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De Atocha a Toledo, en pos del Santo Grial
Voy al cine. Sí, a la antigua, como quien va a encender una lamparilla votiva al pie de un dolmen, pasando por taquilla, en una sala a oscuras y con la ilusión de quien parte en pos del Santo Grial. Me interno en la Gasta Floresta. Atocha, Magdalena, Antón Martín… Es menester memorizar bien las encrucijadas, no sea que, en un traspié, se acabe en el mismo pozo que los olvidadizos de la enseñanza de Nascián El Ermitaño (a saber: la de que el combate por la milagrosa Copa es de espiritual –y no terrenal– índole), enzarzados por mor de su desmemoria en despiadadas escabechinas a las que bautizan con el inapropiado nombre de guerras santas. “¡Prepárense para el horror de una guerra global sin fin!”… ¿No nos resuena en los oídos la advertencia de Ahron Bergman, profesor de Estudios de la Guerra en el King´s College? A mí sí, y con la contundencia con que, en El Reino de los Cielos, la espada de Godofredo choca contra la de sus enemigos.
Y hay –¡otro camino al pozo!– quien confunde el Grial con el vil metal: es la razón de que ningún niño albino se halle a salvo en África, donde sus órganos se cotizan a altísimo precio entre los adeptos a la nigromancia. ¿Qué decir de Egipto, el siempre misterioso y sibilante país del Nilo, donde no hace mucho una banda de ladrones de antigüedades degolló a un tierno infante en un ritual de magia negra a fin de propiciar el hallazgo de tesoros en las viejas tumbas? Pero dejemos Egipto, por ahora…
No sé cuánta gente habrá buscado el auténtico Grial desde 1974, año en que Bresson rodó el Lancelot Du Lac que hoy pasan en la Filmoteca. Pero es buen augurio que este sea precisamente el cuarto título de la sesión de hoy, pues no en vano, en las novelas griálicas, el cuatro es número diría yo que indicativo de que los acontecimientos narrados suceden extramuros del tiempo profano, en el intermundo sutil. ¿Acaso Nascián y Mordrain no encontraron la nave con la Espada del Extraño Tahalí justo cuarenta (4 + 0 = 4) años después de la Pasión?
Soy consciente de que no es cuatro ni viernes, día de la semana en que, en la Corte de Arturo, tienen lugar siempre las aventuras del Grial. Tampoco es víspera de Pentecostés. Nada más es jueves. Pese a ello, las señales principian a aflorar casi en cada recodo de la floresta. Paso ante la parroquia de San Sebastián, donde cristianaran y, años después, casaran a Rafael El Gallo, caballero que con tanta insistencia solía interrumpir sus faenas para salir corriendo en busca del Grial, confundiéndolo quizá con el botijo custodiado en el callejón por el ayuda. Siento un tirón pinzarme el muslo, vestigio de una antigua ciática. ¡Imposible, no pensar en la herida encajada en el susodicho por Anfortas, el Rey Pescador! Justo en ese momento, además, recibo un SMS de Frank G. Rubio: el lunes, me avisa, da Raúl Andrés en Toledo su conferencia El Grial en España. ¡Que no se pierda la loable costumbre de que un caballero avise a otros de cuándo y dónde pueda surgir una aventura!
Sigo adelante. Al vuelo, surca Atocha una urraca, ave homónima de la Infanta guardiana en su día, en León, del Cáliz del Cristo. Llego ya al mercado de Santa Isabel, donde el pescadero limpia con el agua de la manguera el mármol donde reposaba el género del día. Aún quedan –¡más ecos de Anfortas!– algunos peces. ¿Recobrarán la vida, como el del copero de Alejandro o como el resucitado junto al mar y ante Moisés por Al Khidr? Al lado, en la pollería, tres gotas de sangre brotan del pescuezo de una gallina, como del de la oca herida por la flecha de Perceval y como de la punta de la Lanza del Rey Pescador.
Al fin alcanzo el Cine Doré, Montsalvat ante el que guarda cola un puñado de esforzados caballeros. La aventura griálica dura más de dos horas y media, en francés y con subtítulos. Salimos todos bastante maltrechos, bien aleccionados sobre lo verdaderamente difícil que tenía Lancelot dar con el Grial. Fue criado por la Dama del Lago, a cuyo palacio subacuático le vemos, recién nacido, descender en sus brazos, pero después… Perseguir lo imposible exige concentración y, ¿quién la logra habiendo de soportar los monólogos existencialistas de una Ginebra sosa y lacia y yo diría que hasta medio feminista, o cómo alternarla con la impostada seriedad requerida por la tarea de asestar mandobles contra armaduras de hojalata y dejar el bosque perdido de la salsa de tomate brotada a raudales del cuello cercenado de los caballeros vencidos? Duele e impresiona, la verdad, ver a Lancelot soportar con mutismo de calzonazos esa letanía ginebrina. ¡Santo varón, Lancelot! Y ¡santos nosotros, sus émulos!
