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Regreso a Brazenhead

El Día de la Independencia y el fin del mundo
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I. El fin del mundo

Si todo espectáculo debe ser efímero, en todo espectáculo grandioso debe además mascarse la tragedia. Los amaneceres conmueven, pero conmueven más los atardeceres porque en realidad no sabemos de verdad, como decía Wittgenstein, si el sol volverá a salir mañana. Cada crepúsculo insinúa un apocalipsis a la vuelta de la esquina. Del mismo modo, un parque de atracciones, un encierro taurino, un rascacielos o un imperio comparten algo. Tentar a la suerte. Jugar con fuego. Espectáculo y tragedia: tanto se masca la una en el otro que si no fuera por la ética sería difícil muchas veces trazar una frontera estética que los separe. Lo sublime puede ser terrible, ¿y al revés? Pegándonos a las pantallas, el 11S nos puso a todos en vilo, pero también nos puso a prueba.

Me está resultando difícil no acordarme esta noche, 4 de julio, de aquel 11 de septiembre. De pie o sentados en la verde explanada que se asoma al East River, somos miles los que contemplamos desde un extremo de Queens, junto al gigantesco letrero luminoso de Pepsi Cola (una suerte de “Tío Pepsi” local), los tradicionales fuegos artificiales con los que Macy’s obsequia a los habitantes de Nueva York el Día de la Independencia. Si, fuera de una pantalla —su hábitat natural—, el skyline de Manhattan resulta puñeteramente inaprehensible en un día o noche normales, bajo estos fogonazos de luz y de color resulta ya inverosímil. Hoy es día de fiesta y los neones rojos, azules y blancos que adornan la cúspide del Empire State y otros edificios insignes de la ciudad compiten con los cohetes por rasgar la noche y rascar los cielos. Pirotecnia y torres de ambición, Prometeo y Babel: a tope de hybris en el corazón del imperio.

Puede que piense en esto porque llevo todo el día a vueltas con lo de la hybris a cuenta de un texto sobre un cuadro de Turner que se me está yendo de las manos (texto en cuyo lugar, confieso, estoy tecleando este). Se lo digo a mi amiga T., que está sentada en la hierba a mi lado y se ríe. T., doctoranda, lleva todo el día peleándose pero con Heidegger y supongo que a ella estos espasmos de claridad in the night la estarán llevando por otros vericuetos metafísicos. O tal vez no, a fin de cuentas, a Heidegger la hybris luciferina de EE.UU., responsable del apocalipsis de Hiroshima y Nagasaki, era lo que más lo sacaba de sus cabañas.

Nadie se engañe: la estampa es preciosa y los fuegos son casi tan buenos como los de la Semana Grande de Gijón. Pero hay algo inquietante en los icáricos silbidos que anuncian cada explosión de luz y en el estrépito retardado que las sucede. Algo que, por una parte, invita a preguntarse cuántas bombas americanas no habrán caído y estarán cayendo en este mismo momento sobre el planeta. Por otra, la silueta encendida de la ciudad, tan reconocible, excita la turbia fantasía que el poder de todo imperio genera, como reconocía Baudrillard en Power Inferno: la de su caída y destrucción. Por eso, durante el alegre festival de explosiones controladas no puedo dejar de pensar en tragedias imperiales ya mascadas (Pearl Harbor, el 11S)… o por mascar.

Pero no hace falta recurrir a Martin y otros ladrillards para confirmar que estas asociaciones no son una piscopatía personal que hay que hacerse mirar. La cultura popular americana recoge mucho mejor la oscura fuerza con la que el 4 de julio y el apocalipsis se atraen. El ejemplo más palmario probablemente sea Independence Day, la película. Basta ver la clásica postal del Empire State, el Capitolio o la Casa Blanca bajo un firmamento estrellado de fuegos artificiales un 4 de julio para comprender que era cuestión de tiempo que la fantasía perversa se sublimara, con final feliz, en la gran pantalla. Eso sí, desaparecida la URSS y teniendo el imperio al único Dios de su lado, el desplazamiento de la ira divina y su ejecución suele recaer en extraterrestres. Es solo un ejemplo. El apocalipsis existencial de Frank Bascombe en El Día de la Independencia, la novela de Richard Ford, podría ser otro, pelín menos obvio.

El espectáculo está tocando a su fin y, cerca de nosotros, un bebé pasado de hora y asustado por la jarana ha empezado a llorar en un carrito. Su llanto, que se eleva un par de herzios hirientes por encima de los “Oooohs” y los tibios conatos de “U-S-A, U-S-A”, contribuye de repente, como en el cuento, a este desasosiego imperial. La orgásmica traca final —palmeras de luz que se multiplican superponiéndose hasta desdibujarse lentamente en la noche como estelas de humo— es digna de un final de concierto de stadium rock. Y creo que es eso lo que por fin me hace caer en la cuenta de que llevo toda la tarde tarareando una canción que hacía siglos: 4th of July, de Soundgarden. Atiza.

Fourth of July es un balada fúnebre de guitarra, una especie de paso grunge de Semana Santa con un riff tan pesado que si pitufas la pista todavía te sale Sad But True de Metallica. Como la peli, la canción va del 4 de julio y el fin del mundo, y hay también mucho chisporroteo. “Pálidas en mitad del resplandor”, canta Chris Cornell, “descienden limpias las chispas / y la luz, atemorizada, se quiebra y desaparece” [este verso parece Machado (¡)], pero “a nadie, en ninguna parte, parece importarle / que el fuego se esté extendiendo / y nadie quiere hablar de ello”. [¡Yo sí, Chris, yo sí quiero!] En el estribillo, la oscura fantasía recurrente se hace explícita: “Porque lo oí en el viento / y lo vi en el cielo. / Y pensé que era el fin/ y pensé que era el 4 de julio”. ¡No sólo tú, Chris!

No parece que fuera precisamente esta asociación la que tenía en mente un eufórico John Adams cuando escribía a su esposa Abigail el 3 de julio de 1776: “Que este día de liberación se conmemore con solemnes actos de devoción al Todopoderoso, con pompa y desfiles, espectáculos, juegos, competiciones deportivas, armas y salvas, campanas al vuelo, hogueras y toda suerte de iluminaciones…”, [Adams se refería al 2 de julio, que fue cuando se aprobó la Resolución de Independencia, pero el 4, fecha de la Declaración que venía a “justificarla”, fue el día que quedó fijado para la Historia Universal de los EE. UU.] Iluminaciones. Hogueras. Fuegos artificiales. ¡Experimentos con gaseosa! El Apocalipsis caerá en 4 de julio, sin duda. Y nada ni nadie se emancipará del todo hasta entonces.

II. La noche de la independencia

Como los fuegos, el uso del presente en los párrafos anteriores era un artificio. En realidad todo esto lo pienso ahora, unas horas después de concluir el espectáculo y cambiar de isla, mientras hojeo Born on the 4th of July, la biografía de Ron Kovic, en un apartamento muy singular del Upper East Side. Kovic fue un soldado americano que quedó paralítico en Vietnam y escribió después este alegato pacifista que Oliver Stone adaptó al cine (la peli de Tom Cruise en silla de ruedas). Nació un 4 de julio de verdad. Todavía no estoy borracho del todo, pero voy muy en camino, cuando el anfitrión tiene el detalle de violar el invisible perímetro que traza una cohorte de solícitos oyentes para alargar un brazo y pasarme un canuto, mientras me guiña un ojo y prosigue con su historia. “¡La mano de Dios!”, acierto a balbucear (para nadie) yo, que estoy sentado y la gentil maniobra me ha pillado por sorpresa y por la espalda.

Bienvenidos a Brazenhead: speakeasy, centro social, institución cultural, salón literario, gruta de las maravillas, guarida de bibliófilos y chuzos, de poetas y escritores consagrados y aspirantes, de estudiantes manirrotos, de jóvenes, viejóvenes y viejos, amén de galería inagotable de caracteres y extraterrestres. Michael Seidenberg es el responsable de que la gente, ebria o no (generalmente un poco sí), pueda, como yo ahora, hojear libros a las tres y pico de la mañana en la que debe ser ya la librería secreta más famosa del mundo.

Nacido hace más de sesenta años en Williamsburgh (Brooklyn) cuando el actual gueto hipster lo era solo de judíos ortodoxos y puertorriqueños, Seidenberg es uno de esos personajes absolutamente únicos que Nueva York parece fabricar en serie. Estudió teatro y fue titiritero, y en los setenta regentó un establecimiento en Cobble Hill que fue sede mixta de su troupe teatral, su compañía de mudanzas y de la primera encarnación de la librería. Más tarde, en los ochenta, trasladó la tienda a un local del Upper East Side, en la misma calle donde también se hizo con un piso. Cuando el negocio quebró, a principios de los noventa (“lo de que hubiera que bajar escalones para entrar desanimaba mucho a la gente”, explica Seidenberg), la montaña de libros se trasladó al apartamento, ocupando tanto espacio que Michael y su mujer, Nikki (que trabajaba para Rolling Stone), terminaron por mudarse a otro sitio, dejándolos allí.

Durante la siguiente década, los libros solo salieron del piso para contadas ferias y durante el tiempo en que Seidenberg tuvo un puesto callejero. Tiempos aciagos. A partir de 2008, sin embargo, comenzó a vender libros en el propio apartamento, pero solo previa cita telefónica o por mediación de clientes de confianza. La red de discretos asiduos comenzó a extenderse y, con la ayuda de George Bisacca, amigo de Seidenberg y conservador del Metropolitan, el recoleto piso de cuatro estancias quedó convertido en el templo del libro viejo que ha sido hasta esta noche, previsiblemente la última. Así es: hoy, 4 de julio de 2015, el ángel del Apocalipsis llama también a la puerta de Brazenhead. La ilegalidad de este peculiar negocio es un recurso demasiado tentador para un casero deseoso de deshacerse de un inquilino de renta antigua como Seidenberg y, tras varias escaramuzas legales y varios conatos anteriores de desahucio, parece que hoy se cierra finalmente el chiringuito.

Y, sin embargo, no parece una noche muy distinta a las demás. El centro neurálgico del pequeño espacio lo constituyen, como siempre, la estantería baja (sección biografías) que hace también las veces de mostrador y de barra (una hielera, vasos y abundante whisky, bourbon y vino aportados por la parroquia) y el propio Seidenberg, que no se suele alejar mucho de este mueble. Carismático, lenguaraz y provocador, nuestro librero es un judío entrado en carnes con marcado acento de Brooklyn y un expresivo rostro barbado cuyo gesto va de lo augusto a lo goliardo, según asome o no al reír la maltrecha dentadura, y según el grado de malicia que inyecte en sus ojos saltones, uno de ellos ligeramente estrábico. Habituado a ejercer de maestro de ceremonias (tiene licencia para oficiar matrimonios) y a disfrutar de la compañía de interlocutores obsequiosos y perspicaces, Seidenberg es también una de esas personas que acostumbra a buscar (exigir) con la mirada la complicidad de un tercero tras espetar una agudeza a un segundo. En esos tensos instantes, alguien de temperamento gregario, como yo, no tiene mucha elección. Otra calada de esta marihuana, además, y mi complicidad abarcará el universo entero.

En Brazenhead, el tiempo está hecho del material de las prendas deportivas: vaporoso y elástico. Sería (tal vez es) una trampa formidable para vampiros, pues aquí el día suele pillar a muchos desprevenidos. El único recordatorio de que sigue existiendo una realidad exterior al batiscafo libresco es el timbre desvencijado del portero automático que anuncia la llegada de nuevos expedicionarios, en manada o solitarios. Los de dentro suelen turnarse para abrir la puerta a los recién llegados, quienes se encontrarán (mientras intentan adivinar a dónde les han traído) con un pasillo angosto y cercado de libros desde el que ya se divisa, al fondo, la luz de la estancia central donde opera el mueble-bar. Les llegará también la música: jazz o r’n’r de los sesenta y los setenta de los CDs que el reproductor decida leer, o bien la de una emisora de radio.

Al adentrase en la primera habitación, pronto descubrirán que las ventanas están tapadas (tapiadas más bien, de libros) y que la ausencia de puertas permite un recorrido continuo (nunca fluido) por los cuatro habitáculos en los que se agolpa con verdadero horror vacui la más variopinta colección de novela, poesía, ciencia-ficción, ensayo, biografía, arte, historia, política, curiosidades neoyorquinas… y un largo etcétera de obras adquiridas siempre una a una (nunca por lotes o colección) por Mr Seidenberg. Mención señalada merece, entre las secciones especiales, la dedicada a John Cowper Powys (1872-1963), una de las debilidades del dueño y autor de la novela de la que la librería toma su nombre, The Brazen Head. Una brazen head es una cabeza de metal capaz de responder cualquier pregunta si se oficia antes el rito alquímico adecuado, para lo cual se precisa de la intervención de una muchacha judía virgen. La razón de que no abunden las primeras es, explica Seidenberg dando una calada a su pipa, que cada vez es más difícil encontrar alguna de las segundas.

Una de las múltiples peculiaridades de este establecimiento es la legendaria resistencia de su dueño a deshacerse de muchos de sus libros. Determinados volúmenes caros a Seidenberg nunca salen de aquí, y muchos otros solo traspasan la única puerta del piso (si no contamos la del minúsculo retrete, habitáculo lleno también, lo ha adivinado el lector, de libros) si considera que el comprador es un destinatario adecuado. Yo hago mis intentos de vez en cuando con una insólita versión encuadernada del manifiesto de Port Huron, un documento fundacional de la izquierda americana en los sesenta, guardado tras una vitrina, pero nunca tengo suerte. Más allá de la vitrina, al fondo, se encuentra la habitación de los libros raros y primeras ediciones. Una firmada de Catch 22 marca veintipico mil dólares. (Por cierto, ojo si Michael os da de más en las vueltas, puede que esté probando a ver cómo reaccionáis). La luz baja y cálida y la tapicería mullida de los canapés convierten esta estancia en una especie de chill out dentro del chill out generalizado. Este es el lugar donde las conversaciones adquieren un tono más íntimo y donde suelen improvisarse jams con una guitarra y un teclado que a veces circulan por ahí, o con más instrumentos que traen consigo los visitantes. Esta noche andan enfrascados en un loop hipnótico (ya he dado otro par de caladas) un chico que no conozco, a la guitarra, y A., al teclado. A. es una especie de adonis de la bohemia, metro noventa de cuerpo esbelto impecablemente vestido y facciones marmóreas bajo el cabello rizado. Los martes suele leer poemas que teclea del tirón en el curro con los ojos cerrados y que no lee hasta el momento de hacerlo en Brazenhead. Es de la casa y su presencia imponente y el abandono nonchalant con el que las suelta (parece un trasunto macho alfa de Jordan Baker) hacen de él una suerte de co-anfitrión que eclipsa en ocasiones al propio Seidenberg.

Junto a A., acariciándole los rizos, está S., una atractiva estudiante de poesía de Columbia que hace las veces de asistente de Michael. S. es quien puso en marcha la página web de la librería y también la impulsora del salón (más bien saloon, como dice Seidenberg) de poesía que tiene lugar los martes por la noche. En esas noches, el ambiente es más hardcore y hay menos visitante ocasional. Aunque lo único que diferencia, a priori, la reunión es que, cada vez que alguien hace sonar una vieja campanilla, todo el mundo guarda silencio para escuchar a quien va a recitar. No todo el mundo recita sus propios poemas, pero me impresionan siempre, entre quienes sí lo hacen, aquellos que lo hacen además de memoria. Me gusta la secta de los martes. Los viernes y los sábados, si bien son imprevisibles, hay más posibilidades de topar con algún fuego fatuo, de escuchar algún witticism brillante pero efímero, pirotecnia léxica cuya estela no tardará en confundirse con el propio humo del lugar, ante la callada presencia de las voces encuadernadas que sí lograron prolongar su eco en la noche. Los martes se respira una adoración por las palabras a un tiempo respetuosa y desprejuiciada. Hay lugar para las bromas y la sátira, incluso para las pullas entre los poetas habituales (de diversa edad y condición), pero impera sobre todo una atención religiosa para con los rapsodas, que recitan a tumba abierta, desde los más jóvenes a los más entrados en años. Gestos concentrados en la escucha, muchos ojos cerrados, las cabezas asintiendo a ritmo. “Oh, yeah”, “So true”, “Beautiful, man”. Poca pose los martes, no bullshit, va a bloque esta peña. Rzzpkt.

Solo hay una cosa que Brazenhead no es, con independencia del día y más aún el día de la independencia: elitista. Todo el mundo que ha conseguido arribar a puerto es, siempre, bienvenido. Así, como tantas otras, la última noche sigue su curso abriéndose paso entre el heterogéneo grupo de presentes. Seidenberg está hablando de la importancia de los snacks para la civilización. J., una joven hindú que trabaja en la sucursal neoyorquina de Verso Books (cuyo loft asomado al puente de Manhattan acoge tantos saraos que compite con el resto de garitos de Dumbo) me cuenta que ha quedado con él para ayudarle a empaquetar todos los libros. Hay ya algún que otro millonario excéntrico que ha propuesto a Michael financiarle un nuevo local, pero el librero valora su independencia por encima de todo (de eso va Brazenhead, nos dice, de independencia) y sus condiciones son muy exigentes. Brindamos por la independencia. Y por J., ¡que también cumple años hoy!

Mi amigo G. me enseña una hoja de contactos que ha encontrado con negativos en blanco en negro de Seidenberg y la librería en los setenta. ¿Y si hacemos una similar incluyendo una foto de esta para revelarla y dejarla en la próxima sede, de modo que alguien la encuentre y se inicie un infinito mise en abyme? M., de Long Island, nos oye hablar en español y nos pregunta qué ver en Madrid y Barcelona. Viaja a Europa en verano. Le preguntó que a qué y me cuenta que está sacándose un máster de filosofía de la European Graduate School en Suiza. Son tres veranos intensivos de cursos en una especie de resort alpino a lo Hans Castorp. Cuando me comenta el precio de la matrícula y de la estancia me quedo de piedra. Pero cuando me comenta quién imparte los cursos me quedo de amianto. “Rancière, Žižek, Butler…” Whaaaaaaaat? “Negri, Hardt… Negri nos dio una clase en el sótano de un banco suizo”. Ay que me da. El día de la independencia. Le pregunto si el máster no será de performances o de boutades. “No, no, it’s true, it’s sad but true!”, me dice riendo. Su puuuuta madre (M. es de ascendencia salvadoreña y sé que me entiende). Ahora sí que me viene el estribillo de Soundgarden a la cabeza y que se acaba el mundo.

Y la noche. La luz del 5 de julio se filtra ya por los escasos resquicios que dejan las estanterías atestadas. Polvo de libros. Bibliomanía. Adicciones. Los contados haces sesgados confieren un aura catedralicia al modesto piso de la calle… ¡casi lo digo! He fumado demasiado. T. me coge del brazo, nos vamos a desayunar. Me uno a la comitiva y abandonamos el templo sin mucha ceremonia. Esa clase de hambre. J. sí se funde en un sentido abrazo con Michael que pone en peligro la ristra de botellas apuradas. Enfilamos el pasillo de salida dejando a nuestra espalda varias conversaciones que continúan sin signo alguno de languidecer.

En la calle el sol aguarda bien alto ya en el cielo. ¿Habrá restos de pólvora en el aire? Me encanta el olor a napalm por la mañana en pleno Manhattan. Pero no. El apocalipsis del 4 de julio se ha cobrado a Brazenhead, pero, de momento, no al resto de la ciudad ni del planeta. Así que habrá que desayunar. Espera, tal vez se trate de un chivo expiatorio. ¿Pero será de verdad el fin de Brazenhead? Cuesta creer que semejante hermandad pueda dejar de existir de la noche a una mañana como esta. No lo creo. Y su supervivencia empieza a estar garantizada, además, no solo por mecenas excéntricos, sino por la propia literatura, que le devuelve el abrazo. Seidenberg y Brazenhead aparecen en dos novelas (Motherless Broolyn y Chronic City) de Jonathan Lethem (Lethem entró a trabajar de ayudante en la primerísima Brazenhead cuando era un adolescente, a cambio de libros, y su amistad con Michael continúa hoy). No tiene pinta de que vayan a ser sus últimos cameos. Pensándolo bien, me cuesta imaginar una mudanza más digna para esta empresa independiente, dedicada a la dignidad de los libros, que el que implicaría un discreto y gradual traslado al plano de la ficción: la librería suavemente impelida, succionada casi, por la fuerza gravitatoria, ya irresistible, de tantas páginas como alberga. Un poco como Castroforte del Baralla, o, mejor, como en La rosa púrpura del Cairo, pero al revés. (Oh, las controvertidas opiniones de Seidenberg defendiendo a Woody Allen darían para mucho, pero estoy agotado y queda un largo trayecto en metro hasta casa...).

Solo después descubriré, ya en el hogar, que Seidenberg escribió durante un tiempo una columna mensual en The New Inquiry (publicación gestada al calor de infinitas veladas infinitas en Brazenhead) que se titulaba, precisamente, “Consejos no solicitados para vivir en el fin de los tiempos”. ¡Serendipia! Ilustradas por su amigo Roy Lavitt, en estas entradas Seidenberg brindaba periódicamente sus claves para afrontar un fin de los tiempos que, nos dice (como Krasznahorkai), es inevitable “porque ya ha llegado, lo estamos viviendo, así que pillad un buen asiento y poneos cómodos para disfrutar del espectáculo”. “No temáis el fin del mundo”, añade, “abrazadlo”. “Preocupaos más bien de vuestro propio fin y de salir de aquí con la elegancia que merecéis”. Parece un buen epitafio para Brazenhead, aunque, si de eso se trataba, también había algún aviso para sus fieles: “En el futuro (dure lo poco que dure) tendréis que hacer todo esto que os explico por vuestra cuenta. No siempre estaré aquí para daros buenos consejos, como tampoco lo estaréis vosotros. Así que no perdáis el tiempo, que es precisamente lo que se está acabando”.

Ha sido una noche larga, pero me cuesta conciliar el sueño. Recuerdo una última frase de Seidenberg sobre su finiquitado negocio: “Este no es un lugar pensado para que la gente encuentre lo que va buscando, sino lo que no buscaba, y un lugar para encontrar lo que ya no existe, lo que se ha ido”. Y, sin embargo, compruebo al leerlas que las variaciones Seindberg de TNI son un excelente antídoto contra la resistencia de la melancolía y la melancolía de la resistencia. Más bien un alegato por la resistencia “a” la melancolía. Acabemos con ella. Conservaré los tips de Michael a mano mientras llega el Julio Final. Cierro el PDF, me meto en la cama, abro mi última (la última) adquisición en Brazenhead, una antología de Hunter S. Thompson (Tales of Shame and Degradation in the 80s) y me pongo 4th of July con los cascos. Un escalofrío me recorre el espinazo. ¡Ay, los noventa!

 

Fotomontaje resumen de la noche, por Gustavo Murillo