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Qué coño es el agua

Sobre peces, pantallas, algoritmos y arborescencias (y, de paso, sobre atención y dignidad en un mundo complejo)

Van dos peces jóvenes nadando una mañana y al poco se encuentran a un pez viejo que, al cruzarse con ellos, les saluda y les dice “Buenos días, chavales, ¿qué, cómo está hoy el agua?”. Los dos peces jóvenes siguen nadando y al rato uno para y le pregunta al otro: “¿Qué coño es el agua?”.

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Peces

Con esta pequeña parábola abría David Foster Wallace el discurso que dirigió a la promoción de graduados del Kenyon College en 2005. Poco después, lanzaba a su joven audiencia la reflexión de que aprender a pensar y a vivir una vida compasiva (y, por extensión, “digna”) conlleva preservar “el grado de (auto)consciencia suficiente para elegir a qué prestamos atención y decidir cómo construimos significado a partir de la experiencia”, instando a no perder nunca de vista todo aquello que, si bien esencial, de puro ubicuo se torna transparente hasta hacerse invisible, de modo que hace falta recordarse, una y otra vez: “esto es agua, esto es agua”. Porque “la verdadera libertad requiere atención, y consciencia, y disciplina, y ser capaz de preocuparse por otras personas, y de cuidarlas y sacrificarse por ellas de mil maneras casi imperceptibles y muy poco atractivas, cada día”. ¿La alternativa a este esfuerzo?: “la inconsciencia, la configuración por defecto, la ‘carrera de ratas’, la sensación continua y punzante de haber tenido y haber perdido algo infinito”.

Ahí lo llevamos. En esta exhortación a “prestar atención”, en la advertencia acerca de los peligros que entrañan la inercia y la delegación de la tarea cortazariana de ablandar el ladrillo todos los días, en su inclusión del significado de atender como “cuidar” (de sí y de los otros) DFW condensa con sencillez todo lo que nos jugamos en este terreno. Y es que preguntarse por la importancia de la atención viene a ser como preguntarse por la importancia de la importancia: algo que parece una perogrullada y, por eso mismo –como sucede con todas las aparentes perogrulladas—, un ejercicio extremadamente sano y hasta revelador. Y si, ya desde un primer momento, vinculamos la noción de “relevancia” con aquello merecedor de una forma especial de atención, cabe entonces preguntarse por qué atender a la atención parece, hoy, tan relevante. Sí, ¿por qué? ¿Qué (nos) está pasando?

 

Telarañas

En primer lugar, existe algo intrínsecamente sospechoso e impúdico en lo solícito de un medio (“esto es agua”) que pugna de mil y una formas al cabo del día por llamar nuestra atención. Algo que huele a podrido en la miríada de plataformas y dispositivos que compiten por atraerla y, en la medida de lo posible, sostenerla y adherirla a sí. Es este asedio severo lo que permite, siquiera de modo refractado, caer en la cuenta de su existencia (prestarle atención) y preguntarse sobre su naturaleza y sobre su valor: “¿tanto vale mi atención para llamarla así?”. Pues sí.

Porque, en segundo lugar, la sensación convive con un hecho no menos inquietante: la mayoría de estas transacciones atencionales están regidas por una conveniente asimetría. Nuestra atención genera rastros computables y valor (del que no vemos un duro) al converger en determinados nodos y suministrar información rentable a las corporaciones (Google, FB) que cosechan la desinteresada labor de los prosumidores y se reparten, en la jerga del negocio, la venta de eyeballs.

La gran telaraña es, además, red de redes en más de un sentido: a un lado, la red de silicio cuyo acceso guardan, interconectados, millones de polifemos silenciosos, al otro, la red de retinas (retina, ‘redecilla’, procede del latín rete, ‘red’), a las que continuamente echan la red a través del espejo. Porque las pantallas, esas sedes de luz y movimiento y por tanto de los dos estímulos que la vida aprendió a detectar primero, también son capaces de atendernos para monitorizar y monetizar nuestra conducta (del seguimiento ocular al reconocimiento dactilar, del registro masivo de huellas digitales y leads al neuromarketing: la fantasía panóptica y espectacular en un mismo pack). Pues si en un pasado se trató principalmente de domeñar la incertidumbre de un entorno natural, hoy se trata de neutralizarla en la propia conducta de los sujetos, tornándolos predecibles: son ahora las propias relaciones humanas y nuestras facultades cognitivas, como la de atender, el objeto de múltiples procesos de cuantificación y predicción. Suena conspiranoico, pero es asín.