De regreso en mi cenobio, saco del cajón y despliego sobre la mesa, a la luz del pábilo, un tesoro de incalculable valor: las fotos del rodaje de Parsifal, la película de Daniel Mangrané, la del 51, la de vikingas trenzudas correteando por las laderas de Monserrat, que sigue siendo –con permiso de John Boorman– mi película griálica de culto. La protagonizó Ludmilla Tcherina, la Emperatriz Honoria de Atila, Rey de los Hunos. Y, ¿quién es esta señora que aparece en el plató, posando ante los decorados? Al dorso lo dice: “Pepita Pruna (secretaria de rodaje – script)”. ¡Ah, qué fotos, las de José del Castillo Luján!
Tengo a todo aquel magnífico reparto presente en mis oraciones cuando, horas después, me persono en la esquina de Rosales con Marqués de Urquijo. La comitiva encabezada por Frank G. Rubio –tarotista y autor del poemario de culto Donde yace Visnú– la forman tres automóviles. No está mal, tratándose de una conferencia sobre el Grial y en Toledo. No sé si la que vamos a cubrir sobre cuatro ruedas será una de las siete rutas griálicas propuestas por Juan G. Atienza en aquel libro suyo que se vendía tanto en mi niñez. Lo cierto es que no sólo mis referencias sobre las charlas de la librería Hojablanca son buenas, sino que Raúl Andrés –cuya excelente serie de ensayos sobre el Oráculo de Delfos ahí quedó– es un valor seguro cuando de Philosophia Perennis se trata. Además, ¡sin subtítulos!
Al volante de nuestro coche va Pilar Baselga, que a no mucho tardar publicará con una editorial importante una dura catilinaria contra las galerías de arte moderno. En cuanto a Frank, será –a un mes vista– el próximo orador de las veladas de Hojablanca. Presentará la tesis de Anatoliy Fomenko, un “matemático y estadístico ruso, de unos sesenta años” –Frank es muy preciso en esto de los perfiles– descubridor de que toda nuestra cronología histórica es un invento de los monjes medievales: de acuerdo con el estudioso eslavo, en realidad damos por transcurridos mil años que nunca acontecieron. Estaríamos actualmente, pues, en 1015 d. C., creo entender. Claro que Frank aún ha de terminar de leer el tocho de Fomenko antes de exponer sus inquietantes –y rejuvenecedoras– conclusiones. La verdad es que la de sesenta años me parece una edad muy apropiada para ser matemático ruso.
¡Ya se avista Toledo! La circunvalamos por los cigarrales antes de descender del coche y encaminarnos –por supuesto que cuesta arriba, como exige la demanda del Santo Grial– hacia el punto de reunión caballeresca. Pasamos ante una sucursal de la aseguradora El Ocaso, símbolo de Occidente y, pues, de la Tierra de los Muertos, del Avalon donde Arturo y Ginebra descansan. Localizamos al fin Hojablanca y descendemos los peldaños conducentes a la abarrotada cripta. Raúl Andrés comienza recordando que todo esto surge a raíz del encuentro en Toledo de un manuscrito del mago Flegetanis, que habría leído en las estrellas el misterio del Grial. ¿Cómo explicar que, con los lentísimos y escasos medios de comunicación existentes en el siglo XII –o el II, si seguimos a Fomenko– el mito griálico se expandiera de punta a punta de Europa en apenas unos años? Pues porque hubo de empeñarse en ello, señala el orador, gente de mucho peso. A su lado, Javier Manzanera alza la ceja con aprobación cuando le escucha decir que, según algunos, el Preste Juan era de Salamanca. Sigue Raúl Andrés la faena sobre la diestra y con ayudados por alto acordándose de Guénon, el Agarttha y Parsifal para, en el pase de pecho con que cierra la primera tanda con la zurda, lanzarnos la primicia de que el último Preste Juan oficial de la historia, S. M. I. Haile Selassie de Etiopía, encontrándose de visita en España, pidió al Príncipe D. Juan Carlos poder ver –y recibir una copia– del Grial custodiado en la Catedral de Valencia. ¡Olé los buenos aficionados!
