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“Yo ya tengo a mi negro”
La necropolítica de la Unión Europea revelada en el drama de los refugiados
Hace unos meses me tocó presenciar una escena callejera que desde entonces vuelve a mí cada vez que alguien saca a colación o leo en la prensa sobre la llamada crisis de los refugiados de la guerra siria. En la escena, dos mujeres salían de una cafetería hablando de sus cosas cuando un hombre con un ejemplar de La Farola envuelto en una carpeta transparente trató de atraer su atención con el solo recurso de su mirada. Como era evidente que con ese mudo gesto el hombre no iba a lograr su propósito, se apresuró a hacer algo más. Señaló con el dedo el logotipo amarillento del periódico bajo su funda de plástico (“La Farola, el periódico que da pan y techo”), inclinó el cuerpo hacia ellas y musitó algo así como porfavor-paracomer-porfavor. Entonces las mujeres sí que lo miraron, pero sólo para apartarse y decirle que no, que lo sentían, pero no.
Metros más adelante, una detuvo el paso de la otra sujetándola del brazo y, tras invocar la comparecencia de Dios para que viniera a ver lo que hay, dijo:
—Es que yo ya tengo a mi negro.
—Y yo tengo dos, el que me carga la compra, el del cine, tres. No sé cuántos tengo.
—¡Y yo!
Y se perdieron calle arriba.
No puedo evitar que esta historia se me aparezca una y otra vez tras conocer los esforzados intentos de la Unión Europea por incumplir el deber humanitario de asistencia y convertir el derecho de asilo de unas pocas decenas de miles de refugiados en una estancia indefinida en los campamentos que se multiplican en Turquía.
Como todos sabemos, el compromiso original de realojar a 160.000 personas según cuotas proporcionales a la población de 26 países de la UE se ha infringido con clamorosa desvergüenza. Apenas se han reubicado a 937, el 0,58%. En España, sólo a 18, pese al ofrecimiento de “refugees welcome” de nueve comunidades autónomas y ayuntamientos tan grandes como los de Madrid o Barcelona. De modo que cuando el presidente del Consejo Europeo Donald Tusk aconsejó la semana pasada a los “emigrantes económicos ilegales” que no vengan a Europa, no pude reprimir que en mi cabeza la frase se completara con un cínico, contundente y entre signos de exclamación “¡porque nosotros ya tenemos a nuestros negros!”.
Europa en general y España en particular se vienen comportando con esos modales groseros de insolidaridad sin que nadie, por supuesto, salvo tal vez en Austria, Dinamarca, Hungría o Eslovaquia, se atreva a enunciarlo de esa forma. Y no lo digo sólo en un sentido literal, pensando en esos africanos subsaharianos que con sus ejemplares de La Farola piden comida o dinero a las puertas de las cafeterías. Por asociación metafórica y cercanía cromática, dichos negros también pueden entenderse como “marrones”, esto es, bajo el amparo de esa embarrada palabra con la que se llama por aquí a los problemas políticos, aprietos económicos, escándalos de corrupción, conflictos sociales o dificultades de cualquier tipo, y de los que hay tantos que, hagan el favor, no nos vengan con otro marrón más.
Los políticos, los del bipartidismo y también los nuevos, sólo interrumpen sus negociaciones para formar gobierno si tienen ocasión de señalar con el dedo a la Rita Barberá o el compi-prensa-yoguismo de turno, pero ninguno ha hecho una mención especial al asunto de los refugiados. En Madrid, sin ir más lejos, la ciudad que he elegido por ahora como refugio para mi autoexilio, cada tanto alguien se las ingenia para recordarme que los inmigrantes como yo (peruanos, marroquíes, ecuatorianos, rumanos, argentinos, colombianos, venezolanos) conformamos una cantidad considerable de inmigrantes que España lleva años acogiendo y que esa “cuota” ya es suficiente para no contribuir a que sus tambaleantes estructuras acaben por desplomarse del todo. La explicación de todo esto la dio el otro día la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, CIS: en este extremo del Mediterráneo opuesto a Siria, nadie, cero coma cero por ciento, incluye el drama de los refugiados entre sus 39 preocupaciones principales.
