Cómo hacer cosas con números
Cuando se me planteó la exigencia de “medir la cultura”,
vi que la cultura debía ser precisamente aquella condición
que excluye una mentalidad capaz de medirla.
Theodor Adorno
CUENTAS Y CUENTOS: RETÓRICA ARITMÉTICA
Queremos ser libres. Pero nos aterra la incertidumbre. A menudo, el precio que pagamos por neutralizar la segunda es la propia libertad. La toma de decisiones que atañen a nuestra vida como individuos y como sociedades está cada vez más externalizada y supeditada a protocolos de contabilidad y cuantificación que nos condicionan en la misma medida en que se sustraen a nuestro control. Los números desempeñan un papel cada vez más central en el tráfico de medias certezas que caracteriza la milenaria batalla cotidiana entre nuestro anhelo de libre albedrío y el de vernos libres del albedrío, ya sea el del azar o el ajeno. El gobierno de lo público, que en los estados modernos siempre ha estado vinculado a la producción centralizada de datos estadísticos, aplica ahora en cada vez más ámbitos (sanidad, educación, servicios sociales, medio ambiente) procedimientos contables propios de la gestión empresarial y las finanzas. A su vez, algoritmos como PageRank (Google) o EdgeRank (Facebook) rigen la densidad ontológica de lo que es (lo visible), determinando y jerarquizando qué aparece en las pantallas de los terminales de una gigantesca red de computación binaria, ese tejido reticular al que permanecemos conectados produciendo nosotros mismos de buena gana más datos computables de los que esos incipientes estados soñaran nunca con obtener esforzadamente. Con todo, nuestra pulsión de orden y de objetividad, que lo es de control, y cada vez más numérica, termina por casar con nuestras aspiraciones de emancipación.
¿De dónde procede este auge de la contabilidad y la cuantificación? Por una parte, las cifras heredan su halo de autoridad de la eficacia y el rigor de los métodos cuantitativos de las ciencias duras como la física y las matemáticas. También, de la cualidad moral que atribuimos a la “objetividad”, entendida por los científicos del XIX como una forma de ascetismo epistemológico que se esfuerza por desterrar los prejuicios o juicios de valor subjetivos, eso que Renan llamaba le courage de s’abstenir, el valor de abstenerse del científico riguroso. Nietzsche, sin embargo, ya nos previno sobre la voluntad de poder que todo ascetismo esconde.
Alentados por esa promesa de transparencia y ecuanimidad intrínsecas, solemos arrogar a las cifras una relación privilegiada con la realidad, como si condujeran milagrosamente del signo al mundo sin los requiebros torticeros y fallas propios de la subjetividad. Ahí van algunas: 3.000.000, 74.000, 15,75%, 1.465, 79,68%, 12.000.000, 27,3%. Pensemos en el efecto que tienen así de primeras. Ya sea dispuestas sobre la página u oídas en boca ajena, solemos toparnos con las cifras como nos topamos con un medio conocido al que lleva un rato situar. La fluidez de un discurso, de nuestra capacidad para anticiparlo e interpretarlo sobre la marcha, parece resentirse cada vez que choca de bruces con una. Ahí están al abrir la revista, bien erguidas sobre la línea, ufanos cipreses tamaño versal, de dudosa simpatía. Porque las cifras imponen, no hay duda, pero también irritan: algo de opacidad intuimos en el esfuerzo cognitivo extra que nos exige su decodificación y contextualización. Y no vamos desencaminados. Estos enhiestos surtidores de objetividad arrojan siempre sobre aquello que pretenden describir tanta luz como sombra y sueño. Son, no menos que otras palabras, cómplices de lo que el filósofo J. L. Austin llamaba “falacia descriptiva”.
Todo indicador numérico lleva aparejado, implícito, un símbolo “=”, una ecuación coja, insinuada. Cuánta fe, buena y mala, no depositamos en esas dos líneas paralelas para colar camellos a través de ellas. Y sin embargo, son precisamente las dos líneas paralelas que delimitan el misterioso conducto algorítmico entre input y output las que anuncian la trampa de toda representación: que el signo y el mundo no llegan jamás a tocarse, que mapa y territorio nunca pueden ser, como recuerda el cuento de Borges, una y la misma cosa.
Es muy significativo, en ese sentido, que la misma o casi la misma palabra sirva en muchos idiomas (count/account, counter/raccounter, zahlen/erzählen) para designar tanto la acción de “enumerar” o “cuantificar” como la de “narrar”. La RAE, en sus dos primeras acepciones define ‘contar’ como “computar las cosas considerándolas como unidades homogéneas” y “referir un suceso, sea verdadero o fabuloso”. Elocuente polisemia la de un término que gravita en torno a nociones sorprendentemente antitéticas en lo que concierne a la objetivad y subjetividad y, por extensión, a lo veraz y lo ficticio. La distinción entre ambos polos se emborrona aún más si leemos la acepción desiderativa de “confiar o tener por cierto que alguien o algo servirá para el logro de lo que se desea”. Creer es querer creer. ¿Serán las cifras las usurpadoras del aura benjaminiana que la modernidad técnica marchitó? Al fin y al cabo, la energía ni se crea ni se destruye.