El tiempo aprieta y pasamos al coloquio. Un caballero de luenga guedeja pone el dedo en la llaga cuando, en su turno, se lamenta a viva voz:
–Sabemos, pues, que el Grial se ocultó, que fue llevado a Oriente. Pero la historia… ¡Ah! ¡La historia ha seguido adelante! ¿Qué hacer, pues, si perteneces a la Milicia del Grial, pero has nacido en esta época? ¿Qué hacer?
La pregunta queda en el aire, sobre todo porque el librero tiene que cerrar. Pero esa es la cosa: qué hacer.
Tras unas cañas de hidromiel en una tasca cercana, el reloj de la torre marca la hora del retorno. De nuevo al volante, Pilar exclama:
–¡La gente está ansiosa de espiritualidad! ¡Ansiosa de lo invisible!
Puede ser… A mi lado, en el asiento trasero, va Luisa. Omito su apellido por razones de seguridad, pues –nos cuenta– guarda en su casa, en el barrio de Argüelles, un TimeWaver, una máquina fabricada de acuerdo con los principios de la física cuántica y de la que sólo hay tres en toda España. No me queda muy claro en qué medida sería la máquina deudora de Einstein y hasta qué punto de la ouija. El caso es que basta con que lo toques para que el ingenio dictamine sobre tu pasado –incluida tu herencia ancestral– y tu porvenir de modo que, más o menos, se te arregle la vida. Una especie de panacea o Grial de nuestro tiempo, en suma. Al menos, a mí me recuerda bastante a la nave donde surca las aguas la Espada del Extraño Tahalí, si bien parece que en formato más tirando a microondas. La verdad es que últimamente me van un poco mejor las cosas, y no descarto que sea por vivir en la zona, es decir, cerca de la máquina.
Cuando le digo que a ver si me la enseña un día, se sume en un enigmático silencio, casi nirvánico, como el atribuido por Panikkar al Buddha. Quizá todavía no soy digno. Quizá se me ha permitido atisbar el Grial, pero no he formulado la pregunta adecuada. Otro día lo averiguaré. Es ya de noche y he de ir a casa, a velar armas en el patio. Ya me queda poco para divisar mi portal cuando me cruzo con Tom Kallene, de cuyo hombro cuelga, en su estuche, una katana.
–Vengo de mi clase de espada japonesa– saluda.
¿Será la Espada del Extraño Tahalí?
¡Dios mío! ¡Esto no acaba nunca!
De Atocha a Toledo, en pos del Santo Grial
Voy al cine. Sí, a la antigua, como quien va a encender una lamparilla votiva al pie de un dolmen, pasando por taquilla, en una sala a oscuras y con la ilusión de quien parte en pos del Santo Grial. Me interno en la Gasta Floresta. Atocha, Magdalena, Antón Martín… Es menester memorizar bien las encrucijadas, no sea que, en un traspié, se acabe en el mismo pozo que los olvidadizos de la enseñanza de Nascián El Ermitaño (a saber: la de que el combate por la milagrosa Copa es de espiritual –y no terrenal– índole), enzarzados por mor de su desmemoria en despiadadas escabechinas a las que bautizan con el inapropiado nombre de guerras santas. “¡Prepárense para el horror de una guerra global sin fin!”… ¿No nos resuena en los oídos la advertencia de Ahron Bergman, profesor de Estudios de la Guerra en el King´s College? A mí sí, y con la contundencia con que, en El Reino de los Cielos, la espada de Godofredo choca contra la de sus enemigos.
Y hay –¡otro camino al pozo!– quien confunde el Grial con el vil metal: es la razón de que ningún niño albino se halle a salvo en África, donde sus órganos se cotizan a altísimo precio entre los adeptos a la nigromancia. ¿Qué decir de Egipto, el siempre misterioso y sibilante país del Nilo, donde no hace mucho una banda de ladrones de antigüedades degolló a un tierno infante en un ritual de magia negra a fin de propiciar el hallazgo de tesoros en las viejas tumbas? Pero dejemos Egipto, por ahora…
No sé cuánta gente habrá buscado el auténtico Grial desde 1974, año en que Bresson rodó el Lancelot Du Lac que hoy pasan en la Filmoteca. Pero es buen augurio que este sea precisamente el cuarto título de la sesión de hoy, pues no en vano, en las novelas griálicas, el cuatro es número diría yo que indicativo de que los acontecimientos narrados suceden extramuros del tiempo profano, en el intermundo sutil. ¿Acaso Nascián y Mordrain no encontraron la nave con la Espada del Extraño Tahalí justo cuarenta (4 + 0 = 4) años después de la Pasión?
