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Dios es mi arquitecto

Justo Gallego, el hombre que construye una catedral con sus propias manos, cumple 90 años.
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Vista desde lejos, la catedral de Justo Gallego parece un pastel de cumpleaños para Dios. Es una iglesia enorme, majestuosa, descomunal, y Justo Gallego es un nonagenario que la viene construyendo a solas desde 1961 en Mejorada del Campo, el municipio madrileño donde se estrelló el avión en el que murieron Ángel Rama, Manuel Scorza y Jorge Ibargüengoitia en 1983.

El día en que estuve allí eran las siete de la mañana de un miércoles de otoño. La noche anterior había llovido a cántaros y la catedral aún no tenía las ventanas completas. En algunas partes había unos agujeros donde Gallego sueña con que algún día habrá unos ventanales con vidrios de colores, pero ese día todavía le faltaban los vidrios. Unas fuertes corrientes de aire se colaban en el templo. Había charcos por todos lados, hacía frío y él estaba de mal humor. Agobiado de trabajo, preocupado por no poder acabar su catedral a tiempo, pero sobre todo de muy mal humor.

Su gran problema es que desde que un día empezó a cavar las zanjas para las columnas de su templo, casi todo el trabajo ha tenido que hacerlo solo. A veces ha recibido la ayuda de uno que otro voluntario, pero sin ingenieros ni albañiles. Sin grúas ni mezcladoras de cemento. Con poco dinero.

El segundo problema es que es un hijo de campesinos que no tiene estudios en arquitectura ni en nada parecido. Es un labriego —como le gusta que lo llamen— que lleva más de cinco décadas construyendo una iglesia por el puro amor a Dios, a la Virgen del Pilar y a su madre, su santísima trinidad.

El tercer problema es que ha construido su catedral sin planos y ningún arquitecto se atreve a firmarla como suya, así que es una edificación sin documentos legales. Por último, está este cuarto problema: Justo Gallego está por cumplir noventa años y todos sus vecinos están convencidos de que no le alcanzará la vida para terminarla.

Cuando lo saludé, Gallego recogía unos cubos y los colocaba debajo de cada gotera, en lo que algún día será el altar mayor. Luego salió al patio y se dirigió hacia el baptisterio, uno de los edificios que entonces le servía de depósito de leña, fierros y pedazos de mármol. Una vez allí, eligió unos troncos secos y cubrió los demás con una manta de plástico. Después regresó a la iglesia, acomodó los leños sobre una carretilla de albañil y enciendió una fogata.

Todo esto lo hizo en silencio y a una velocidad de vértigo que ponía a prueba sus huesos de bisabuelo frágil y quebradizo. Mientras los leños empezaban a arder, buscó un escobillón y barrió el agua hacia la calle. Cada año le ocurre lo mismo cuando se inicia la temporada de lluvias: su trabajo de constructor solitario se vuelve más lento y complicado.

Las lenguas de fuego de la fogata eran hermosas. Gallego se sentó enfrente, sobre un cubo puesto boca abajo, sosteniendo sobre las brasas un tazón de metal enlozado. Era agua con azúcar, su desayuno, junto con un trozo de pan que mordía de vez en cuando y masticaba con lentitud.

Se le veía más viejo y delgado que como lo había visto en los periódicos y en la televisión. La cara flaca y afilada, la frente y los pómulos huesudos, las mejillas hundidas. Las ropas le bailaban a pesar de que ese día se había puesto cinco prendas, una sobre otra: una camiseta de algodón, una camisa de manga larga, un delantal azul, otra camisa y una chaqueta polar de botones rota por los codos. También llevaba una bufanda roja y una gorra marinera del mismo color, lo que le daba un aspecto de pescador en tierra y lo asemejaba a Jacques Cousteau, aquel viajero francés de los documentales submarinos. Aun así, si uno se hubiese cruzado con Justo Gallego por la calle, habría pensado que era un anciano sin casa y no un hombre que ha dedicado la mitad de su vida a construir una catedral sobre un terreno de su propiedad de más de mil metros cuadrados.

Se le veía pobre. Solo. Y cansado, aunque no lo estuviese.

­—¿Desanimarme yo? ­—me preguntó en voz alta, interrumpiendo su desayuno.

