipnótico y prodigioso que verlo da hasta un poco de vértigo.
La protagonista es una planta de frijol (o judías, como se dice en España).
La planta está allí, en su maceta, con el extremo del tallo apuntando hacia arriba, hasta que se percata de que a su lado —a un metro de distancia— hay un mástil de metal.
Como el mástil le puede servir de apoyo para crecer ahorrando energía, el tallo inicia un movimiento hiperbólico, curvándose como lo haría una caña de pescar, con la intención de llegar hasta él. La planta repite el movimiento varias veces, en ocasiones con la determinación del latigazo de un domador de circo, y ya desde ahí el video de Mancuso comienza a sorprender al personal, pues como todo el mundo sabe no hay vegetal en el mundo que tenga los músculos de un domador.
Pero eso no es lo más increíble.
Lo de veras insospechado es que la planta no pierde de vista a su objetivo, no tantea el espacio dirigiendo el tallo hacia cualquier parte, no: todos sus movimientos están orientados al mismo sitio, ergo, parece saber exactamente donde está el mástil.
Cuando por fin hace contacto y el extremo del tallo logra enroscarse alrededor de la vara metálica, la tensión que ha mantenido la planta hasta entonces se relaja y sus hojas se agitan levemente.
Si no se tratara de una planta de frijol sino de un gusano o cualquier otro animal, la suave ondulación de las hojas podría entenderse como un gesto de satisfacción, una reacción esperable, normal, ante el éxito obtenido.
Pero tratándose del comportamiento de un vegetal, el espectáculo resulta inquietante por las implicaciones que vienen detrás y que en palabras de Mancuso tienen que ver con las nociones de conciencia, voluntad, inteligencia, memoria y sensibilidad que hasta hoy se han restringido a los seres que pueden trasladarse de un lugar a otro.
Es decir, a los animales (incluido el bípedo implume).
A los individuos cuyo movimiento es perceptible por nuestros ojos.
De hecho, para que los intentos de la planta de frijol por alcanzar el mástil se puedan ver en un video según la escala de nuestra percepción temporal, Mancuso se ha valido de la técnica del timelapse, que consiste en tomar fotografías por intervalos en largos periodos de tiempo. Y así como en las series de TV es común ver cómo anochece o amanece en cuestión de segundos, o cómo viajan las nubes a la velocidad de un ovni, así mismo, dice Mancuso, en el video de la planta de frijol “se ve que ésta sabe claramente cómo es el entorno que la rodea, cuál es su posición y cuál la del mástil que quiere alcanzar”.
—Lo que no sabemos es cómo lo sabe —admite—. Pero justamente ésa es una de las cualidades de la consciencia tal y como Michio Kaku la define, por ejemplo, para explicar de qué estamos hablando cuando hablamos de inteligencia artificial: un ser consciente sabe cuál es su lugar en el mundo, las piedras no.
Stefano Mancuso, que es ingeniero agrónomo, doctor en Biofísica y director del Laboratorio de Neurobiología Vegetal de la Universidad de Florencia, estuvo hace unos días en Madrid. Vino para presentar su libro Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, escrito con la periodista Alessandra Viola y publicado por Galaxia Gutemberg, y para dar una charla TEDx en el salón de actos del CSIC del Jardín Botánico madrileño.
Ante un auditorio repleto, compuesto por biólogos, ingenieros, estudiantes y reputados colegas de su especialidad como el botánico Emilio Blanco, Mancuso resumió en su breve conferencia las ideas que lo han convertido en uno de los científicos más citados y también más discutidos de estos tiempos. Dijo que además de poseer formas poco estudiadas de consciencia, sensibilidad e inteligencia, las plantas son capaces de reconocer y cuidar de sus hijos. Que duermen por las noches. Que tienen sofisticados sistemas de comunicación eléctrica y química que les permite intercambiar información entre ellas y con los animales, y que incluso son hábiles engatusando a otras especies para que hagan lo que ellas quieren.
De esas plantas embaucadoras a las que Mancuso llama en broma “deshonestas” o “auténticas damas del fraude”, hay dos particularmente curiosas. Una es la cala negra (Arum palaestinum), que imita el olor de la fruta en fermentación para atraer a su insecto polinizador, la mosca, con la intención de secuestrarla durante una noche y embadurnarla de polen, y la otra es la orquídea abeja (Ophrys apifera), que como su nombre indica logra una imitación casi perfecta de una abeja hembra para atraer a machos que copulen con ella y se lleven el polen a otra parte.