Soy consciente de que no es cuatro ni viernes, día de la semana en que, en la Corte de Arturo, tienen lugar siempre las aventuras del Grial. Tampoco es víspera de Pentecostés. Nada más es jueves. Pese a ello, las señales principian a aflorar casi en cada recodo de la floresta. Paso ante la parroquia de San Sebastián, donde cristianaran y, años después, casaran a Rafael El Gallo, caballero que con tanta insistencia solía interrumpir sus faenas para salir corriendo en busca del Grial, confundiéndolo quizá con el botijo custodiado en el callejón por el ayuda. Siento un tirón pinzarme el muslo, vestigio de una antigua ciática. ¡Imposible, no pensar en la herida encajada en el susodicho por Anfortas, el Rey Pescador! Justo en ese momento, además, recibo un SMS de Frank G. Rubio: el lunes, me avisa, da Raúl Andrés en Toledo su conferencia El Grial en España. ¡Que no se pierda la loable costumbre de que un caballero avise a otros de cuándo y dónde pueda surgir una aventura!
Sigo adelante. Al vuelo, surca Atocha una urraca, ave homónima de la Infanta guardiana en su día, en León, del Cáliz del Cristo. Llego ya al mercado de Santa Isabel, donde el pescadero limpia con el agua de la manguera el mármol donde reposaba el género del día. Aún quedan –¡más ecos de Anfortas!– algunos peces. ¿Recobrarán la vida, como el del copero de Alejandro o como el resucitado junto al mar y ante Moisés por Al Khidr? Al lado, en la pollería, tres gotas de sangre brotan del pescuezo de una gallina, como del de la oca herida por la flecha de Perceval y como de la punta de la Lanza del Rey Pescador.
Al fin alcanzo el Cine Doré, Montsalvat ante el que guarda cola un puñado de esforzados caballeros. La aventura griálica dura más de dos horas y media, en francés y con subtítulos. Salimos todos bastante maltrechos, bien aleccionados sobre lo verdaderamente difícil que tenía Lancelot dar con el Grial. Fue criado por la Dama del Lago, a cuyo palacio subacuático le vemos, recién nacido, descender en sus brazos, pero después… Perseguir lo imposible exige concentración y, ¿quién la logra habiendo de soportar los monólogos existencialistas de una Ginebra sosa y lacia y yo diría que hasta medio feminista, o cómo alternarla con la impostada seriedad requerida por la tarea de asestar mandobles contra armaduras de hojalata y dejar el bosque perdido de la salsa de tomate brotada a raudales del cuello cercenado de los caballeros vencidos? Duele e impresiona, la verdad, ver a Lancelot soportar con mutismo de calzonazos esa letanía ginebrina. ¡Santo varón, Lancelot! Y ¡santos nosotros, sus émulos!
De regreso en mi cenobio, saco del cajón y despliego sobre la mesa, a la luz del pábilo, un tesoro de incalculable valor: las fotos del rodaje de Parsifal, la película de Daniel Mangrané, la del 51, la de vikingas trenzudas correteando por las laderas de Monserrat, que sigue siendo –con permiso de John Boorman– mi película griálica de culto. La protagonizó Ludmilla Tcherina, la Emperatriz Honoria de Atila, Rey de los Hunos. Y, ¿quién es esta señora que aparece en el plató, posando ante los decorados? Al dorso lo dice: “Pepita Pruna (secretaria de rodaje – script)”. ¡Ah, qué fotos, las de José del Castillo Luján!
Tengo a todo aquel magnífico reparto presente en mis oraciones cuando, horas después, me persono en la esquina de Rosales con Marqués de Urquijo. La comitiva encabezada por Frank G. Rubio –tarotista y autor del poemario de culto Donde yace Visnú– la forman tres automóviles. No está mal, tratándose de una conferencia sobre el Grial y en Toledo. No sé si la que vamos a cubrir sobre cuatro ruedas será una de las siete rutas griálicas propuestas por Juan G. Atienza en aquel libro suyo que se vendía tanto en mi niñez. Lo cierto es que no sólo mis referencias sobre las charlas de la librería Hojablanca son buenas, sino que Raúl Andrés –cuya excelente serie de ensayos sobre el Oráculo de Delfos ahí quedó– es un valor seguro cuando de Philosophia Perennis se trata. Además, ¡sin subtítulos!