El preacuerdo de la UE con Turquía, del que entre hoy y mañana se conocerán los detalles, consiste básicamente en que Europa devolverá a dicho país a todos los migrantes irregulares que lleguen a Grecia, sean “inmigrantes económicos” o solicitantes de asilo. Desde que se anunció, el pacto ha sido severamente criticado tanto por la ONU como por Amnistía Internacional, Human Rights Watch o Médicos Sin Fronteras. No sólo porque su legalidad es cuestionable (Turquía negocia a cambio entrar en la UE y una compensación de 6.000 millones de euros para hacerse cargo del “marrón”), sino porque abandonar a su suerte a esas decenas, si no centenas, si no millones de personas se parece escalofriantemente a condenarlas a “comerse a sí mismas antes de morir”, como escribió desde Estambul Paul B. Preciado en estas mismas páginas.
Algunos señalan con justificada indignación que el preacuerdo suena a genocidio pasivo. Y aunque juristas como el ex fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña José María Mena ha aclarado que “técnicamente no es un genocidio porque no existe la intención directa de exterminio que sería indispensable para denunciar ante el Tribunal Penal Internacional a los firmantes del preacuerdo del 7 de marzo”, lo que sí hay es “una relación de causalidad directa entre la alevosa y fría insolidaridad de los gobernantes europeos y los miles de sufrimientos y muertes”. En otras palabras, que esas muertes, unas 3.000 al año sólo en travesías por el Mediterráneo para tocar suelo griego o italiano, ya “pesan sobre la conciencia de la UE igual que un genocidio”.
Desde el colegio, todos sabemos que el derecho de asilo aparece en el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (“Toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país, en caso de persecución”) y está regulado en el derecho internacional. Hace ya muchos años, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince tuvo que huir de su país bajo la certeza de que lo iban a matar. Habían asesinado a su padre, que se llamaba igual que él y era un médico que “defendía los derechos humanos y creía en la propiedad colectiva de muchos de los medios de producción”, y a él lo acusaban de lo mismo, de comunista, ateo y amigo sospechoso de los pobres.
Abad Faciolince supo desde que se escondió en casa de unos familiares en Cartagena que su destino era Europa. Primero España y después Italia, donde Norberto Bobbio, entre otros, lo ayudó a conseguir trabajo en Turín. ¿Por qué Europa?, se preguntaba en una crónica publicada recientemente en Lettre International y traducida al castellano por Letras Libres. “Porque en Europa nadie me iba a perseguir, nadie me iba a matar por lo que dijera; porque Europa ha sido muchas veces el único asilo de los perseguidos. [Porque después de] las cruzadas, los imperialismos, las colonias, las guerras napoleónicas, las guerras de secesión, la Guerra Civil Española, la dos guerras mundiales […] después de mucho sufrir y después de exterminar a millones de judíos, a los enfermos mentales y a los gitanos, después de arrasar naciones enteras, después de diezmar las poblaciones de Inglaterra, Alemania, Rusia, España y Francia, Europa ha hecho el más extraordinario experimento de unión y fraternidad entre los distintos: diferentes lenguas, distintas tradiciones, distintas religiones, costumbres diversas; países que se mataron y odiaron a muerte entre ellos durante siglos han hecho el experimento de vivir en armonía y de progresar. O, como lo dijo una vez Borges, «tomaron la extraña resolución de ser razonables».”