PERAS Y MANZANAS
Lo cierto es que, al medir o cuantificar el mundo, lo reconstruimos una y otra vez, transformándolo en el proceso. La expresión “contabilidad creativa” es una redundancia: detrás de toda cuenta siempre hay un cuento. Primero, porque para “inventariar” hay antes que “inventar”: crear unidades que no estaban en la realidad antes de etiquetarla, y con tendencia a volverse recalcitrantes (“hispano”, “caucásico”, “desempleo”, “PIB”). Lograr eso cuesta. Como cuenta el historiador Theodore M. Porter, “la definición y la estandarización de las unidades en las que había de medirse cantidades naturales precisó de una enorme labor de investigación y de negociación. Los ohmios, los faradios, los kilogramos, los grados (Celsius o Fahrenheit) no vinieron dados por la naturaleza, sino que fueron fijados por científicos, industriales, burócratas, ciudadanos, reyes y presidentes”.
Contar es “conmensurar”, generar primero distinciones y luego equivalencias que permitan movilizar y jerarquizar objetos siempre que primero los tornemos homogéneos, “contables”. Eso es lo que nos explicaban en el colegio cuando nos decían aquello tan nazi de que no se pueden mezclar peras con manzanas. Para tamizar la complejidad y hacerla manejable y controlable, los cuantificadores reducen la heterogeneidad a intervalos (valores) de una misma unidad métrica. El dinero tal vez sea el mejor ejemplo de esta operación de abstracción proyectada contra un horizonte asintótico (esperemos) de equivalencia infinita por la que todo puede devenir valor de cambio. No es casualidad que capitalismo y cuantificación vayan tan de la mano. Ni que el auge del neoliberalismo lo sea también del accounting generalizado. La equivalencia es la pista de hielo por la que se desliza nuestro mundo a una velocidad que acojona (si todo tiene un precio, poner precio a todo también lo tiene). Es importante no perder de vista que un test, un ranking o un indicador estadístico también requieren de estas operaciones de homogenización, no exentas, como explican Desroisière y la escuela “convencionalista” de estadística, de muchas vacilaciones y decisiones previas.
Segundo, porque la contabilidad o la cuantificación también dirigen nuestra atención, amplificando unos rasgos (los contables) y desechando otros de aquello que pretenden describir. El efecto es parecido al de reencuadrar una foto. Este desplazamiento de los conceptos a manos de las cantidades (lo que Horkheimer y Adorno denunciaban como “sustituir el concepto por la fórmula”) estructura nuestra percepción. Al igual que poner precio siempre es una manera particular de “apreciar”, los indicadores son, su nombre lo dice, como dedos que señalan. Así la posibilidad de “contar” mundos diferentes. O Españas: con las cifras huérfanas de hace unos párrafos, mencionadas todas ellas en el debate sobre el estado de la nación, se pueden contar varias diferentes. Esas cifras, de hecho, nos representan, y la variedad de nuestras propias reacciones a ellas también se destilará en otra cifra estadística. O pensemos en el exministro Wert hablando, al hilo del informe PISA sobre educación, de las “asignaturas que importan” (las que se ven reflejadas en los tests del informe) y “las que distraen”. Puritita distribución de lo sensible y lo cognitivo. ¿Y quién elabora los indicadores? La OCDE. Una organización supraestatal de carácter económico fija los “estándares” de aprendizaje educativo. Por eso a veces conviene hacer como los perros, que se quedan mirando el dedo y no el lugar al que apunta (la rudimentaria deixis canina tiene sus ventajas analíticas) para indagar qué se cuece en esas cajas negras de aspecto tan aséptico que son los indicadores.
Tercero, porque como sucede con las partículas cuánticas, no somos de piedra ni inmunes a la observación, la medición y la evaluación de nuestra conducta. Estas operaciones contables tienen efectos que condicionan y modifican los comportamientos que pretenden ser medidos objetivamente. Junto al que el informe PISA produce en el diseño del currículo escolar, podría citarse el del todopoderoso ranking de U.S. News and World Report en EE.UU., país donde no hay decano de una facultad de Derecho que se atreva a tomar ninguna decisión sobre la institución sin antes estimar cómo afectará a su puntuación y consiguiente posición en dicha clasificación. Similar tiranía algorítmica la padecen también sus compatriotas médicos, muchos de los cuales reconocen que su decisión a la hora de operar o practicar una angioplastia está condicionada por cómo afectan las defunciones a las tarjetas de puntos con las que son evaluados cuantitativamente. Los ejemplos de efectos performativos similares a estos son, por decirlo así, innumerables.