Eran sus primeras palabras esa mañana. Después se levantó, caminó hacia un rincón donde estaban los interruptores eléctricos, conectó un enchufe, y mientras empezaban a oírse las voces del noticiero de una radio colgada de un andamio, siguió hablando, en voz aun más alta:

­—Un cristiano no se puede desanimar. Un cristiano que se desanima es porque se arrepiente de su fe, ¡y entonces no es hijo de la luz, sino hijo de las tinieblas!

Gallego volvió a sentarse sobre el cubo. Además de la radio, había encendido un calentador eléctrico, uno de esos con filamentos al rojo vivo. En la radio repetían con insistencia las palabras del Papa. Era una emisora católica. Gallego echó la espalda hacia atrás, cerró los ojos y se cubrió la boca con una mano, como si quisiera concentrarse en las noticias. O como si ya no quisiera hablar.

Detrás de él, en un gigantesco andamio que llegaba hasta la cúpula mayor de la iglesia, había un cartel escrito por él con ortografía de escolar:

“Les agradeceria no puedo ablar. La afonia.”

Era una advertencia para las decenas de personas que llegan cada día a conocerlo y fotografiar su catedral. Desde que hace años una bebida para deportistas de la Coca Cola lo eligió como icono publicitario, un fin de semana pueden visitarlo unos quinientos peregrinos. Llegan de Madrid, de otras ciudades de España, de Japón, Alemania y Canadá. La mayoría no recuerda que el municipio donde se construye la catedral se llama Mejorada del Campo. Lo llaman “el pueblo de Justo Gallego”.

­—La única medida del amor a Dios es amarlo sin medida —volvió a decir de pronto, sin abrir los ojos.

Sus palabras eran calmadas pero vigorosas, hechizadoras y hechizadas. Justo Gallego no conversaba conmigo. Pontificaba:

—Ya lo dice la cristiandad: si tú edificas sobre la roca, así vengan los vientos y las tempestades, no podrán destruirte. Pero aquél que no tiene la roca de Cristo en su corazón, ése se desanima, se desmorona, cae en las tinieblas. No pararé de edificar mi obra hasta el fin del mundo, entre otras cosas porque fue el ejemplo que me dejó mi madre.

El noticiero radial dio la hora, ocho y media, y Gallego se incorporó con violencia de su asiento:

­—¡El Toni! —gritó—. ¿Dónde está el Toni? ¿Dónde se ha metido este niño?

El Toni era Antonio Rey, un muchacho, ferretero de oficio, al que Gallego pagaba 500 euros al mes para que cada mañana se ocupara de las labores más pesadas: llevar las estructuras de fierro y las bolsas de cemento hacia la plataforma más alta del andamio.

Cuando por fin apareció el Toni por allí, despeinado, somnoliento, con aire de haber pasado una buena mala noche veinteañera, Gallego lo recibió con otro grito que sonó a bíblica reprimenda:

­—¡No traigas el diablo a esta casa!

Estaba enfadado, sí, pero no eran la lluvia ni el retraso de su ayudante el motivo de su mal humor. La verdadera razón estaba a punto de entrar por la puerta de la catedral: una productora de TV que había quedado en visitarlo ese día para persuadirlo de grabar un documental. Ya un día antes Gallego había negado una entrevista a uno de los principales diarios españoles.

—¿Cuánto me vais a pagar? —les preguntó a los reporteros cuando ya empezaban a tomarle fotos.

Los periodistas hicieron las consultas del caso y al parecer le respondieron que nada, o una cantidad insuficiente para él.

—Váyanse —les dijo—. Tengo demasiado trabajo y no tengo tiempo para perderlo en entrevistas.

Más tarde, conversando con un dependiente de una lavandería que a menudo se cae por el templo para echarle una mano, Gallego explicó por qué se ha vuelto tan hosco con la prensa. Dijo que cada reportaje le hacía perder muchas horas, a veces días enteros de trabajo, y a cambio no recibía nada. Mejor dicho: nada que lo ayudase realmente a terminar su iglesia.

De modo que en ese momento, mientras la productora de TV aparcaba su camioneta, Gallego corrió a esconderse en el baptisterio, la cripta subterránea o hacia quién sabe dónde. Al cabo de un rato la mujer y él regresaron juntos, conversando a los gritos. La productora le decía que era una buena noticia que un canal de TV quisiera donarle 300 euros a cambio de un documental. Que no lo hiciera por él, sino por su catedral. Él: que la catedral necesita más dinero. Y ella: que le daría 500, una parte incluso de su bolsillo.

