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El club de Charlie

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Un individuo llamado Craig Stephen Hicks ha acabado a tiros en una localidad de Carolina del Norte con las vidas del estudiante de odontología Deah Shaddy Barakat, su mujer y su cuñada. ¿Por qué? Pues porque eran musulmanes, hombre. Ellas llevaban un pañuelo en la cabeza, lo cual vulnera descaradamente los derechos humanos. Las víctimas habían cumplido veinticuatro, veintiuno y diecinueve años respectivamente y, a escala planetaria, su involuntaria partida de este mundo no ha conmocionado mucho que digamos. No se tiene noticia de que los líderes mundiales estén haciendo las maletas para participar en una gran manifestación en memoria de los muertos. Mucho menos se escucha que a éstos vaya a serles concedido el Nobel… Omisiones que son de comprender, pues, en primer lugar, los asesinados no dan juego mediático. Era gente normal, que no consagraba sus esfuerzos a azuzar el odio interreligioso o las querellas interétnicas mediante la blasfemia, la difamación o el insulto propagados desde un medio de comunicación. Es decir, convertirlos en mártires de la libertad de expresión requeriría la contratación de un montón de carísimos asesores de imagen.

A esto se suma que Hicks no sólo es blanco, ateo y militante antirreligioso. Por si fuera poco, Hicks forma filas –lo ha declarado su propia mujer– en defensa del matrimonio gay y del aborto. Al muchacho, en fin, no le falta detalle. Lo tiene casi todo para encarnar la Suma Perfección sobre dos patas. Hicks, en resumen, pertenece al lado correcto. Es uno de Ellos. Es de los buenos. Incluso mantiene una web repleta de soflamas a favor del ateísmo y en contra de la religión. El asesino, en resumidas cuentas, no es más que el cachondo de Charlie Hebdo que, en un momento de atolondramiento y ofuscación, ha llevado un pelín lejos su onanístico amor a la libertad de expresión y, sin darse cuenta de lo que hacía, ha empuñado la pistola en lugar del rotulador. Si lo analizamos correctamente, esto no ha sido más que el chiste de siempre de Charlie, sólo que con un formato más interactivo, llevando la viñeta hasta sus últimas consecuencias humorísticas, es decir, hasta las mismas narices del hombre de la calle. A cualquiera le puede suceder. ¡Son arrebatos! ¡Hay que entenderlo!

Así que ya están los medios arropando las espaldas a Hicks, asegurando que existen dudas sobre su salud mental y tal y cual, especulando sobre si el desencadenante de los crímenes no habrá sido un tira y afloja subido de tono por un problema de aparcamiento... Se insiste en que no conviene obsesionarse con una sola pista –la del odio antirreligioso– y en que el verdadero debate es el de si no existirá en Estados Unidos demasiada permisividad a la hora de que cualquiera compre un arma de fuego. Así, todos –no sólo el pobre Hicks– podemos ser culpables y se podrá pasar cuanto antes página, que diría Obama. Cuanto antes el pobre Hicks se encuentre relajado y bien atendido en una excelente clínica, mejor para su desconsolada familia y para todos. ¿Verdad?

El único fallo que detecto en este guión es que, la verdad, no recuerdo que con motivo de los atentados de París ningún medio divagara sobre lo fácil o difícil que sea hacerse con una pistola en la capital francesa, ni acerca de la salud mental de los asesinos. Hay que cuidar esos detalles, pues los enemigos de la libertad podrían sacar, en el momento oportuno, detestable partido de ellos. Por lo demás, todo en orden. No veo que ningún despistado se haya apresurado a colgar en los muros de Facebook cartelitos proclamando: Je suis Deah Shaddy Barakat. Y es que hay que apoyar a los de casa, y ser Deah Shaddy Barakat no mola. Mola más ser de los buenos, ser Charlie Hebdo, ser Hicks.

O vete a saber, a lo mejor es que el tema ha pillado a los internautas compulsivos en un momento en que su salud mental no rulaba del todo. Cualquiera puede tener un mal día. Así que no seamos malintencionados y, sobre todo… ¡No nos centremos en una sola pista!

De todos modos, queda claro que eso del rotulito de Je suis… está reservado sólo para los momentos VER-DA-DE-RA-MEN-TE IM-POR-TAN-TES.

¡Que no se nos olvide!