EL DESTIERRO DE LA POLÍTICA
La promiscuidad contable tiene una larga historia y tal vez se remonte a aquellos inventarios cuneiformes de las tablillas sumerias que constituyen el origen de la escritura. Al correr de los siglos, la intensificación del comercio global alentó el desarrollo científico de nuevos métodos de medición y contabilidad. Y tiene sentido: una pequeña comunidad puede sobrevivir a la falta de procedimientos objetivos sin excesivos altercados, pero a medida que la distancia geográfica entre interlocutores se agranda, y que los significados y las asunciones dejan de compartirse culturalmente, se necesita un sustituto técnico de la confianza. La necesidad de una presunción de objetividad que no toque cuestiones axiológicas propició el desarrollo de la cuantificación como lo que el historiador Theodore M. Porter llama una “tecnología de la confianza”. La objetividad se sumó al dinero como moneda (epistémica) de curso legal y de aceite para lubricar la maquinaria del intercambio.
Esa capacidad para generar confianza y coordinar grupos humanos distantes (en términos de espacio e idiosincrasias) y para, como diría Foucault, producir el mundo al conocerlo, es lo que hace que la cuantificación sea también una efectiva “tecnología de gobierno”. El surgimiento de las democracias modernas está también estrechamente ligado a la contabilidad, a la capacidad de los gobiernos centrales para unificar sistemas de medición y censos. La estadística es precisamente la “ciencia del Estado”, y parece lógico que una democracia se especialice, en parte, en “conmensurar”, en unificar varas de medir. En el siglo XIX se produjo ya una verdadera “avalancha de cifras”, que, cuenta Ian Hacking, “transformó profundamente lo que elegimos hacer, quién intentamos ser y qué pensamos de nosotros mismos”. El propio concepto de sociedad es, en parte, un constructo estadístico, y hay que reconocer que a la Thatcher no le faltaba algo de razón cuando soltó aquella joya del nihilismo neocon de que “no existe tal cosa llamada sociedad”.
Bajo la égida de la dama de hierro, sin embargo, y de la mano del llamado New Public Management (que el “Nuevo Laborismo” de Blair no hizo sino acentuar), la gestión de lo público pasó a regirse en el Reino Unido por las tres floridas “emes” de “mercados, managers y medición”, en una progresiva aplicación de procedimientos y técnicas contables propios del ámbito de la gestión empresarial y financiera en los de la sanidad, la educación y otros servicios sociales, con el fin de aumentar su “eficacia” y “rentabilidad” en términos económicos. Este proceso coincide con lo que sociólogos anglosajones como Michael Power han denominado como la “explosión de las auditorías”, pilar contable del desmantelamiento neoliberal del Estado del bienestar que hoy, tras la crisis financiera y su socialización, padece, noqueada, media Europa.
El documental The Trap (Adam Curtis, 2007) muestra los niveles de irracionalidad que estos protocolos de hiperracionalización contable produjeron en el sistema sanitario británico. Entre el delirante rosario de triquiñuelas ideadas en los hospitales británicos para cumplir con los objetivos numéricos de reducción de listas y tiempos de espera que imponía la health economics (con el NICE [el National Institute for Clinical Excellence] y la Commission for Health Improvement a la cabeza) se lleva la palma la llamada “enfermera-hola” (hello-nurse), una enfermera que se limitaba a saludar al paciente al llegar, para que computase como “atendido”. Hecha la ley, hecha la trampa.
Lo cierto es que, lleguen o no a esos extremos, son cada vez más las organizaciones y profesionales que tienen que demostrar su rendimiento en términos cuantitativos, y ninguna de sus actividades deja de ser afectada en el transcurso del proceso. Hoy hasta las ONG dedicadas a la promoción de la justicia social y la ayuda humanitaria se enfrentan a la demanda de cuantificar sus logros mediante índices, incluso cuando estos son difíciles de trasladar a parámetros numéricos, cuya elaboración es además extremadamente ardua y costosa. Por eso la gran mayoría de cifras portátiles que viajan por este espacio epistémico de autoridad global se cuecen casi siempre en el Norte, en los nodos que Latour denomina los “centros de cálculo”.
Los propios países no son una excepción. Desde que en 1940 Colin Clark publicara el primer índice estadístico de ingresos per cápita a escala mundial, se ha generado un dispositivo creciente de abstracciones numéricas que rigen la gobernanza mundial. Sometidos a la obediencia de indicadores como los que el Banco Mundial o la Heritage Foundation elaboran para, por ejemplo, The Millenium Challenge Corporation (fondo estadounidense que asigna recursos para proyectos de cooperación), los Estados soberanos devienen autodisciplinados sujetos foucaultianos, responsables gestores de sí mismos bajo pena de responder ante el poder (el conglomerado de intereses) encargado de elaborar esos mismos índices. De nuevo, cabe preguntarse, como hacemos griegos o españoles ahora, sobre la legitimidad de los monitores que configuran las tablas de la gimnasia aritmética con las que se pone a dieta a poblaciones enteras, haciéndolas participantes activas, “responsables”, de un proceso de dominación travestido de objetividad.
Efectivamente, los números “hacen cosas” y las decisiones que determinan su configuración tienen importantes consecuencias políticas. Los indicadores imperan en el mundo que ellos mismos construyen: determinan la distribución de muchos recursos, públicos y privados, afectan a cómo evaluamos lo que nos atañe, definen categorías e identidades y esterilizan el lenguaje con el que se ejerce el poder. Porque toda forma de objetividad social se construye mediante actos de poder. Y no es lo mismo determinar, por poner un ejemplo sencillo, “cuántas camas hay en un hospital” que “cuántas camas hospitalarias necesita una ciudad”. Sin embargo, la respuesta, como señala el antropólogo Richard Rottenburg, arrojará, al igual que la resolución de cuestiones tan dispares como el retorno de inversión de un departamento o la prima de riesgo de una deuda soberana, una cifra solitaria y aparentemente neutral.
El problema de esta metástasis contable es que cuando todo deviene cuantificable y todo deviene “auditable”, las dimensiones políticas y éticas impepinables de toda evaluación y toma de decisiones se convierten, por arte de cifra, en una cuestión aparentemente técnica. El uso de indicadores y de análisis de costos y beneficios (desarrollados por el Army Corps of Engineers de EE.UU. en los años treinta como una herramienta racional para dirimir diferencias de criterios con otras agencias gubernamentales) reemplaza los juicios de valor o puramente políticos por un procedimiento de toma de decisiones en apariencia más racional, basado en cuantificaciones estadísticas. Se supone que esto hace el proceso más abierto y susceptible de ser “auditado” públicamente, que limita la corrupción y el poder de las élites. Por una parte, como señala Rottenburg, parece difícil que un Estado democrático prescinda de criterios de verificación objetivos, que garanticen y legitimen la rendición de cuentas y la transparencia en la toma de decisiones. Por otra, cuando esos métodos suplantan progresivamente el antagonismo que toda política conlleva mediante una tecnificación experta de las decisiones tras la que se apantalla un interés que dista de ser el general, se produce no sólo una erosión notable de la democracia y sus valores participativos, si no un escamoteo, una estafa. Una vez la rendición de cuentas se entiende cuantitativamente y se identifica automáticamente con el buen gobierno, el significado de muchos valores, incluido el de la propia “democracia”, se despoja de su carácter político.
No es casualidad que la “despolitización” aparente que ha caracterizado el auge del neoliberalismo corra pareja a este auge de la contabilidad y las auditorías. El imperio de la cuantificación hace juego con la tendencia al universalismo abstracto del liberalismo y cierta fe tecnocrática, con una concepción de la democracia cifrada en intereses, obsesionada con la economía y la fábrica de consenso, y considerablemente escéptica, por no decir renuente, respecto a la participación ciudadana y la democracia directa. “¿Cuánta democracia aguanta el capitalismo?”, se preguntaba David Fernández en un texto sobre el 15-M. Tal vez quepa reformularla también como cuánta contabilidad y cuantificación pretendidamente asépticas aguanta la democracia, y si el “retorno de lo político” que preconiza, entre otros, la filósofa y politóloga Chantal Mouffe, no pasa también por una limitación de la gestión contable de lo público donde la ideología pasa por cálculos de rentabilidad económica, por desacralizar la objetividad aparente de ciertos procedimientos e indicadores. Si, como ella y Laclau recordaban citando a Gramsci, todo consenso no es sino la cristalización de una hegemonía, de unas relaciones de poder determinadas, más vale que las cartas estén sobre la mesa. Si no, tras las piruetas contables, todavía nos soltarán, como hacía Carlos Floriano en ese inefable vídeo-brunch corporativo del PP (“Aún queda mucho por hacer”), lo de “¿No creéis que nos ha faltado un poco de piel?”. Respirad hondo y contad hasta diez.
Álvaro Marcos
Álvaro Marcos trabaja como traductor, editor, redactor y lo que se tercie mientras acumula másters y esquiva doctorados. Ha investigado sobre la atención en la cultura moderna y contemporánea y en la actualidad cursa un máster en The New School for Social Research (Nueva York). Toca en los grupos madrileños Atención Tsunami e Incendios.