Entonces Gallego se detuvo en medio del templo y con toda la furia que puede expulsar un hombre de noventa años, le soltó:

—¿Que no me ha entendido? ¡Váyase! ¡No me interesa su dinero!

—Pero entienda…

—¡Lárguese! ¡Fuera de aquí! ¡Váyase de una vez y no vuelva más!

El dinero no es un tema secundario en la historia de la catedral de Justo Gallego. Dice el primer mandamiento católico: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Pero amar a Dios a veces puede resultar demasiado caro. En el ayuntamiento de Mejorada del Campo hay un mapa que muestra cómo era el pueblo antes de que Gallego empezara a construir su iglesia: sus padres eran dueños de varias hectáreas de campos agrícolas, dentro de las cuales el terreno que ahora ocupa la catedral era apenas un punto minúsculo. Esto confirmaría lo que él mismo me dijo: que vendió su parte de la herencia para poder construirla.

 

Gallego me contó que alguna vez quiso ser sacerdote. Huérfano de padre a los diez años y único hombre entre dos hermanas, me dijo que su madre lo animó a ingresar a la orden cisterciense. En los colegios se cultivaba una especial adoración a la Virgen María y en Mejorada del Campo la noticia que emocionaba a los vecinos era una pareja de cigüeñas que había construido su nido en el campanario de la capilla mayor. Pocos años después, sin embargo, Gallego enfermó de tuberculosis y eso le provocó una depresión tan honda que él la llama “su temporada en las tinieblas”.

Hasta que vio la luz. La luz, explicó, era encontrar una nueva forma de amar a Dios. En sentido práctico, construir su catedral.

Fernando Savater sostiene que la mayor prueba de amor que uno puede dar es querer de todo corazón que la persona amada no se muera nunca, que no desaparezca, que sea inmortal. ¿Cómo se puede demostrar el amor a un ser como Dios que por definición ya es eterno? Quizá construyendo en su nombre algo que también sea eterno: una fe, una iglesia. Una catedral.

La catedral de Gallego tiene una fachada de muchos colores. Como la ha construido con materiales que iba consiguiendo en distintas épocas, parece uno de esos récords Guinness de edificios hechos por un niño con piezas de juguete, sólo que a escala de gigantes.

La tarde anterior, un visitante que quería alabar su obra le dijo en voz alta:

—Es increíble que haya fabricado todo solamente con escombros.

Antes de que pudiera continuar, Gallego le corrigió:

—¡Con escombros, jamás! Con cosas buenas, pero que nadie quiere.

Quizá la mayor prueba de que Gallego es un artista del reciclaje son los ventanales y las columnas de la fachada. Para lograr la redondez de las ventanas, empleó de molde aros de bicicleta y neumáticos de camiones. Y para hacer las columnas del baptisterio que está a la derecha de la entrada principal, utilizó barriles de ácido arsénico made in China. Él mismo explica cómo lo consiguió: ponía un barril y vaciaba el concreto. Esperaba que se secara, colocaba encima otro barril, y así. Todavía se pueden ver las huellas de los barriles, pues las columnas están formadas por varias piezas cilíndricas con junturas en bajo relieve. Además, no son totalmente rectas.

Gallego no es arquitecto ni albañil ni carpintero, pero muchos están convencidos de que es un artista de vanguardia.

En octubre del 2003, el Contemporary Art Center del museo MoMa de Nueva York organizó The Real Royal Trip, El real Viaje Real, una exposición de los mejores artistas de la nueva plástica española. Y aunque Gallego no viajó al museo neoyorquino a presentar su catedral, sí permitió que la fotografiaran y dio un testimonio de su obra que fue traducido al inglés y colgado al lado de las fotos. Harald Szeemann, el comisario de la exposición, escribió en la página 102 del catálogo: “Don Justo transforma sus creencias imperturbables en su lugar de veneración. También en el nuestro”.

Pero ni la exposición ni los elogios de Szeemann aumentaron las donaciones para su catedral. A lo mucho lograron que la fama de Gallego se expandiera por Europa y Estados Unidos y, con ella, la cantidad de personas que empezaron a buscarlo. La RAI le envió billetes de avión para que fuese a Roma a grabar un programa íntegramente dedicado a su iglesia. También lo visitaron de la BBC y la Weltspiegel alemana, de The New York Times y The Sunday Star de Canadá, además de la prensa española y de sus vecinos de Mejorada del Campo, que se sentían muy emocionados ante la súbita reputación artística de Gallego.

