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"El Antojito"

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Salí del metro más allá de la Puerta del Ángel, en el Alto de Extremadura. Estaba oscuro y lloviznaba. Tomé por una calle empedrada, con chalets a ambos lados, y, pues caminaba con rumbo semidesconocido, empecé lo que me pareció una suerte de descenso hacia el misterio. Al fin, di con “El Antojito” (calle de Magín Calvo, 23), que imaginaba como poco menos que un antro elitista al estilo del “Silencio” de David Lynch en París, tan bien descrito por Miguel Mora en un memorable artículo. Bajé las escaleras y me encontré al fin en el minúsculo cabaret, donde había programada una velada de danza del vientre. La clientela se me antojó un poco rara, en el sentido de que no se veían por allí perfiles bagdadíes, ni a nadie tocado con fez, ni uniformes coloniales, ni viejos rijosos ni, por descontado, cabareteras.

La verdad es que, ante mis ojos de profano e ignorante de las últimas tendencias en danzas nilótidas, todo se parecía más a una clase de aerobic aromada con incienso y estética “grunge” hasta que apareció la rotunda Amber Dratz para dejar bien sentado que aquello que estábamos viendo era un Oriente de cartón piedra, pero de cacha indudablemente firme.

Ancha como un desierto, irreprochablemente torneada, pómulos felinos, en torno a su ombligo bronceado en California giran, suben, bajan, vibran, oscilan y se ondulan en sugerente impostación toda la inquietud geopolítica, el potencial energético y el carisma erótico reprimido de la Península Arábiga. Viéndola contonearse mientras fruncía y alegraba el rictus poniendo a contribución las cejas del contramuslo, el rímel de la cadera, el pintalabios de la nalga, el lunar de la mesopotámica pantorrilla o las pestañas del canalillo entre las ubres, Ramón Gómez de la Serna hubiera escrito, inspirándose en ella, tantas greguerías como le inspiraron todas las hembras del mundo del circo juntas. Si aquellas eran prototipos de mujer asalmonada, Amber Dratz es la mujer greguería, la greguería danzante, la utopía de un mundo islámico que no reniega del jamón ni el solomillo con guarnición de cascabeles.

Terminado su baile, apuré la copa, me puse la chaqueta y me fui.

Dicho queda. ¡Adiós, Amber, irreal y arquetípica montaña alibabesca!