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Al preso número 8...

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Hace pocas semanas, un violador compulsivo saltó a las páginas de la prensa a cuento de su bizarra solicitud al Estado –no recuerdo a cuál– de que le fuera aplicada la eutanasia, pues se sentía seguro de que, una vez le pusieran en la calle, reincidiría. Su petición suscitó, claro, una cierta controversia… aunque tampoco demasiada, la verdad. Hubo quien subrayó lo intolerable de que a un criminal le fuera permitido eludir su condena mediante la concesión del privilegio de elegir una muerte a la carta. Por otro lado, a quienes se alinean frente a la pena de muerte, como al mismo tiempo suelen formar filas en los círculos de activistas en favor de la interrupción clínica de la vida a petición de su usuario, se les ha quedado la picha hecha un lío, pues nunca se habían parado a considerar que la silla eléctrica pudiera constituir una elección tan democrática y progresista y tan a incluir entre los derechos humanos como la eutanasia. Al final, tristemente, la polémica ha quedado reducida no a una reflexión sobre el valor de la vida humana, que es lo que –creo– debiera importar, sino en torno a la conveniencia de dar o no el visto bueno al suicidio limpio (es decir, ejecutado con las bendiciones y atenciones del Estado) frente al sucio (tirarte por la ventana o descerrajarte un tiro sin pedir permiso, por ejemplo).

Pero, ¿en verdad puede asumirse que lo que diga este señor –o lo que le suceda– va a revestir alguna importancia real para nadie, más allá de su familia, sus víctimas o el gremio de los activistas motivados a golpe de subvención?

Nunca he simpatizado con la administración de la pena de muerte. En calidad de mecanismo punitivo me ha parecido siempre de muy mal gusto, por decir poco. Uno se pregunta, sin embargo, hasta qué punto el de la oportunidad de su aplicación siga siendo, en la actual sociedad cibernética y de masas, una cuestión relevante. ¿A quién puede conmover –más que a los directísimamente afectados por la ejecución– el envío a la cámara de gas de una sola persona, cuando los asesinos domésticos parecen no ser nadie si no liquidan de una tacada a su familia entera y la del vecino, o cuando las noticias nos sirven a diario paquetes de centenares de víctimas civiles perecidas en ajusticiamientos sumarios cada vez más populares y mediáticos? ¿Qué significado mínimamente atendible cabe atribuir a esas muertes tan aisladas, tan planas y ayunas de intriga, tan sin argumento y que tan escasas opciones de edición y formateado ofrece?

Incluso antes de que, en feliz descripción de un articulista leído hace poco, el Estado “Islámico” reemplazara el terrorismo por el horrorismo… Es decir, dejando a un lado el componente espectacular que ha pasado a dominar casi por completo los ajustes de cuentas con fines aleccionadores y políticos, ¿qué significa la muerte de un solo individuo en un tiempo en que las fronteras entre armamento nuclear y “convencional” se tornan cada día más borrosas? ¿O es que se puede calificar de “convencional” un proyectil cuyo impacto, en cuestión de segundos, borra del mapa dos manzanas de edificios con todos sus moradores?

La ejecución individual parece, en cierto modo, haber perdido toda lógica y sentido en un marco operativo policial globalizado en el que, cada pocos minutos y a diestra y siniestra, se pulveriza con un solo proyectil a trescientas personas para tratar de eliminar a un eventual terrorista que, aparte de –seguramente– no encontrarse en el área bombardeada, es de estimar que hubiera causado con su hipotético atentado alrededor de cinco bajas. No sólo las cuentas no salen o no suenan razonables, sino que, decíamos, se esfuma el sentido mismo de la ejecución. De acuerdo con las tablas numéricas en vigor, al asesino de una sola víctima, y en virtud de su patente contribución a la preservación de la armonía y la paz en el mundo, quizá se le debiera no ya conmutar la pena capital, sino premiar con el Nobel de Humanidades y, en un momento dado, colocarlo al frente de unos masters sobre convivencia, educación y respeto cívico.

Uno diría, en fin, que el debate sobre la pena de muerte ha quedado un poco para las novelas. Por ejemplo, la escrita a cuatro manos –algo de lo que yo, lo confieso, sería incapaz– por el reportero Anders Roslund y el reinsertador de delincuentes Börge Hellstrom, recientemente publicada por RBA: Celda número 8. Porque, en la vida real, el debate orbita hoy, decíamos, en torno a si, como medida disuasoria, es legítimo, humano y positivo ejecutar a más de cincuenta (¿o de doscientas?) personas de una sola vez, pues, por debajo de cincuenta, traer a colación el tema suena como a que no conduce a parte alguna.

Claro que, si asumimos todo esto al dedillo, no habría cadena de hechos que pudiera dar lugar a una intriga tan interesante como esta, que permite a sus autores fotografiar con excelente pixelado las miserias del sistema judicial y las prácticas propias de SS aplicadas a los reos por la policía estadounidense, así como desplegar su imaginación para presentarnos a unos galenos que militan en contra de la pena de muerte con armas no poco inspiradas –pese a ellos ignorarlo– en la política de zombificación tan exitosamente aplicada en Haití, en su día, por Papá Doc Duvallier.

Y es que, sin duda, la reanimación clínica de los ejecutados, es decir, una buena versión laica del vudú –y deudora en parte de la camisa de fuerza del viajero de las estrellas de Jack London– no salvaría a nadie de dar con sus huesos en el corredor de la muerte de una penitenciaría yanqui, pero tocaría la línea de flotación del sistema judicial al privar de su infalibilidad a esa inyección letal que pone fin a la larga y rutinaria espera, en chirona, del sentenciado a palmarla. En lo que a no perder eco mediático se refiere, el retorno de los viejos métodos de ejecución potenciado por los estilistas del ISIS no se lo pone fácil a activistas contra la última pena tan sofisticados como los de esta novela de Roslund y Hellstrom o, en otra línea, a los que –encarnados por Kevin Spacey y Laura Linney– protagonizan La vida de David Gale, pero todo se andará. Al fin y al cabo, no sólo en cuestión de muertos –de muertos de ficción, al menos– resulta dudoso que pueda impartir nadie lecciones a tan ensolerado sello como RBA/Serie Negra, sino que más de un caso podrá solucionarse con el recurso al photoshop y la inmortalidad cibernética, que siempre –y cada día más– están ahí.

 

Imagen portada: Sin título, Andy Warhol, 1971