A estas alturas ya hay en el mundo más de media docena de documentales sobre su catedral, incluyendo el de un cineasta mexicano titulado El labriego que creyó en Dios.

El documentalista mexicano es José Pedroza Sierra, quien recuerda que cuando llegó a conocer a Gallego éste aún podía trabajar tranquilo, sin los centenares de visitantes que recibe ahora. “Supongo que le hizo gracia que yo viniese de México”, me escribió por email, y quizá por eso lo dejó pasar tres semanas a su lado charlando sobre la biografía de algunos santos, la Guerra Civil y el dinero español que —le dijo Gallego— “fue a parar a México y a Rusia” en esos años de guerra.

Por entonces Gallego aún no había techado la cúpula de su catedral y estaba apurado por cubrirla con lo que fuera, antes de que cayesen las lluvias y le echaran a perder un verano de trabajo. Cierto día, recuerda Pedroza, Gallego “estuvo a punto de corrernos de allí”, en parte porque ya tenía la convicción de que muchos lo perseguían sólo para ganar dinero a costa de su obra.

Dinero. Después de su catedral, o mejor dicho, debido a ella, la segunda obsesión de Gallego es conseguir dinero.

A diferencia de esa máxima empresarial que dice “time is money”, en su empresa divina ocurre al revés: el dinero es tiempo. El tiempo que le queda a sus noventa años. El tiempo que le falta.

 

Alguna vez a Gallego lo llamaron Loco. “El Loco de la Catedral” se tituló el primer reportaje que le dedicó la prensa española allá por finales de los 70. Aquella mañana, 35 años después, la gente que llegaba a conocerlo lo veía más bien como una especie de santo en vida.

Hacia el mediodía, de un quiosco de frutas y verduras Juan Ramón Flores le envió una sandía. Era el almuerzo de Gallego: una sandía regalada y un racimo de uvas. Flores me contó que era un estudiante de telecomunicaciones cuyo pasatiempo consistía en cultivar hortalizas y venderlas en la calle a sus vecinos. También dijo que la casa donde había puesto su quiosco se la había comprado su padre a Gallego hacía más de 30 años, cuando la catedral apenas se elevaba unos metros del suelo. “Con ese dinero compró varios millares de ladrillos a una constructora que hasta hace poco le vendía muy barato los lotes que salían fallados.”

Flores era demasiado joven para haber sido testigo de los inicios de la iglesia, pero no tanto como para no acordarse del pasatiempo que compartía con sus amigos del colegio. Al salir de clase, me dijo, muchos chicos de Mejorada del Campo corrían a ayudar a Gallego. Lo hacían a la voz de: “Vamos donde el Loco de la Catedral”. Era como un juego, una diversión infantil.

También Alejandra Martínez pensaba que los afanes de Gallego eran un juego. Cosas de loco, recuerda que decían los vecinos del pueblo cuando lo veían salir en bicicleta de su casa a las 6:30 de la mañana, pasarse el día entero cavando zanjas, comer tan sólo unas verduras, agua y pan, y regresar al anochecer con manchas de tierra y sudor en la cara.

—¿Quién podía pensar que veríamos este milagro? Porque es un milagro lo que ha hecho Justo. Un orgullo para este pueblo.

Alejandra Martínez era la dueña de un café situado a unos 50 metros de la catedral, en medio de un parque. Incluso se podría decir que la dirección de los dos locales era la misma: calle Antonio Gaudí, esquina con Santa Rosa de Lima. El arquitecto que diseñó la Sagrada Familia y la santa peruana que hizo de la autolesión y de los peores martirios corporales una demostración de amor a Dios.

Para la dueña del café, la catedral de Gallego había supuesto también la celebridad de Mejorada del Campo y la repentina llegada de miles de turistas. Algo que, como iba a comprobar en unos minutos, entorpecía aun más el trabajo de Gallego.

Quizá porque era la hora del almuerzo, y pese a ser un miércoles cualquiera, dentro de la catedral se había armado un alboroto. Debía de haber unas cuarenta personas allí. Gallego se esforzaba por recuperar su rutina, le daba órdenes al Toni, pero se le veía abrumado, ya no de mal humor. Uno de sus donantes/proveedores había llegado con una veintena de enormes planchas de metal de 125 kilos cada una, y Gallego se rascaba la cabeza como tratando de imaginar la forma de levantarlas en peso hasta colocarlas en su sitio.