Una ley de la biología dice que nadie hace algo a cambio de nada, recuerda Mancuso. Pero tanto la mosca que se posa sobre la cala negra buscando los ricos azúcares de la fruta fermentada como la abeja macho que llega a la orquídea abeja atraído por una promesa de sexo se van como llegaron, con los bolsillos vacíos, a lo mucho con una satisfacción falaz, producto de sendos embustes. De modo que nadie hace algo por nada a menos que una de las partes sea una planta “deshonesta” y la otra, un insecto cuya inteligencia animal no califique precisamente como superior a la vegetal.
Mancuso sostiene que para tomar esas decisiones, que en el fondo son formas de resolver un problema (pues la reproducción, junto con agenciarse el alimento, es uno de los grandes problemas a los que se enfrentan los seres vivos desde el principio de los tiempos), las plantas no necesitan tener cerebro ni neuronas ni un sistema nervioso central. Como tampoco necesitan pulmones para respirar, ni músculos para moverse, ni boca o estómago para comer, ni nariz ni ojos ni ninguno de los órganos que solemos asociar con los cinco sentidos del mundo animal.
Entre otras cosas, dice, porque además de esos cinco sentidos, las plantas cuentan con otros quince que les permite medir la humedad de un terreno, detectar la gravedad, reconocer un campo magnético o localizar un gran número de compuestos químicos presentes en el aire y en la tierra.
Así, con datos tomados de investigaciones recientes y uno que otro golpe de sentido común, entre las proposiciones más interesantes del biofísico italiano está aquella que fractura la creencia de que el ser humano es el non plus ultra de la evolución, el gran dominador del planeta.
“¡Menudos dominadores!”, se ríe.
“Si mañana las plantas desaparecieran de la Tierra, la vida humana duraría unas pocas semanas, acaso unos meses. Si por el contrario fuésemos nosotros quienes desapareciéramos, las plantas volverían a apropiarse de todo el territorio y, en poco más de un siglo, todos los signos de nuestra milenaria civilización quedarían cubiertos de verde.”
Esto debería bastar, añade, para recordarnos la relación de fuerzas que en realidad, en términos biológicos, tenemos con las plantas.
Pero también dice más, esta vez tirando piedras sobre su propio tejado: “Podría decirse que la biología se halla más o menos en una situación precopernicana, cuando se creía que la Tierra ocupaba el centro del universo y que todos los cuerpos giraban a su alrededor. [Igualmente] impera la idea de que el hombre es el ser vivo más importante que existe y que todo gira en torno a él. Una idea fascinante y tranquilizadora, ¡pero idealizada!”.
Mancuso parte de un hecho que cualquiera que no sea ingeniero agrónomo ni tenga un doctorado en Biofísica puede verificar con ayuda de una enciclopedia: las plantas representan alrededor de un 99,7 por ciento de la biomasa del planeta. Esto es, del peso total de todos los seres vivos de la Tierra, los animales (incluido el bípedo implume, bis) suman apenas el 0,3%. Y ya que estamos con cifras, también hace suya otra noticia contrastada: que el ser humano conoce apenas entre el 5 y el 10% de las especies vegetales, y sin embargo de ellas extrae el 95% de todos sus principios medicinales. “De ahí que nuestra relación con las plantas sea de dependencia absoluta, aunque no queramos reconocerlo o, peor, pretendamos negarlo, quizá porque no nos gusta recordar que nuestra propia supervivencia está ligada al mundo vegetal.”
Para explicar lo que entiende por consciencia e inteligencia vegetal, Mancuso propone una analogía con el hoy menos rebatido concepto de inteligencia artificial. Lo que Michio Kaku ya ha planteado en libros como La física del futuro o The future of the mind, sólo que dando un paso hacia atrás y otro más hacia delante. La inteligencia fue un concepto que surgió para dividir más que para unir, dice Mancuso. Así, se creía que el ser humano era el único capaz de servirse del lenguaje (hasta que se demostró que eso era falso), el único que emplea reglas sintácticas (falso), que se vale de instrumentos (falso), que realiza cálculos matemáticos complejos (falso hasta el punto de haber sido superados por las calculadoras más baratas…).