Al volante de nuestro coche va Pilar Baselga, que a no mucho tardar publicará con una editorial importante una dura catilinaria contra las galerías de arte moderno. En cuanto a Frank, será –a un mes vista– el próximo orador de las veladas de Hojablanca. Presentará la tesis de Anatoliy Fomenko, un “matemático y estadístico ruso, de unos sesenta años” –Frank es muy preciso en esto de los perfiles– descubridor de que toda nuestra cronología histórica es un invento de los monjes medievales: de acuerdo con el estudioso eslavo, en realidad damos por transcurridos mil años que nunca acontecieron. Estaríamos actualmente, pues, en 1015 d. C., creo entender. Claro que Frank aún ha de terminar de leer el tocho de Fomenko antes de exponer sus inquietantes –y rejuvenecedoras– conclusiones. La verdad es que la de sesenta años me parece una edad muy apropiada para ser matemático ruso.
¡Ya se avista Toledo! La circunvalamos por los cigarrales antes de descender del coche y encaminarnos –por supuesto que cuesta arriba, como exige la demanda del Santo Grial– hacia el punto de reunión caballeresca. Pasamos ante una sucursal de la aseguradora El Ocaso, símbolo de Occidente y, pues, de la Tierra de los Muertos, del Avalon donde Arturo y Ginebra descansan. Localizamos al fin Hojablanca y descendemos los peldaños conducentes a la abarrotada cripta. Raúl Andrés comienza recordando que todo esto surge a raíz del encuentro en Toledo de un manuscrito del mago Flegetanis, que habría leído en las estrellas el misterio del Grial. ¿Cómo explicar que, con los lentísimos y escasos medios de comunicación existentes en el siglo XII –o el II, si seguimos a Fomenko– el mito griálico se expandiera de punta a punta de Europa en apenas unos años? Pues porque hubo de empeñarse en ello, señala el orador, gente de mucho peso. A su lado, Javier Manzanera alza la ceja con aprobación cuando le escucha decir que, según algunos, el Preste Juan era de Salamanca. Sigue Raúl Andrés la faena sobre la diestra y con ayudados por alto acordándose de Guénon, el Agarttha y Parsifal para, en el pase de pecho con que cierra la primera tanda con la zurda, lanzarnos la primicia de que el último Preste Juan oficial de la historia, S. M. I. Haile Selassie de Etiopía, encontrándose de visita en España, pidió al Príncipe D. Juan Carlos poder ver –y recibir una copia– del Grial custodiado en la Catedral de Valencia. ¡Olé los buenos aficionados!
El tiempo aprieta y pasamos al coloquio. Un caballero de luenga guedeja pone el dedo en la llaga cuando, en su turno, se lamenta a viva voz:
–Sabemos, pues, que el Grial se ocultó, que fue llevado a Oriente. Pero la historia… ¡Ah! ¡La historia ha seguido adelante! ¿Qué hacer, pues, si perteneces a la Milicia del Grial, pero has nacido en esta época? ¿Qué hacer?
La pregunta queda en el aire, sobre todo porque el librero tiene que cerrar. Pero esa es la cosa: qué hacer.
Tras unas cañas de hidromiel en una tasca cercana, el reloj de la torre marca la hora del retorno. De nuevo al volante, Pilar exclama:
–¡La gente está ansiosa de espiritualidad! ¡Ansiosa de lo invisible!
Puede ser… A mi lado, en el asiento trasero, va Luisa. Omito su apellido por razones de seguridad, pues –nos cuenta– guarda en su casa, en el barrio de Argüelles, un TimeWaver, una máquina fabricada de acuerdo con los principios de la física cuántica y de la que sólo hay tres en toda España. No me queda muy claro en qué medida sería la máquina deudora de Einstein y hasta qué punto de la ouija. El caso es que basta con que lo toques para que el ingenio dictamine sobre tu pasado –incluida tu herencia ancestral– y tu porvenir de modo que, más o menos, se te arregle la vida. Una especie de panacea o Grial de nuestro tiempo, en suma. Al menos, a mí me recuerda bastante a la nave donde surca las aguas la Espada del Extraño Tahalí, si bien parece que en formato más tirando a microondas. La verdad es que últimamente me van un poco mejor las cosas, y no descarto que sea por vivir en la zona, es decir, cerca de la máquina.
Cuando le digo que a ver si me la enseña un día, se sume en un enigmático silencio, casi nirvánico, como el atribuido por Panikkar al Buddha. Quizá todavía no soy digno. Quizá se me ha permitido atisbar el Grial, pero no he formulado la pregunta adecuada. Otro día lo averiguaré. Es ya de noche y he de ir a casa, a velar armas en el patio. Ya me queda poco para divisar mi portal cuando me cruzo con Tom Kallene, de cuyo hombro cuelga, en su estuche, una katana.
–Vengo de mi clase de espada japonesa– saluda.
¿Será la Espada del Extraño Tahalí?
¡Dios mío! ¡Esto no acaba nunca!