Al mismo tiempo, una mujer de unos 60 años le decía con voz piadosa:

—Es usted un santo, don Justo. ¡Un santo! Dígame, ¿es verdad que no hizo planos para construir su catedral?

Gallego la miró durante varios segundos como si le costara entender la pregunta, y al final señaló su garganta y el cartel del andamio. La mujer asintió con la cabeza y se dirigió hacia un improvisado altar que habían montado los fieles con velas y estampas de santos. Allí, anotó en una hoja de cuaderno: “Esta obra en la Tierra será un orgullo en el cielo”. La sujetó con un clavo sobre un tablón que contenía decenas de mensajes similares y siguió recorriendo la iglesia.

En una hora, más de 70 personas habían cruzado la puerta de la catedral. Una joven pareja con un bebé en brazos esperaba que la pequeña muchedumbre se fuera para pedir un favor especial. Habían viajado desde Zaragoza sólo para conocer la catedral y ayudar a su construcción con un simbólico donativo de seis euros. Se habían tomado fotos delante la fachada; adentro, en el altar mayor, y abajo, en el sótano-cripta. Pero todavía les faltaba algo.

—Don Justo —lo llamaban con timidez—. Don Justo. Don…

Estaba por cumplirse la jornada laboral del Toni y Gallego le había pedido que antes de irse lo acompañara a recoger unas bolsas de cemento. No hacía mucho, un ex alcalde de un pueblo vecino le había regalado una 4x4 Land Rover verde. Gallego sabe conducir desde que era niño, cuando su padre murió y él, “como único hombre en la casa”, no sólo heredó sus tierras, sino también sus labores de jefe de hogar. De modo que corrió a encender la 4x4 y con rápidas y hábiles maniobras la aparcó en el umbral de la entrada. En ese momento, la chica de la pareja levantó al bebé de las axilas, lo alargó hacia Gallego, y le dijo:

—Por favor, coja a nuestro niño.

El bebé se puso a llorar.

—Estoy sucio —dijo él.

—Bueno, entonces una foto.

Se pusieron los cuatro juntos, el bebé muy pegado a Gallego, llorando, y un peregrino que había seguido el episodio de cerca se ofreció a coger la cámara y hacer clic. De inmediato Gallego encendió la radio del vehículo en su acostumbrada estación católica y se marchó con el Toni.

La catedral quedó abierta, libre para el que quisiera entrar.

 

Por esos días, había una especie de “fiebre Justo Gallego”. Una devoción popular del tamaño de una catedral. Cada semana llegaban decenas de emails al ayuntamiento de Mejorada del Campo. Como éste: “Hola, soy estudiante de arquitectura en Valencia y quisiera saber si lo de la Catedral de Justo es verdad o no. Si fuera cierto, me gustaría organizar un viaje con nuestro profesor de historia al pueblo”. O éste, enviado por José Ángel Bueno: “Ruego legalicen la iglesia de Justo ya que su pueblo se está haciendo mundialmente famoso gracias a él. Estuve la semana pasada en Londres y todos lo conocían”. U otro más, del psicólogo Carlos Álvarez González: “Hoy me he enterado de que la Catedral de Justo Gallego es real y me parece uno de esos retos y proyectos humanos sin parangón, increíbles, que merecen ser reconocidos por todos”.

El boom empezó en junio del 2005. Aquarius, la bebida de Coca Cola dirigida sobre todo a deportistas deshidratados, lanzó su campaña de verano en España con un spot de 46 segundos dedicado a la catedral. Primero aparecía Gallego pedaleando en su bicicleta por las calles de Mejorada del Campo; debajo, una sobreimpresión remarcaba su edad: “Ochenta años”. Luego, mientras una voz en off explicaba quién era el anciano en escena, Gallego daba detalles de su obra: que tiene unos 50 metros de largo por 20 de ancho, que la cúpula había alcanzado los 35 metros de altura y que él era sencillamente un labriego, etc. La voz en off volvía a remarcar: “Sin apoyo oficial de ningún tipo”. El spot duraba lo suficiente para ver a Gallego trabajando sin arnés en lo alto de la cúpula, soldando los barrotes de las ventanas y caminando como un equilibrista sobre las planchas de uralita que cubrían el altar mayor. Debajo, otra sobreimpresión: “Recicla latas, ladrillos rotos, ruedas de bicicleta”. El momento cumbre llegaba cuando la voz en off preguntaba: “¿No es maravilloso? El ser humano es impredecible»”, y Gallego, primer plano, sonrisa de abuelo, contestaba: “A que sí”.