“Hemos tenido que soportar varios desmentidos que han socavado nuestras certezas: tuvimos que abandonar el sistema geocéntrico y reconocer que vivíamos en un planeta insignificante situado en una galaxia marginal del universo; luego tuvimos que admitir nuestra semejanza con otros animales e incluso que nuestros orígenes estaban en algunos de ellos. [De modo que] ¿qué es más sensato, convertir la inteligencia en un baluarte en defensa de nuestra diferencia con respecto al resto de seres vivos (y no sólo) o admitir que el hecho de ser inteligentes nos une a las demás especies de los mundos animal y vegetal?”
“La inteligencia es una propiedad de la vida, algo que hasta el más humilde organismo unicelular debe poseer. Pensadlo bien: comida, agua, morada, defensa, reproducción, ¿acaso no son éstas las razones profundas de muchos de nuestros problemas más apremiantes?”
Según Mancuso, nadie debería rasgarse las vestiduras por reconocer una verdad tan de sentido común como ésta: sin inteligencia no podría haber vida. Y que si algunas inteligencias son obviamente superiores a otras, la diferencia es sólo cuantitativa, no cualitativa.
Bueno, también hay otra diferencia fundamental: la fisiológica. Mancuso se pregunta si en verdad el cerebro es el único “centro de producción” de inteligencia. “¿Un cerebro sin cuerpo sería inteligente o sería sólo un conjunto de células sin particularidad alguna? ¿Sería posible reconocer en él algún signo de inteligencia? La respuesta sin duda es no.”
“Pues bien”, prosigue, “en las plantas las funciones cerebrales no están separadas de las corporales, sino que ambas conviven en cada una de sus células: un auténtico ejemplo de lo que los estudiosos de la inteligencia artificial denominan embodied agent, es decir, un agente inteligente que interactúa con el mundo a través de su cuerpo físico”.
Partiendo de los experimentos que Darwin realizó con su hijo Francis y que consignó en su último (y no tan conocido) libro The Power of Movement in Plants [El poder del movimiento en las plantas], Mancuso sostiene que los embodied agents de las plantas que actúan como centros de elaboración de datos son los ápices o puntas extremas de las raíces. “Todos los vegetales poseen varios millones de ápices”, “más de quince millones” la planta más pequeña, y ya no digamos un árbol de gran tamaño.
¿Qué tiene esto que ver con la inteligencia artificial? Pues que los ápices no trabajan solos, sino en red, o más exactamente “como nodos en una red que funciona de forma colectiva”.
En los últimos tiempos, insiste Mancuso, los científicos que trabajan en inteligencia artificial han tomado dos caminos: la elaboración de megacomputadoras individuales cada vez más potentes o la utilización de sistemas de “inteligencia distribuida” y con un inmenso potencial de cálculo global que ofrecen las redes como internet. Para él, se trata de dos estrategias que reproducen las que llevó a cabo la evolución de las especies: por un lado, cerebros únicos cada vez más grandes y potentes, y, por el otro, la inteligencia que no está ligada a un solo órgano o centro de producción, sino repartida entre millones. Como ocurrió con las plantas e incluso con insectos como las hormigas, que sólo en comunidad despliegan las propiedades emergentes de su así llamada “inteligencia de enjambre”.
Esta segunda estrategia tiene, por supuesto, desventajas evidentes para cada nodo o individuo de la red (como una limitada capacidad de procesamiento de información, menor velocidad de cálculo, etc.), pero al mismo tiempo una ventaja indiscutible y verificable tanto en internet como en el mundo vegetal: así se destruyan muchos centros de elaboración de datos, o se extirpe cualquier parte de una planta, su estructura modular garantiza la supervivencia del sistema.
Una planta no es un individuo, suele repetir Mancuso, sino una colonia, “un interenet viviente”. De ahí que al mostrarle el número 5 de El Estado Mental publicado el año pasado con el título de “Inteligencia vegetal” aceptara posar para esta foto sosteniendo la versión digital de la revista:
El poder del movimiento de las plantas
De los videos que Stefano Mancuso lleva consigo para demostrar que las plantas son seres sensibles, inteligentes, capaces de resolver problemas y tomar decisiones que implican libre albedrío, hay uno tan hipnótico y prodigioso que verlo da hasta un poco de vértigo.