Una suerte de historia cultural de la atención debería dar cuenta por tanto de en qué momento, en muchas ocasiones y contextos, “mirar” empezó a ser “trabajar”, como explica Jonathan Beller, en el marco de una economía de la atención. Y también de cuándo el doble oscuro, la “distracción”, ese imperativo atencional velado que para Benjamin caracterizaba la experiencia del sujeto moderno, ascendió a diagnóstico médico: el famoso SDA, azote de millenials multitaskers. ¿Casualidad? Cabe esperar que a Foucault el asunto le mosquease cosa fina. La distracción está también vinculada a la paradójica forma de absorción extravertida que produce la fascinación lumínica y cinética que ejercen las pantallas: esta historia sería también la de cómo el ensimismamiento y la ensoñación, estados introspectivos profunda y políticamente idiosincrásicos (esenciales para la ordenación cotidiana de los contenidos inconscientes), son tecnológicamente suplantados y, poco a poco, desterrados1.

En definitiva: la historia tendría que terminar por abarcar la conformación de un mundo humano, demasiado humano, un mediascape prefabricado que corre a anticiparse a nuestros deseos, juicios y acciones, y cuyas intenciones se apantallan tras algoritmos deícticos. Par reparar en ello, basta especular con lo mucho que dista este chicle mascado (¡hasta el sonido de las puertas de los coches se diseña!) de lo que debieron encontrarse las primeras mujeres y hombres cuando el entorno era predominantemente Naturaleza y la techné aún palpitaba como mera potencialidad evolutiva en el jirón peludo que era todavía el ser humano (un pulgar en proceso de oposición, un lenguaje aún por articular). Antes de que la alienada odisea del Espíritu se encargara de remontar el partido invirtiendo esa desalentadora proporción, la realidad tuvo que constituir un conglomerado impenetrable de referentes huérfanos francamente hostil. Nuestra historia, la de la atención y su progresivo control y mercantilización, debería dar cuenta de la transformación milenaria por la que esa realidad dejó de ser algo que “se resistía” tanto para quererse a veces tan “irresistible”, por el que la hermética hostilidad se prostituyó (se humanizó), al menos en determinadas sociedades, en incesante y fastidiosa apelación.

 

Las puertas de la consciencia (y de la experiencia)

No obstante, dicha historia debería primero admitir con honradez que, desde William James hasta hoy, no se ponen de acuerdo los psicólogos sobre qué es exactamente la atención (¿un “resultado” o una “fuerza”?) y si existe empíricamente, de verdad de la buena, tal mecanismo cognitivo. “Lo que conocemos como atención”, advierte un especialista patrio, Rosselló, “podría no ser más que fenomenología atencional, una vivencia subjetiva que experimentamos cuando determinados circuitos sensoriomotores incrementan su actividad basal”. Vaya.

Epifenómeno o no, la vigencia del dilema tiene chicha. Porque el misterio de la atención es uno y el mismo misterio que el de la consciencia. Por una cuestión puramente adaptativa, estamos programados para reaccionar atendiendo a determinados estímulos externos. Por una cuestión evolutiva, como seres conscientes podemos orientar parcialmente nuestra atención, movilizarla a voluntad. En esta doblez radica el meollo de la cuestión. Como automatismo reflejo, la atención garantiza nuestra supervivencia al tiempo que nos expone también, por suerte y por desgracia, a estímulos impremeditados, a que se cuelen por la falla atávica los fantasmas de la heterodirección y la manipulación. Bastarán los señuelos y reclamos adecuados para cazarnos. Por otro lado, la atención es el umbral que guarda el acceso a la consciencia y, a un tiempo, como explica también Rosselló, el mismo medio que tiene esa consciencia para supervisar nuestra cognición y nuestros actos, y para evitar que la mente, ese “teatro de posibilidades simultáneas”, se abarrote, como explicaba Kant, de apariencias. ¡Las puertas de la consciencia! Casi nada. No es de extrañar que este limen privilegiado y privilegiador se haya convertido en un campo de batalla.

 

Las lecciones de Funes

Pero llevamos un rato hablando de accesos y umbrales y, por tanto, también, de optimización de recursos y elecciones perentorias, es decir: primeramente de economía y, luego, más al fondo, de ética y, finalmente, de política. Antes de hablar de capitalismo digital, hay que hablar de una (bio)economía atencional básica: contamos con unos recursos cognitivos finitos, de cuya adecuada distribución y optimización depende nuestro éxito en la tarea de sincronizar nuestra actividad psicomotriz con tan solo una parte del gigantesco flujo de estímulos y representaciones –tanto los procedentes del entorno como los que pueblan nuestra galaxia psíquica— en el que flotamos como los peces de la parábola.

