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Esto no es la realidad
Si una noche de verano María Llapart...
Transcurrido poco más de un mes desde la noche electoral del 26J, tal vez algunos retengan todavía en la memoria un momento de la velada tan fugaz como desternillante y revelador (por ese orden) de su emisión en la Sexta. Pasadas las diez y media de la noche y con más del 90% de los votos escrutados, el gesticulante Ferreras (un extra improbable de brío en su ya de por sí hiperbólica kinesia hace pensar desde hace un rato que la confirmada frustración del sorpasso le pone un poco-bastante) cede paso a María Llapart, la periodista que cubre la plaza del museo Reina Sofía, el Neptuno de Podemos.
“El mayor acontecimiento artístico del año”, llamó en 2011 el ya por entonces director de ese museo al 15M, frotándose las manos, presto a abordar la pionera canalización institucional de aquel desborde de energía popular, tan huérfano todavía de rentabilidades desde algunas ópticas. Lo que ha llovido desde entonces. Esta noche la plaza no es Sol pero está razonablemente atestada, de podemitas y simpatizantes. Y la periodista va a proceder one more time a comentar como está el patio, literal.
Por la tele, las noches electorales consisten básicamente en dos cosas: recuentos y reacciones (con sus correspondientes traumas y abreacciones). A medida que el porcentaje de votos escrutados aumenta y la incertidumbre se torna resultado, las cadenas se pasean por los cuarteles generales de los principales partidos describiendo el rosario de emociones que inducen las cifras y sus fluctuaciones (“caras de consternación por aquí”, “preocupación, mucha preocupación”, “júbilo contenido”, “alegría perceptible, pero quieren ser prudentes”). Esas noches la aritmética es un estado de ánimo, puro Valdano. El macguffin de esta, concretamente, es si la “confluencia” logrará el “sorpasso” y de momento reina en funciones la perplejidad general porque, contra lo que predecían las encuestas, el PSOE aguanta el tirón y Podemos e IU se van a quedar más o menos como estaban. Y el PP lo está ppetando.
¿Cómo puede ser? ¿Tan bellacos somos mintiendo los españoles? ¿Tan torpes nuestros sociólogos y estadísticos? Más bien, lo que empezaba a ser evidente a esa hora es que las susodichas encuestas habían aportado lo suyo a la hora de condicionar la situación que pretendían describir y predecir objetivamente. Eso no es una novedad, ¿no? Aunque habrá artículos al día siguiente hablando del “efecto performativo” de las encuestas y hasta del mismísimo Heisenberg, todo el mundo sabe de ese efecto, porque si no existiera, nadie tendría la mínima intención de manipular las encuestas, y sabemos que ese no es el caso, más bien al revés.
Pero esta noche, el sesgo es tan salvajemente imprevisto que casi se puede hablar de lo que Donald MacKenzie llama “contra-performatividad”, un caso específico de efecto performativo por el que un modelo o medición que se quieren descriptivos y objetivos acaban no ya haciendo que la realidad que pretenden reflejar se ajuste a ellos (el caso de las llamadas “profecías autocumplidas”, de performatividad literal), sino todo lo contrario; self-negating prophecies, las llama MacKenzie, que podríamos traducir hoy como “gran tiro por la culata”.
MacKenzie habla de economía, pero todo esto flota en al aire, de alguna manera, en esta noche de verano. Todo ello tiene que ver con lo que nos ha traído aquí, con lo que agolpa, por ejemplo, a toda esta gente que viste y esgrime camisetas y gadgets morados y que ya se ve en la pantalla, detrás de la periodista presta a informar. El libro de MacKenzie se subtitula “Cómo los modelos teóricos financieros configuran los mercados” y en él, el sociólogo escocés analiza, entre otras cosas, la perniciosa influencia que ejercen sobre la realidad económica y la Realidad en general los mismos modelos teóricos que se proponen describirla objetivamente, cuestionando de paso la mayúscula anterior. La crisis financiera que ha inaugurado el penúltimo estado de excepción tiene mucho que ver con esa perversa promiscuidad performativa, profundamente arraigada no sólo en las mentalidades de los actores del mercado y los abanderados de su eficiencia angélica, sino hasta en el core de los códigos, sistemas y algoritmos que vertebran y permiten su funcionamiento cotidiano, lo que Callon llama “agenciamientos”.