La protagonista es una planta de frijol (o judías, como se dice en España).
La planta está allí, en su maceta, con el extremo del tallo apuntando hacia arriba, hasta que se percata de que a su lado —a un metro de distancia— hay un mástil de metal.
Como el mástil le puede servir de apoyo para crecer ahorrando energía, el tallo inicia un movimiento hiperbólico, curvándose como lo haría una caña de pescar, con la intención de llegar hasta él. La planta repite el movimiento varias veces, en ocasiones con la determinación del latigazo de un domador de circo, y ya desde ahí el video de Mancuso comienza a sorprender al personal, pues como todo el mundo sabe no hay vegetal en el mundo que tenga los músculos de un domador.
Pero eso no es lo más increíble.
Lo de veras insospechado es que la planta no pierde de vista a su objetivo, no tantea el espacio dirigiendo el tallo hacia cualquier parte, no: todos sus movimientos están orientados al mismo sitio, ergo, parece saber exactamente donde está el mástil.
Cuando por fin hace contacto y el extremo del tallo logra enroscarse alrededor de la vara metálica, la tensión que ha mantenido la planta hasta entonces se relaja y sus hojas se agitan levemente.
Si no se tratara de una planta de frijol sino de un gusano o cualquier otro animal, la suave ondulación de las hojas podría entenderse como un gesto de satisfacción, una reacción esperable, normal, ante el éxito obtenido.
Pero tratándose del comportamiento de un vegetal, el espectáculo resulta inquietante por las implicaciones que vienen detrás y que en palabras de Mancuso tienen que ver con las nociones de conciencia, voluntad, inteligencia, memoria y sensibilidad que hasta hoy se han restringido a los seres que pueden trasladarse de un lugar a otro.
Es decir, a los animales (incluido el bípedo implume).
A los individuos cuyo movimiento es perceptible por nuestros ojos.
De hecho, para que los intentos de la planta de frijol por alcanzar el mástil se puedan ver en un video según la escala de nuestra percepción temporal, Mancuso se ha valido de la técnica del timelapse, que consiste en tomar fotografías por intervalos en largos periodos de tiempo. Y así como en las series de TV es común ver cómo anochece o amanece en cuestión de segundos, o cómo viajan las nubes a la velocidad de un ovni, así mismo, dice Mancuso, en el video de la planta de frijol “se ve que ésta sabe claramente cómo es el entorno que la rodea, cuál es su posición y cuál la del mástil que quiere alcanzar”.
—Lo que no sabemos es cómo lo sabe —admite—. Pero justamente ésa es una de las cualidades de la consciencia tal y como Michio Kaku la define, por ejemplo, para explicar de qué estamos hablando cuando hablamos de inteligencia artificial: un ser consciente sabe cuál es su lugar en el mundo, las piedras no.
Stefano Mancuso, que es ingeniero agrónomo, doctor en Biofísica y director del Laboratorio de Neurobiología Vegetal de la Universidad de Florencia, estuvo hace unos días en Madrid. Vino para presentar su libro Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, escrito con la periodista Alessandra Viola y publicado por Galaxia Gutemberg, y para dar una charla TEDx en el salón de actos del CSIC del Jardín Botánico madrileño.
Ante un auditorio repleto, compuesto por biólogos, ingenieros, estudiantes y reputados colegas de su especialidad como el botánico Emilio Blanco, Mancuso resumió en su breve conferencia las ideas que lo han convertido en uno de los científicos más citados y también más discutidos de estos tiempos. Dijo que además de poseer formas poco estudiadas de consciencia, sensibilidad e inteligencia, las plantas son capaces de reconocer y cuidar de sus hijos. Que duermen por las noches. Que tienen sofisticados sistemas de comunicación eléctrica y química que les permite intercambiar información entre ellas y con los animales, y que incluso son hábiles engatusando a otras especies para que hagan lo que ellas quieren.