Ningún ejemplo ilustra mejor esta particular economía vital que el del más inolvidable personaje borgiano. Tras una paulina caída de caballo, el humilde Funes adquiere el don prodigioso de registrar y recordar la realidad hasta el último detalle (“Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero”). Todo don implica un contra-don, y Funes tiene que pagar un doble precio muy significativo por su superpoder: 1) la incapacidad para moverse (la caída le deja tullido); y 2) la incapacidad para la abstracción, para proceder de lo particular a lo general (para “pensar”). Maldecido por esa capacidad sobrehumana, abarrotada su alma de apariencias y su memoria de recuerdos, incapaz de depurar y simplificar el sindiós fenoménico, Funes no tardará en irse al otro barrio. Él es el vívido ejemplo de otra sagaz perogrullada, la de Nietzsche cuando dijo que el olvido es esencial para la acción. Porque no es sólo el porrazo el que deja inmovilizado a Funes, es sobre todo su incapacidad para la atención selectiva y para olvidar abstrayendo.

Como la de DFW, la parábola de Borges nos recuerda que a cada instante de nuestras vidas (comuniones místicas y lisérgicas aparte) no somos sino la punta de un gigantesco iceberg. La consciencia es un fenómeno muy costoso en términos cognitivos y constituye el vértice de una pirámide inconmensurable de procesos subconscientes: desde los propios orgánicos y psíquicos a todos los que posibilitan la complejidad apabullante de un entorno en cuyos cimientos y engranajes se decantan milenios de evolución y aceleración tecnológica exponencialmente acumulados. Pensemos en la intrincadísima sedimentación espacio-temporal sobre la que se levantan los paramentos, virtuales o no, de nuestro mundo, y en los crecientes niveles de abstracción y automatización que oculta: las letras que ahora estás obviando para atender al significado de este texto y no a su significante, el código binario que me ha permitido a mí yemearlas mecánicamente para hacerlas aparecer en una pantalla, la explotación minera de las tierras raras empleadas en su circuitería… y así, ad totum. Porque de eso va esto en el fondo: de cómo relacionarnos con el todo que nos abarca, de cómo habitar dignamente la complejidad sin perecer en el intento.

Funes nos recuerda que atender implica, antes que nada, elegir, descartar. Jerarquizar, proyectar figuras sobre fondos. “Desde el viento vespertino hasta la mano que se apoya en mi hombro, cada cosa tiene su verdad”, escribía Camus. “Es la conciencia la que lo ilumina por la atención que le presta […]. La conciencia suspende en la experiencia a los objetos de su atención, los aísla con su milagro”. Ese “milagro” de la atención que fascina a Camus no es muy diferente de la “fuerza mágica” (Zauberkraft) con la que Hegel identifica al sujeto: aquello capaz de mirar lo negativo a la cara y de demorarse en ello para transformarlo en ser. Gomá Lanzón lo expresa de forma más meridiana cuando afirma que para encontrar entero al yo, al sujeto “hay que averiguar dónde pone su atención”, pues “en la atención al yo le va su ser”.

Y vaya que si le va. Aquello a lo que decidimos prestar atención constituye la fuente de nuestra experiencia, la materia prima con la que fabricamos, a golpe de cincel cognitivo, nuestra identidad y nuestros mundos de vida compartidos. Y es en la medida en que podemos hacer, como individuos y sociedades, del acto y el objeto de atender algo voluntario, donde radica precisamente su dimensión ética y política. Así pues, conviene preguntarse, ¿exactamente cómo y qué regiones de la realidad decidimos dejar fuera del foco de nuestra atención? ¿En qué grado obedecen esas operaciones cotidianas a elecciones propias o son inducidas desde fuera por intereses espurios? Porque una vez esculpida con arte la negra piedra fenoménica, el hábito, mucho menos mágico y más práctico, va destinando enormes parcelas de información al subconsciente e inconsciente, el individual y el colectivo, conformando la masa transparente de agua que Žižek denunciaría (con un vehemente espasmo) como ideology at its purest!

Esas operaciones se articulan hoy en parte sobre la acción combinada de pantallas y algoritmos, dos dispositivos que contribuyen a un particular “reparto de lo sensible” (Rancière), en el que el “ser es ser percibido” de Berkeley cobra un nuevo sentido. Porque la citada tarea de lidiar con la complejidad para habitarla es tan abrumadora como insoslayable: si no la acometes, alguien o algo lo hará por ti. Y pantallas2 y algoritmos están siempre listos para echar un cable en esa simplificación. Para naturalizar lo editado y lo calculado. Sin pantallas, además, recuerda Beller, no hay globalización posible.

 

Arborescencias (¡en guardia!)

Tal vez sea esta colonización predatoria por parte del entorno (mitad expropiación taimada, mita delegación negligente), la que esté en la raíz de un ruido de fondo que perdura en muchos de nosotros. De una ansiedad difusa que en ocasiones adquiere la intensidad o los herzios suficientes para diferenciarse de lo reprimido, para no conformarse con aflorar intermitente y travestido en ciertas cesuras y ángulos muertos de lo cotidiano, o durante el sueño, y trasmitir, entonces sí, en una frecuencia que entra de lleno en el rango de lo perceptible, de lo consciente. Porque de la misma manera que vivimos la mayor parte del tiempo como si no fuéramos a morir, espantando la mayor de las certezas que jamás vayamos a acariciar, vivimos la mayor parte del tiempo alejando de nuestra atención muchos y muy cuestionables eslabones de las cadenas de abstracción y los esquemas que “gramatizan” nuestra conducta. Y es ahí donde aflora una disonancia cognitiva de escala fantástica, que atañe a nuestra dignidad como individuos y como sociedades. Porque la expropiación de lo común que supone la mercantilización de la atención tiene consecuencias personales y locales, pero también globales.

Ahora bien, la misma avidez con que se atrae, se disciplina y se explota la atención es la viva prueba del poder que reside en ella, y por tanto en cada uno de nosotros y en nuestra capacidad para orientarla, más aún cuando somos muchos los que decidimos unirnos y decidimos a qué merece la pena prestar atención ahora, tanto como a qué no se puede dejar de prestar atención nunca. El nuevo reparto de lo sensible que el 15M se esforzó y se esfuerza por hacer emerger mancomunadamente es buena prueba de ello. Sí, teníamos y tenemos que hablar. Porque la alternativa a ese empeño compartido de atender y dar sentido es la inconsciencia, la “carrera de ratas” de la que habla DFW: una vida secuestrada, conglomerado de hábitos inoculados, que se desliza por la pendiente de la inercia. La misma que Ruskin describía con hiriente lirismo en un pasaje que merece la pena rescatar íntegro:

"Es esa vida de la costumbre y de lo accidental en la que muchos de nosotros pasamos buena parte de nuestro tiempo en el mundo; esa vida en la que hacemos lo que no nos hemos propuesto, y en la que decimos lo que no queremos decir y asentimos a lo que no entendemos; esa vida enterrada bajo el peso de las cosas externas a ella, que, en lugar de asimilarlas, se ve moldeada por ellas; esa que, en lugar de crecer y florecer bajo un saludable rocío, queda cristalizada, como si estuviera recubierta de escarcha, siendo a la verdadera vida lo que una arborescencia es a un verdadero árbol, una especie de conglomerado dulzón de pensamientos y hábitos ajenos a ella, frágil, terca y glacial, que no puede dirigirse ni crecer."

Acojona, ¿verdad? Pero suena familiar también. Debe ir unido. Estar atento para evitarlo (“esto es agua, esto es agua…”) es un proyecto al que vale la pena dedicar una vida. Es decir: merecerá la pena morir en ese empeño.

  • 1. Es curioso, así como la música funciona como un aguijón incomparable para suscitar el libre flujo de las propias representaciones y acompañar y potenciar, más que provocar, nuestros estados de ánimo, la imagen parece tender a imponer o suplantar esas representaciones, a extravertirnos más que a introvertirnos.
  • 2. Resulta curioso también que, en la mayoría de los idiomas, las acepciones del término basculen entre dos significados antitéticos: el de “visibilizar” (la pantalla como soporte transparente de imágenes); y el de “ocultar”: la pantalla como obstáculo opaco que dificulta o impide la visión, o que directamente induce a engaño. Las pantallas cumplen siempre ambas funciones a la vez: “ocultar visibilizando” o “visibilizar ocultando”. ¿No suena polvorientamente “ideológico”?

Álvaro Marcos

Álvaro Marcos trabaja como traductor, editor, redactor y lo que se tercie mientras acumula másters y esquiva doctorados. Ha investigado sobre la atención en la cultura moderna y contemporánea y en la actualidad cursa un máster en The New School for Social Research (Nueva York). Toca en los grupos madrileños Atención Tsunami e Incendios.