Cuesta creer que esa Europa a la que se refiere el autor de El olvido que seremos sea la misma que haya llegado a un preacuerdo con Turquía para que el autoritario Erdoğan se ocupe de lo que ningún gobierno de la UE con excepción del de —¡oh desalentadora paradoja!— Angela Merkel quiere hacerse cargo. Porque no nos engañemos, y no nos engañamos: cuando políticos como el ministro de Asuntos Exteriores de España José Manuel García-Margallo salen a decir que sus gobiernos “se oponen a las expulsiones colectivas de los refugiados en Grecia”, las palabras suenan tan floridas y grandilocuentes como irrelevantes. En ningún momento aclaran qué pasará con el compromiso original de realojar a los 160.000 refugiados del que llevan un déficit de –99,42%, por no hablar de los que se podrían haber sumado a partir de esa primera cifra. Peor, acabada su comparecencia, García-Margallo no aceptó ninguna de las muchas preguntas que los periodistas querían hacerle. Tenía que irse corriendo —dijeron los que hablaban por él— a firmar el acuerdo para la exención de visados entre la UE y Perú en estancias de corta duración. O sea, su marrón de turno: los negros que ya tiene en casa.
En el primer trimestre de 2016, unos 120.000 refugiados llegaron a las costas de Grecia e Italia y más de 400 murieron en el intento. Las cifras las tomo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Los que murieron en la misma travesía marítima en 2015 se calculan entre 2.500 y 3.500, muchos de ellos niños, como bien sabemos por las imágenes que aparecen en la prensa y la TV. Todos en el Mediterráneo de Serrat y de las vacaciones de verano, el mar más violento que ha existido nunca, como recordaba hace poco Agustín Fernández Mallo.
De haberse cumplido el compromiso original, a España le habría tocado dar asilo a 6.000 refugiados. Seis mil personas. Seis mil en un país de casi 47 millones y con estadios de fútbol con capacidad para 80 mil o 99 mil. Pocos días después de difundida de la noticia, mi chica escribió a las delegaciones españolas de ACNUR y la Cruz Roja para preguntar si necesitaban ayuda para atender a esas personas; ropa, juguetes o medicinas para esos niños. Nunca le respondieron. Hasta ahora nos queda la duda de si fue porque estaban desbordados de trabajo atendiendo a los refugiados in situ —en Grecia, Italia o Turquía— o porque en el fondo sabían que esas 6.000 personas nunca iban a tocar suelo español.
“Yo ya tengo a mi negro”
Hace unos meses me tocó presenciar una escena callejera que desde entonces vuelve a mí cada vez que alguien saca a colación o leo en la prensa sobre la llamada crisis de los refugiados de la guerra siria. En la escena, dos mujeres salían de una cafetería hablando de sus cosas cuando un hombre con un ejemplar de La Farola envuelto en una carpeta transparente trató de atraer su atención con el solo recurso de su mirada. Como era evidente que con ese mudo gesto el hombre no iba a lograr su propósito, se apresuró a hacer algo más. Señaló con el dedo el logotipo amarillento del periódico bajo su funda de plástico (“La Farola, el periódico que da pan y techo”), inclinó el cuerpo hacia ellas y musitó algo así como porfavor-paracomer-porfavor. Entonces las mujeres sí que lo miraron, pero sólo para apartarse y decirle que no, que lo sentían, pero no.
Metros más adelante, una detuvo el paso de la otra sujetándola del brazo y, tras invocar la comparecencia de Dios para que viniera a ver lo que hay, dijo:
—Es que yo ya tengo a mi negro.
—Y yo tengo dos, el que me carga la compra, el del cine, tres. No sé cuántos tengo.
—¡Y yo!
Y se perdieron calle arriba.
No puedo evitar que esta historia se me aparezca una y otra vez tras conocer los esforzados intentos de la Unión Europea por incumplir el deber humanitario de asistencia y convertir el derecho de asilo de unas pocas decenas de miles de refugiados en una estancia indefinida en los campamentos que se multiplican en Turquía.
Como todos sabemos, el compromiso original de realojar a 160.000 personas según cuotas proporcionales a la población de 26 países de la UE se ha infringido con clamorosa desvergüenza. Apenas se han reubicado a 937, el 0,58%. En España, sólo a 18, pese al ofrecimiento de “refugees welcome” de nueve comunidades autónomas y ayuntamientos tan grandes como los de Madrid o Barcelona. De modo que cuando el presidente del Consejo Europeo Donald Tusk aconsejó la semana pasada a los “emigrantes económicos ilegales” que no vengan a Europa, no pude reprimir que en mi cabeza la frase se completara con un cínico, contundente y entre signos de exclamación “¡porque nosotros ya tenemos a nuestros negros!”.