De esas plantas embaucadoras a las que Mancuso llama en broma “deshonestas” o “auténticas damas del fraude”, hay dos particularmente curiosas. Una es la cala negra (Arum palaestinum), que imita el olor de la fruta en fermentación para atraer a su insecto polinizador, la mosca, con la intención de secuestrarla durante una noche y embadurnarla de polen, y la otra es la orquídea abeja (Ophrys apifera), que como su nombre indica logra una imitación casi perfecta de una abeja hembra para atraer a machos que copulen con ella y se lleven el polen a otra parte.
Una ley de la biología dice que nadie hace algo a cambio de nada, recuerda Mancuso. Pero tanto la mosca que se posa sobre la cala negra buscando los ricos azúcares de la fruta fermentada como la abeja macho que llega a la orquídea abeja atraído por una promesa de sexo se van como llegaron, con los bolsillos vacíos, a lo mucho con una satisfacción falaz, producto de sendos embustes. De modo que nadie hace algo por nada a menos que una de las partes sea una planta “deshonesta” y la otra, un insecto cuya inteligencia animal no califique precisamente como superior a la vegetal.
Mancuso sostiene que para tomar esas decisiones, que en el fondo son formas de resolver un problema (pues la reproducción, junto con agenciarse el alimento, es uno de los grandes problemas a los que se enfrentan los seres vivos desde el principio de los tiempos), las plantas no necesitan tener cerebro ni neuronas ni un sistema nervioso central. Como tampoco necesitan pulmones para respirar, ni músculos para moverse, ni boca o estómago para comer, ni nariz ni ojos ni ninguno de los órganos que solemos asociar con los cinco sentidos del mundo animal.
Entre otras cosas, dice, porque además de esos cinco sentidos, las plantas cuentan con otros quince que les permite medir la humedad de un terreno, detectar la gravedad, reconocer un campo magnético o localizar un gran número de compuestos químicos presentes en el aire y en la tierra.
Así, con datos tomados de investigaciones recientes y uno que otro golpe de sentido común, entre las proposiciones más interesantes del biofísico italiano está aquella que fractura la creencia de que el ser humano es el non plus ultra de la evolución, el gran dominador del planeta.
“¡Menudos dominadores!”, se ríe.
“Si mañana las plantas desaparecieran de la Tierra, la vida humana duraría unas pocas semanas, acaso unos meses. Si por el contrario fuésemos nosotros quienes desapareciéramos, las plantas volverían a apropiarse de todo el territorio y, en poco más de un siglo, todos los signos de nuestra milenaria civilización quedarían cubiertos de verde.”
Esto debería bastar, añade, para recordarnos la relación de fuerzas que en realidad, en términos biológicos, tenemos con las plantas.
Pero también dice más, esta vez tirando piedras sobre su propio tejado: “Podría decirse que la biología se halla más o menos en una situación precopernicana, cuando se creía que la Tierra ocupaba el centro del universo y que todos los cuerpos giraban a su alrededor. [Igualmente] impera la idea de que el hombre es el ser vivo más importante que existe y que todo gira en torno a él. Una idea fascinante y tranquilizadora, ¡pero idealizada!”.
Mancuso parte de un hecho que cualquiera que no sea ingeniero agrónomo ni tenga un doctorado en Biofísica puede verificar con ayuda de una enciclopedia: las plantas representan alrededor de un 99,7 por ciento de la biomasa del planeta. Esto es, del peso total de todos los seres vivos de la Tierra, los animales (incluido el bípedo implume, bis) suman apenas el 0,3%. Y ya que estamos con cifras, también hace suya otra noticia contrastada: que el ser humano conoce apenas entre el 5 y el 10% de las especies vegetales, y sin embargo de ellas extrae el 95% de todos sus principios medicinales. “De ahí que nuestra relación con las plantas sea de dependencia absoluta, aunque no queramos reconocerlo o, peor, pretendamos negarlo, quizá porque no nos gusta recordar que nuestra propia supervivencia está ligada al mundo vegetal.”
Para explicar lo que entiende por consciencia e inteligencia vegetal, Mancuso propone una analogía con el hoy menos rebatido concepto de inteligencia artificial. Lo que Michio Kaku ya ha planteado en libros como La física del futuro o The future of the mind, sólo que dando un paso hacia atrás y otro más hacia delante. La inteligencia fue un concepto que surgió para dividir más que para unir, dice Mancuso. Así, se creía que el ser humano era el único capaz de servirse del lenguaje (hasta que se demostró que eso era falso), el único que emplea reglas sintácticas (falso), que se vale de instrumentos (falso), que realiza cálculos matemáticos complejos (falso hasta el punto de haber sido superados por las calculadoras más baratas…).
