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Magia y Rayos X en Embajadores

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Un buen día de 1923, la prensa madrileña se hizo eco de la existencia de un vecino de la Corte que, a decir de muchos, era capaz de atravesar con la vista los cuerpos opacos y a quien, en consonancia con la terminología en boga, se bautizó como El Hombre con Rayos X en los Ojos. Su verdadero nombre era Joaquín de Argamasilla, y Valle Inclán –que no en vano, además de autor de La lámpara maravillosa, era íntimo de su padre, un marqués carlista– se contó entre quienes defendieron públicamente la existencia de sus poderes.

Aunque efímera, su fama creció en determinado momento hasta el punto de que el mismísimo Houdini le retó a un duelo público en Nueva York con intención de desenmascararlo, cosa que parece ser logró, aunque sin poder aportar pruebas concluyentes. Argamasilla, cuya facultad –dijo– fue desapareciendo poco a poco, terminó sus días durante el franquismo ocupando el cargo –no menos espectacular que su habilidad– de Director General de Cinematografía.

La editorial La Felguera ha devuelto a la actualidad su historia con la edición –escrita a cuatro manos por Grace Morales y Ramón Mayrata y completada con artículos de prensa de la época– de Valle Inclán y el hombre con Rayos X en los ojos, que es presentada esta noche en los sótanos de la Swinton Gallery, en la calle de Madrid que lleva el nombre del Miguel Servet ejecutado por herejía por los calvinistas. Dejo atrás el Pavón, las travesías del Oso, Tribulete, Sombrerete, Cabestreros… y al fin encuentro el lugar, a dos pasos de la glorieta, emplazado entre un figón de kebab y un restaurante hindú (lo cual –estoy contigo, amigo Iker– no puede ser casual).

No esperaba uno que el caso Argamasilla despertara tanta expectación a estas alturas, pero la verdad es que el evento ha congregado en la catacumba –a ojo de buen cubero– a unas cien personas. Reconozco de inmediato entre los congregados a Ana Martínez de Aguilera, Directora del Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia. Sin embargo, la duda me asalta. ¿Qué hace aquí? ¿Es posible que haya devorado ese kilometraje sólo para ponerse al día sobre el apolillado caso Argamasilla? ¿No se tratará de un fenómeno de bilocación?

Por si las moscas y tratando de asegurar el tiro, me dirijo a ella con un comedido:

–Perdona… ¿Eres de Segovia?

¡Claro que lo es! El misterio no era para tanto. Ramón Mayrata, uno de los dos autores participantes en la velada, es –me aclara– su marido. Respiro hondo y me apresto junto al amigo Pepe Rodríguez a calibrar el desarrollo de los misteriosos acontecimientos programados por La Felguera.

Tras unas palabras del editor, Servando Rocha, Grace Morales nos introduce con aplomo en el contexto epocal de Argamasilla, evocando las inclinaciones de los escritores y demás artistas de entonces hacia la recuperación de las esquinas mágicas de un mundo cuya población de hadas y ondinas había sido devastada por la Revolución Industrial, así como los vanos intentos de Houdini por contactar a través del velador de tres patas con su madre fallecida.

Ramón Mayrata, por su parte, se presenta –por su frecuente revisitación de grimorios y otros libros polvorientos escritos por gente tiempo ha criando malvas– como hombre más cerca del mundo de los espíritus que de este. ¡Algo parecido nos sucede a más de uno! Expone las diferencias que separan la magia de los mánticos de la de los ilusionistas y cómo los cofrades del ocultismo –suscriptores de Sophia, la revista de la Sociedad Teosófica– no dejaban de ser aficionados a las linternas mágicas y las sombras chinescas manejadas por los segundos.

Y deja caer una pregunta importante:

–¿Qué hay más parecido a la magia –a la de los ilusionistas, quiero decir– que la literatura?

Como guinda y a modo de evidencia de que el espíritu de Argamasilla no ha muerto, comparece en escena –barba caucasiana y chaleco de principios del XX– el mentalista Pablo Raijenstein, que, como el antedicho, ha desarrollado la facultad de ver a través de las paredes gracias a enigmáticos experimentos con unas gotas contra la otitis. Tras desparramarse por las pupilas el contenido del botecito, pide al público dos billetes de veinte y la cosa se demora un poco, más porque la gente anda corta y los azules no abundan que por falta de entusiasmo. Obtenido ya el cash y guardado ya este por un espectador, Raijenstein, como quien va a rendir cuentas y hacer efectivo el peaje a Caronte, se encaja una moneda en cada órbita ocular, las fija con tiras de esparadrapo, se ciñe encima una venda negra y, contra todo pronóstico, logra acertar el número de serie del billete que se encontraba a resguardo en el interior de una lata.

Cuando de un brusco tirón se despoja de la venda y el esparadrapo, dos orlas enrojecen el contorno de sus ojos. ¡El efecto de los Rayos X! ¡No hay duda! Pero a quien algo quiere, señores, algo le cuesta.

Argamasilla –Raijenstein es la prueba– no ha muerto, amigos. ¡Y le queda cuerda para rato! Se acaba de constatar aquí, en Embajadores, barrio en cuesta y de acrisolada tradición flamenca y taurina. ¡Ni Houdini redivivo podría esta vez ponerle un pero!

 

Imágenes: 

1. Una sesión de rayos X en 1900. William Small Collection
2. Portada de Valle Inclán y el hombre con Rayos X en los ojos
3. El mentalista Pablo Raijenstein en acción en Swinton Gallery
4. Houdini y Argamasilla durante su duelo en Nueva York