Europa en general y España en particular se vienen comportando con esos modales groseros de insolidaridad sin que nadie, por supuesto, salvo tal vez en Austria, Dinamarca, Hungría o Eslovaquia, se atreva a enunciarlo de esa forma. Y no lo digo sólo en un sentido literal, pensando en esos africanos subsaharianos que con sus ejemplares de La Farola piden comida o dinero a las puertas de las cafeterías. Por asociación metafórica y cercanía cromática, dichos negros también pueden entenderse como “marrones”, esto es, bajo el amparo de esa embarrada palabra con la que se llama por aquí a los problemas políticos, aprietos económicos, escándalos de corrupción, conflictos sociales o dificultades de cualquier tipo, y de los que hay tantos que, hagan el favor, no nos vengan con otro marrón más.
Los políticos, los del bipartidismo y también los nuevos, sólo interrumpen sus negociaciones para formar gobierno si tienen ocasión de señalar con el dedo a la Rita Barberá o el compi-prensa-yoguismo de turno, pero ninguno ha hecho una mención especial al asunto de los refugiados. En Madrid, sin ir más lejos, la ciudad que he elegido por ahora como refugio para mi autoexilio, cada tanto alguien se las ingenia para recordarme que los inmigrantes como yo (peruanos, marroquíes, ecuatorianos, rumanos, argentinos, colombianos, venezolanos) conformamos una cantidad considerable de inmigrantes que España lleva años acogiendo y que esa “cuota” ya es suficiente para no contribuir a que sus tambaleantes estructuras acaben por desplomarse del todo. La explicación de todo esto la dio el otro día la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, CIS: en este extremo del Mediterráneo opuesto a Siria, nadie, cero coma cero por ciento, incluye el drama de los refugiados entre sus 39 preocupaciones principales.
El preacuerdo de la UE con Turquía, del que entre hoy y mañana se conocerán los detalles, consiste básicamente en que Europa devolverá a dicho país a todos los migrantes irregulares que lleguen a Grecia, sean “inmigrantes económicos” o solicitantes de asilo. Desde que se anunció, el pacto ha sido severamente criticado tanto por la ONU como por Amnistía Internacional, Human Rights Watch o Médicos Sin Fronteras. No sólo porque su legalidad es cuestionable (Turquía negocia a cambio entrar en la UE y una compensación de 6.000 millones de euros para hacerse cargo del “marrón”), sino porque abandonar a su suerte a esas decenas, si no centenas, si no millones de personas se parece escalofriantemente a condenarlas a “comerse a sí mismas antes de morir”, como escribió desde Estambul Paul B. Preciado en estas mismas páginas.
Algunos señalan con justificada indignación que el preacuerdo suena a genocidio pasivo. Y aunque juristas como el ex fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña José María Mena ha aclarado que “técnicamente no es un genocidio porque no existe la intención directa de exterminio que sería indispensable para denunciar ante el Tribunal Penal Internacional a los firmantes del preacuerdo del 7 de marzo”, lo que sí hay es “una relación de causalidad directa entre la alevosa y fría insolidaridad de los gobernantes europeos y los miles de sufrimientos y muertes”. En otras palabras, que esas muertes, unas 3.000 al año sólo en travesías por el Mediterráneo para tocar suelo griego o italiano, ya “pesan sobre la conciencia de la UE igual que un genocidio”.
Desde el colegio, todos sabemos que el derecho de asilo aparece en el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (“Toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país, en caso de persecución”) y está regulado en el derecho internacional. Hace ya muchos años, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince tuvo que huir de su país bajo la certeza de que lo iban a matar. Habían asesinado a su padre, que se llamaba igual que él y era un médico que “defendía los derechos humanos y creía en la propiedad colectiva de muchos de los medios de producción”, y a él lo acusaban de lo mismo, de comunista, ateo y amigo sospechoso de los pobres.