Después de volver con el Toni trayendo los sacos de arena y de acomodarlos en un rincón del templo, Gallego hizo una pausa para —por fin— almorzar. No se sentó: lo hizo de pie, cortando los trozos de sandía y llevándoselos a la boca directamente de la punta del cuchillo. Alternaba los bocados con uvas: sandía, uvas; uvas, sandía.

—Don Justo —le pregunté—, ¿de verdad no hizo planos antes de edificar su iglesia?

­—Yo no pierdo el tiempo dibujando papeles. A mí lo que me interesa es la obra.

Luego se quedó un rato en silencio, mientras daba cuenta de un trozo de sandía.

—Los planos los tengo aquí —añadió, y se llevó un dedo a la sien.

­—¿En qué se inspiró?

—En mi madre. Era una mujer muy devota, y desde que murió mi padre lo único que he hecho ha sido respetar lo que la madre me enseñó.

—Pero arquitectónicamente, ¿de dónde tomó el modelo?

—De muchas partes, oiga. Las torretas las copié de los castillos medievales. La cúpula es del neoclásico español, como la Basílica de San Francisco el Grande, aunque también me apetecía que se pareciera al Capitolio de Washington. El ábside del altar es románico, y la fachada es como la de la Casa Blanca, en Estados Unidos.

—¿Cómo sabe tanto de arquitectura?

—¡Jo! ¡Vaya pregunta! Porque sé, pues. Porque tengo libros. Y tengo dos ojos.

Eran las seis de la tarde y, a pesar de que no había seguido lloviendo en Mejorada del Campo, un viento helado se colaba en el templo y ondeaba los cabellos blancos de Gallego. Se había quitado la gorra de marinero para posar junto a una familia que acababa de llegar de Mallorca. No sonrió ante la cámara, pero se le veía sereno, quizá satisfecho con lo que había avanzado ese día, una jornada con pocos visitantes a causa del mal tiempo. La temporada de lluvias complica su trabajo de constructor, pero beneficia su soledad.

—¿Cuánto cree que tardará en terminar su catedral? —le pregunté.

—¿Cómo voy a saberlo? —suspiró—. Con dinero terminaría rápido, como esos edificios que se hacen en Madrid: unos pocos meses, y venga, a vivir todos. Pero sin dinero, ya ve: llevo más de cincuenta años en esto.

—¿Trabaja todos los días del año?

—Cada día, excepto los domingos, que voy a misa.

Mejorada del Campo forma parte del corredor aéreo del aeropuerto de Barajas. Muchos de los aviones que despegan o aterrizan en Madrid sobrevuelan apenas por encima de los techos de este pueblo sin cine pero con dos parroquias y un coliseo de toros, hoy con una catedral.

Dos días antes, un peregrino le había preguntado a Gallego si no había tenido ningún accidente en todo el tiempo que llevaba construyendo la catedral. “El único accidente que ha habido por aquí fue un avión que se estrelló en 1983”, le contestó. Se refería al vuelo 11 de Avianca en el que además de Rama, Scorza e Ibargüengoitia, murieron Marta Traba, Rosa Sabater y otros escritores, músicos y críticos que viajaban a Bogotá a participar en el Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana.

—¿Qué hora es? —preguntó de golpe Gallego.

—Siete menos cuarto.

Hora de volver a casa. Mejor dicho, hora de poner cada cosa en su sitio: herramientas con herramientas, vidrios con vidrios, cubos con cubos, las velas encima del altar.

Frente a una de las entradas del templo había una enorme alcancía de metal donde él había escrito: “Donativos, gracias”. Gallego abrió el candado y extrajo una bolsa transparente con monedas y unos cuantos billetes; alguien había arrojado también un pendiente de plástico con la figura de un delfín verde. Después guardó la bolsa del dinero en un morral de lona, sin contarlo previamente, y se ató el talego al brazo con una cuerda.

—Nos vamos —dijo, y cogió su bicicleta con marcas de soldaduras en las uniones.

—¿Con quién vive?

—Con mi hermana mayor.

—¿Puedo acompañarlo a su casa?

—No.

Ya había empezado a pedalear y estaba por perderse tras una esquina.

Ésta es mi casa. A la casa donde vivo con mi hermana no viene nadie.

 
Fotografías de José J. Martín Espartosa.