“Hemos tenido que soportar varios desmentidos que han socavado nuestras certezas: tuvimos que abandonar el sistema geocéntrico y reconocer que vivíamos en un planeta insignificante situado en una galaxia marginal del universo; luego tuvimos que admitir nuestra semejanza con otros animales e incluso que nuestros orígenes estaban en algunos de ellos. [De modo que] ¿qué es más sensato, convertir la inteligencia en un baluarte en defensa de nuestra diferencia con respecto al resto de seres vivos (y no sólo) o admitir que el hecho de ser inteligentes nos une a las demás especies de los mundos animal y vegetal?”
“La inteligencia es una propiedad de la vida, algo que hasta el más humilde organismo unicelular debe poseer. Pensadlo bien: comida, agua, morada, defensa, reproducción, ¿acaso no son éstas las razones profundas de muchos de nuestros problemas más apremiantes?”
Según Mancuso, nadie debería rasgarse las vestiduras por reconocer una verdad tan de sentido común como ésta: sin inteligencia no podría haber vida. Y que si algunas inteligencias son obviamente superiores a otras, la diferencia es sólo cuantitativa, no cualitativa.
Bueno, también hay otra diferencia fundamental: la fisiológica. Mancuso se pregunta si en verdad el cerebro es el único “centro de producción” de inteligencia. “¿Un cerebro sin cuerpo sería inteligente o sería sólo un conjunto de células sin particularidad alguna? ¿Sería posible reconocer en él algún signo de inteligencia? La respuesta sin duda es no.”
“Pues bien”, prosigue, “en las plantas las funciones cerebrales no están separadas de las corporales, sino que ambas conviven en cada una de sus células: un auténtico ejemplo de lo que los estudiosos de la inteligencia artificial denominan embodied agent, es decir, un agente inteligente que interactúa con el mundo a través de su cuerpo físico”.
Partiendo de los experimentos que Darwin realizó con su hijo Francis y que consignó en su último (y no tan conocido) libro The Power of Movement in Plants [El poder del movimiento en las plantas], Mancuso sostiene que los embodied agents de las plantas que actúan como centros de elaboración de datos son los ápices o puntas extremas de las raíces. “Todos los vegetales poseen varios millones de ápices”, “más de quince millones” la planta más pequeña, y ya no digamos un árbol de gran tamaño.
¿Qué tiene esto que ver con la inteligencia artificial? Pues que los ápices no trabajan solos, sino en red, o más exactamente “como nodos en una red que funciona de forma colectiva”.
En los últimos tiempos, insiste Mancuso, los científicos que trabajan en inteligencia artificial han tomado dos caminos: la elaboración de megacomputadoras individuales cada vez más potentes o la utilización de sistemas de “inteligencia distribuida” y con un inmenso potencial de cálculo global que ofrecen las redes como internet. Para él, se trata de dos estrategias que reproducen las que llevó a cabo la evolución de las especies: por un lado, cerebros únicos cada vez más grandes y potentes, y, por el otro, la inteligencia que no está ligada a un solo órgano o centro de producción, sino repartida entre millones. Como ocurrió con las plantas e incluso con insectos como las hormigas, que sólo en comunidad despliegan las propiedades emergentes de su así llamada “inteligencia de enjambre”.
Esta segunda estrategia tiene, por supuesto, desventajas evidentes para cada nodo o individuo de la red (como una limitada capacidad de procesamiento de información, menor velocidad de cálculo, etc.), pero al mismo tiempo una ventaja indiscutible y verificable tanto en internet como en el mundo vegetal: así se destruyan muchos centros de elaboración de datos, o se extirpe cualquier parte de una planta, su estructura modular garantiza la supervivencia del sistema.
Una planta no es un individuo, suele repetir Mancuso, sino una colonia, “un interenet viviente”. De ahí que al mostrarle el número 5 de El Estado Mental publicado el año pasado con el título de “Inteligencia vegetal” aceptara posar para esta foto sosteniendo la versión digital de la revista: