Contenido

Death café

Una velada con la muerte en Nueva York
Modo lectura

Alguien me había soplado que a la señora Gignoux, nuestra anfitriona, le pirraban los pastelitos, así que,  aprovechando que llegaba con tiempo a la cita, me metí en una pastelería cercana. Mi herético desinterés por los dulces y mi consiguiente desorientación se debieron interpretar como una parálisis motivada por la fruición, lo que explicaría que el dependiente me sacara un muestrario para degustar. Mientras cataba a la fuerza brownies y cakes de pera, sin agallas para marcarme un Bartleby –Manhattan aún me intimida–, me puse a pensar en las páginas de El hombre y la muerte que acababa de hojear antes de salir de casa para ponerme a tono. En ellas, Edgar Morin habla del doble como uno de los dos mitos universales sobre la innombrable –el otro es el de la muerte-renacimiento– que permean obsesivamente las culturas a través del tiempo y del espacio. Dos proyecciones metafóricas y fantasmagóricas de las dos estructuras básicas de la reproducción mediante las que la vida se renueva y perpetúa: la duplicación y la fecundación. Bien, pues no acabo yo de deglutir renuente aquello y de elegir al tuntún cuando el baker finiquita el lazo y me pregunta si por favor me puede hacer una foto porque soy clavado a uno de sus mejores amigos. Como yo casi me atraganto, me dice que sólo si no me siento uncomfortable, que es que soy su puto doppelganger y que me parezco tanto a su colega que da miedo. No, dude, le digo yo, lo jodidamente scary es lo que te voy a contar yo.

La cita a la que asisto es un Death Café y tiene lugar en un edificio del Upper West Side, una de esas fortalezas que flanquean Central Park y cuya dirección figura en el elegante toldo que cubre los metros de acera que preceden la entrada. Los death cafés comenzaron como tales en 2011, en Inglaterra. Jon Underwood, un diseñador londinense celebró la primera reunión una tarde de septiembre en el sótano de su casa. Underwood se inspiró a su vez en los cafés mortels que el sociólogo suizo Bernard Crettaz y su mujer Yvonne Preiswerk –a la sazón presidentes de una Sociedad Tanatológica de la Suiza francesa– llevaban tiempo organizando en el país alpino, al modo de los tradicionales cafés filosóficos de la vieja Europa, con la peculiaridad de ser la muerte el tema que congrega a los participantes. El objetivo de estas reuniones, tal como se explicita en la página oficial, es “incrementar la conciencia sobre la muerte y ayudar a la gente a aprovechar al máximo su vida finita”. Aunque así formulado suene algo utilitarista, Underwood cita los males de capitalismo (económicos, sociales, morales, ecológicos) y el propósito de combatirlos como una de las razones fundamentales que impulsan su proyecto. La idea es ayudar a revaluar prioridades y coger perspectiva frente al cortoplacismo imperante mediante la reintegración de la muerte en unas vidas de las que ha sido mentalmente expulsada y, a efectos prácticos, externalizada. Alguna tecla ha tocado porque, desde entonces, la iniciativa se ha extendido por ciudades de varios países y continentes (la última, A Coruña, desde el pasado 31 de octubre).

Dentro de la cultura popular, más que con los revivals gótico, emo y zombie, los death cafés emparentan mejor con The American Way of Death, el clásico del periodismo de investigación de Jessica Mittford que en 1963 conmocionó a la sociedad norteamericana al desvelar los abusos y atropellos cometidos por la industria de las pompas fúnebres. Que estamos más cerca de Six Feet Under que de The Walking Dead, vaya. En un marco más amplio no es descabellado vincularlos a iniciativas como los “Talleres de integración vivencial de la propia muerte” que organiza desde hace años el antropólogo catalán J. M. Fericgla o, incluso, al nuevo auge psiquedélico (las conferencias “Horizons” en Nueva York) y enteogénico (ayahuasca, ibogaína), que lucha por reintegrar también, a su modo farmacológico, aquello que había sido arrojado fuera de las murallas de la polis.

Con un poco de azúcar

Las reglas de un Death Café son sencillas: sin ánimo de lucro, se ofrece un espacio accesible pero íntimo en el que, en un ambiente abierto y respetuoso, personas de toda creencia y condición pueden hablar con libertad de un tema tabú, sistemáticamente reprimido. Aunque las reuniones no se plantean como grupos de apoyo o terapia –no se ofrecen conclusiones o respuestas ni se imponen visiones–, un “facilitador”, generalmente con experiencia profesional o personal en el tema, vela porque la conversación se atenga a estos preceptos básicos y no se desvíe excesivamente del asunto. Por último y no menos importante: el té –los death cafés suelen ser más bien death teas– y las pastas, para que lo sombrío no mitigue la alegría de vivir, sino todo lo contrario.

En el lujoso ascensor mi reflejo me devuelve por un instante a la escena de la pastelería. La amable octogenaria que me abre la puerta, Jane Hughes Gignoux, lleva impartiendo cursos y talleres sobre el duelo y la aceptación de la muerte desde 1998. Antes de eso trabajó con niños enfermos de SIDA en un hospital neoyorquino. Cuando supo de los death cafés, hace un par de años, le faltó tiempo para acudir a uno de ellos y decidir acoger el suyo en su propia casa, que se celebra el segundo martes de cada mes. Este martes Ms Gignoux está un poco preocupada por la asistencia, que suele rondar entre la media docena y la docena de asistentes –aunque una vez, tras un artículo en el New York Times, se le presentaron 75 personas–, porque ayer recibió varias cancelaciones de última hora de varios habituales –lo de los parroquianos fijos es algo que me intriga–. Lo cierto es que, finalmente, a la hora señalada solo se presentará, además de nosotros, otra persona más, H., quien cumple 73 años esta semana. Un buen rato después llegará C., una veterana cineasta de pareja edad.

Parece una tontería

El salón en el que nos reunimos, el de un séptimo piso asomado a la calle Broadway, es elegante pero austero. Aquí y allá descubro detalles más exóticos, cuya presencia aislada, asimilada, desmiente el esoterismo más palpable que yo, prejuiciosamente, esperaba encontrar. Así, por ejemplo, sobre la mesita del té hay un cuenco tibetano con su mazo, que Ms Gignoux empleará para cerrar la sesión tras un minuto de silencio y reflexión, y también una figurita de Buda que termina en un soporte ovalado en el que arde una vela.

Ah, la vela. Mientras los congregados daban cuentan de los pasteles yo alargaba mi brazo sobre ella para alcanzar unas exquisitas rodajas de manzana Fuji. Tanto fue la mano al cuenco que en una de esas me chamusqué unos cuantos pelos de vuelta. En los minutos siguientes, en los que el olor a quemado impregnó la estancia –así lo sentía yo–, no pude más que pensar si alguien lo estaría asociando libremente con los conceptos de “incineración” y “crematorio”, especialmente H., que estaba sentado a mi lado y, a la fuerza, tenía que haberse dado cuenta. Pero en aquellos momentos preliminares todo el mundo parecía estar más a los pasteles. “Parece una tontería” –como en aquel relato de Carver–, pero a lo largo de la velada, los dulces y la infusión provocarán en las tripas de los presentes algún que otro ruido tan perceptible como aquel olor. Será la manera en la cuerpo se haga notar en aquella reunión marcadamente espiritual, reclamando vela en un entierro que no deja de ser siempre, al fin y al cabo, el suyo.

Maneras de morir

Tras una ronda de presentaciones, la señora Gignoux repasa las sencillas normas que gobiernan la reunión y procede a leernos una de las fábulas sobre la muerte recogidas en su libro, Some Folks Say: Stories of Life, Death and Beyond. Yo ahuyento la fugaz ocurrencia macabra de que lo del death café sea literal y esta gente tan cortés me acabe de envenenar y H. rompe el fuego para recordarnos que hoy es el Día de los Veteranos, fiesta nacional. Durante el transcurso del encuentro sabremos, secuenciadamente, que H. es pastor de la Iglesia Humanista de Nueva York y, también, veterano de guerra –yo calculo que de la de Vietnam–. Un día, estando de servicio, contemplando la constelación de Orión, tuvo una epifanía en la que se sorprendió a sí mismo prometiendo a Dios reconducir sus pasos si lo sacaba con vida de allí. H. saca el tema del sacrificio y, durante un rato, conversamos sobre la instrumentalización de la muerte y sobre la historia de Abraham e Isaac, que parece obsesionar a H. tanto como a Kierkegaard en su día. No es para menos. H. apunta en una servilleta la referencia de “Temor y temblor” mientras la llegada de C. reconduce al reducido grupo por otros derroteros. C. tiene experiencia directa de la muerte, de la suya propia, nos cuenta, y de la de su marido, con quien compartía carrera artística. La misma medicina tradicional indígena que a ella la sanó de un cáncer terminal de pulmón cuando ya había abandonado la quimioterapia no pudo, sin embargo, salvar a su marido un año después. C. describe los momentos finales de una relación de más de cuarenta años, en los que ambos se miraron intensamente, entendiendo y haciéndose entender por última vez. Él pidiéndole que le asegurara que ella iba a estar bien, ella asegurándoselo sin mediar palabra. C., H. y Ms Gignoux hablan entonces sobre el funesto apego a los resultados (attachment to outcomes) y sobre la concepción tan estrecha que manejamos del concepto de sanación. Tanto C. como H., cuyas biografías están jalonadas de asombrosas serendipias, comparten una visión expandida de la idea de curación que puede englobar a la propia muerte como parte de un proceso de sanación más amplio. Que algunos de sus seres queridos enfermos murieran, no implica que algunos de ellos no se curaran por el camino. Yo escucho durante largo rato y hablo después del pavor que me da, no ya el dolor o la idea de desaparecer, sino hacerlo, llegado el momento, con amargura o con resentimiento, con culpa o con frustración. También del escalofrío que me produce la frase “se muere siempre solo” y de que firmaría ya la posibilidad de morir reposando la mirada en unos ojos queridos, entendiendo y siendo entendido por última vez. Pienso en la última frase pronunciada en el lecho de muerte por alguien, un filósofo o un científico, no recuerdo bien —un humanista de tomo y lomo en todo caso—, que oí o leí en algún sitio y que me causó una impresión profunda: “¡La gente es formidable!”. Qué diferencia con la del soldado o el anciano que en la agonía llaman compungidos a su madre, o la de Anna de Noailles, cuya alma susurró al abandonar su cuerpo a regañadientes: “Soy yo… Todavía estoy aquí…”. Maneras de morir. Aferrarse o saber soltar. ¿Cuál será la mía? ¿Y la tuya?

Cosmópolis

A estas alturas de la velada, la atmósfera del salón se ha adensado de una manera peculiar. La vista se ha acostumbrado a la luz baja, los contornos de los objetos se han acendrado y los rostros, desconocidos apenas hace dos horas, poseen una familiaridad novedosa y estimulante. La brecha intergeneracional, tan palpable al principio, parece haberse desdibujado. Los platos y las tazas están vacíos, ya no huele a chamusquina y, a través de la cortina entreabierta, a mi derecha, se perciben las luces y las siluetas sombrías de la ciudad gigantesca.

Cuando la reunión concluye y yo me quedo charlando un rato más con Ms Gignoux, le pregunto si, como especialista en el tema y como neoyorquina, cree que esta ciudad frenética e hiperbólica guarda, más allá de la miríada de culturas que la hormiguean, una relación particular con la muerte, si no desprende un aura tanática propia. También si esa relación, sea la que sea, se vio transformada para siempre tras el 11S o si su ritmo despiadado puede con eso y con más. Ella me contesta que el reverso tenebroso de tanta actividad es un miedo a la muerte inconsciente pero apenas contenido y palpable en todas partes. Me dice que la noticia del atentado la pilló fuera de la ciudad, en un retiro, y que, aun devastadora como fue, ella no tuvo miedo de afirmar que nadie podía decir que aquello no se veía venir. Hablamos también de otros tiempos y otros lugares, donde otras gentes y otras generaciones supieron y saben convivir con la muerte casi a diario, como parte inextricable de sus vidas, ocupándose de sus muertos y sabiendo de la benigna implacabilidad que rige el ciclo de la vida y la muerte en la naturaleza de la que somos parte. Yo le digo que es cierto, y que hemos perdido eso, pero que también es verdad que muchas de esas gentes contaban y cuentan con creencias arraigadas y a prueba de bomba que mitigan a su manera la idea descarnada de la muerte al transformarla en un tránsito, en un umbral, y que la cosa se pone mucho más fea cuando, desprovistos de esas herramienta simbólicas, toca afrontarla pensando que nada aguarda después. Al fin y al cabo, emanciparnos de la tiranía estacionaria de la naturaleza fue lo que transformó el eterno retorno en la flecha lineal del progreso, al precio de abdicar de la más firme de las antiguas certidumbres espirituales, la existencia de Dios y el más allá, y ahuyentando al mismo tiempo, a cada paso, la más cierta de las materiales: que vamos a palmar.

Al salir a la calle, este barrio, a estas horas, parece ser el territorio exclusivo de una especie híbrida y noctívaga: hombres de traje paseando perros de raza. Por la avenida, poco transitada, casi solo circulan coches de lujo, que atraviesan la noche como las naves espaciales atraviesan el éter en las películas de ciencia-ficción. Imagino la seguridad uterina de su interior tintado como una proyección del mismo anhelo del soldado agonizante, de esa “intimidad maternal de la muerte” de la que hablaba Bachelard. Cuando llego caminando a Columbus Circus y sus rascacielos envueltos en bruma pienso en lo mucho que le pegan los death cafés a Nueva York y a esa particular economía de expiación que a veces parece gobernar sus flujos de energía: como si la competitividad y la ambición desenfrenada de self-entrepreneurs y go-getters se exorcizase en huertos urbanos y centros de yoga atestados; como si la verticalidad acristalada y cruel de Manhattan lo hiciera de algún modo en la horizontalidad del Brooklyn gentrificado, organic y neo-artesano –ambos dando la espalda a los projects y al Bronx–. Además, en una tierra que abandera la democracia, ¿qué demócrata más insobornable que la muerte?

Una última meditatio mortis antes de entrar al metro y ser tragado por las entrañas de la tierra: la fragilidad es el precio de la complejidad. Halway shéyaamod, exclama el Dios hebreo al crear el mundo, “¡Con tal que aguante!...” ¡y ale! La muerte es lo único cierto anidando en el núcleo proteico de lo más improbable: la vida. Una garantía que, cuando llega, suele hacerlo sin embargo envuelta en infausta accidentalidad. ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo? ¿Por qué tú? En los death cafés se intenta en parte re-aprender a decir que SÍ a ese gigantesco NO, a aquello que, “como el Sol, no puede mirarse a la cara”.

Pero es difícil persuadir a nuestro inconsciente de nuestra mortalidad. Y quién nos dice que no llegará el día en que, como casi siempre, se demuestre que era él –ello– quien estaba en lo cierto, y la ingeniería genética nos haga amortales, como soñó Morin, o bien fabrique doppelgangers a voluntad. Hasta entonces, mientras seamos los mismos torpes y frágiles depredadores de dulces y Sentido, cómo seguirá doliendo ser la sensibilidad de lo infinito atrapada en lo finito.