Abad Faciolince supo desde que se escondió en casa de unos familiares en Cartagena que su destino era Europa. Primero España y después Italia, donde Norberto Bobbio, entre otros, lo ayudó a conseguir trabajo en Turín. ¿Por qué Europa?, se preguntaba en una crónica publicada recientemente en Lettre International y traducida al castellano por Letras Libres. “Porque en Europa nadie me iba a perseguir, nadie me iba a matar por lo que dijera; porque Europa ha sido muchas veces el único asilo de los perseguidos. [Porque después de] las cruzadas, los imperialismos, las colonias, las guerras napoleónicas, las guerras de secesión, la Guerra Civil Española, la dos guerras mundiales […] después de mucho sufrir y después de exterminar a millones de judíos, a los enfermos mentales y a los gitanos, después de arrasar naciones enteras, después de diezmar las poblaciones de Inglaterra, Alemania, Rusia, España y Francia, Europa ha hecho el más extraordinario experimento de unión y fraternidad entre los distintos: diferentes lenguas, distintas tradiciones, distintas religiones, costumbres diversas; países que se mataron y odiaron a muerte entre ellos durante siglos han hecho el experimento de vivir en armonía y de progresar. O, como lo dijo una vez Borges, «tomaron la extraña resolución de ser razonables».”
Cuesta creer que esa Europa a la que se refiere el autor de El olvido que seremos sea la misma que haya llegado a un preacuerdo con Turquía para que el autoritario Erdoğan se ocupe de lo que ningún gobierno de la UE con excepción del de —¡oh desalentadora paradoja!— Angela Merkel quiere hacerse cargo. Porque no nos engañemos, y no nos engañamos: cuando políticos como el ministro de Asuntos Exteriores de España José Manuel García-Margallo salen a decir que sus gobiernos “se oponen a las expulsiones colectivas de los refugiados en Grecia”, las palabras suenan tan floridas y grandilocuentes como irrelevantes. En ningún momento aclaran qué pasará con el compromiso original de realojar a los 160.000 refugiados del que llevan un déficit de –99,42%, por no hablar de los que se podrían haber sumado a partir de esa primera cifra. Peor, acabada su comparecencia, García-Margallo no aceptó ninguna de las muchas preguntas que los periodistas querían hacerle. Tenía que irse corriendo —dijeron los que hablaban por él— a firmar el acuerdo para la exención de visados entre la UE y Perú en estancias de corta duración. O sea, su marrón de turno: los negros que ya tiene en casa.
En el primer trimestre de 2016, unos 120.000 refugiados llegaron a las costas de Grecia e Italia y más de 400 murieron en el intento. Las cifras las tomo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Los que murieron en la misma travesía marítima en 2015 se calculan entre 2.500 y 3.500, muchos de ellos niños, como bien sabemos por las imágenes que aparecen en la prensa y la TV. Todos en el Mediterráneo de Serrat y de las vacaciones de verano, el mar más violento que ha existido nunca, como recordaba hace poco Agustín Fernández Mallo.
De haberse cumplido el compromiso original, a España le habría tocado dar asilo a 6.000 refugiados. Seis mil personas. Seis mil en un país de casi 47 millones y con estadios de fútbol con capacidad para 80 mil o 99 mil. Pocos días después de difundida de la noticia, mi chica escribió a las delegaciones españolas de ACNUR y la Cruz Roja para preguntar si necesitaban ayuda para atender a esas personas; ropa, juguetes o medicinas para esos niños. Nunca le respondieron. Hasta ahora nos queda la duda de si fue porque estaban desbordados de trabajo atendiendo a los refugiados in situ —en Grecia, Italia o Turquía— o porque en el fondo sabían que esas 6.000 personas nunca iban a tocar suelo español.