En 1953, Milton Friedman explicaba, no sin cierta jeta, que la teoría económica es un “motor” para auscultar y analizar el mundo, no una “fotografía” del mismo, que lo importante no es lo acertado de su premisas sino que funcione a la hora de hacer predicciones. Y punto. El problema llega, explica MacKenzie, cuando esa teoría económica se convierte en un motor en absoluto metafórico que transforma activa y efectivamente la realidad que pretende tan solo indagar y describir. Y no precisamente para bien. Por eso el libro de MacKenzie se titula, aunque citándolo, contra Friedman, An Engine, not a Camera.
Todo esto permea por tanto el nocturno amasijo de Celsius que es la capital, cuando Llapart aparece en pantalla y el telespectador descubre, fascinado, que tras ella, en la imagen pueden verse no sólo la plaza del Reina Sofía y a los allí congregados, sino una gran pantalla en la que están poniendo precisamente la Sexta y en la que aparece Llapart y, detrás de ella, la plaza del Reina Sofía y los allí congregados viendo una pantalla en la que aparece Llapart, más pequeñita, y tras ella… ¡sí! ¡una muñeca rusa de Llaparts!, que como la vaca que ríe, se abisman en una recursión infinita. ¡Bravo! ¿Estamos o no estamos retransmitiendo desde el Reina Sofía? Qué MacKenzies ni que Callons, ¡esto SÍ que es una performance!
Y para su buen desarrollo, contamos con un detalle fundamental: la latencia. En efecto, la Llapart que se ve en la pantalla de la plaza del Reina, que a su vez se ve dentro la pantalla de la televisión, va con cierto retraso respecto de la Llapart que se ve sólo en esta última. Así pues, los espectadores de la plaza reaccionan con ligero retraso a la Llapart que vemos en la tele. Esto, como veremos, irritará ligera y secuenciadamente a todas las Llaparts, cada vez más chiquiticas pero igual de mosqueadas, empezando por la imagen de la “auténtica” (a la que llamaremos Llapart A, con rigor platónico, para diferenciarla de Llapart a secas, su referente de carne y hueso, y del resto de Llaparts virtuales de menor entidad visual, Llapart A’’, Llapart A’’’, etc).
En la performance que está a punto de iniciarse, esa latencia de la señal de la pantalla de la plaza es vital para ilustrar el propio efecto performativo que, como las fallidas y muy exitosas encuestas, va a producir el bienintencionado ejercicio de periodismo objetivo de Llapart. En lo que atañe a la respuesta del respetable de la plaza, tanto performativa como ideológicamente la latencia también es crucial: la conciencia es siempre, ante todo, toma de conciencia de un retraso (de un décalage, de un delay), el que requiere toda representación para mediar efectivamente.
Gracias a ese dispositivo cuidadosamente desplegado, Llapart A va a hacer más, mucho más de lo que le acaba de pedir Ferreras, y en un derroche de fuerza ilocutiva y de genio artístico subversivo (¡atentos, borja-villeles!) nos hará una demostración performativa (y por tanto en riguroso vivo y directo si bien virtuales), no ya de lo que se cuece en la plaza del Reina en ese momento, sino de lo que se cuece esta noche en toda España, hombre, y hasta de lo que se viene cociendo desde que la repolitización incipiente está terminando por ser, sobre todo, pura telecracia.
Así, con los ingresos de Atresmedia subiendo un 52 %, con la vecina institución museística anhelando siquiera algún melancólico re-enacting de lo improbable como desborde popular, y con todos los espectadores pendientes de ella (incluidas las menguantes Llapart A’, Llapart A’’, Llapart’’’, etc.), Llapart A da comienzo a la pieza:
“Silencio, preocupación, resignación y caras largas”, arranca con un deje ligeramente chanante y apoyando con un recuento manual la enumeración impresionista pero efectiva: nos hacemos a la idea de cómo está el ambiente. “Aquí no se mueve nadie… hay corrillos de amigos que están comentando la jugada”… prosigue en tono informal, algo macarra… y entonces se produce el instante mágico, la epifanía contra-performativa y pedagógica: con ligero retraso, Llapart A’ acaba de aparecer, seguida de todas las Llaparts en descenso a los abismos cuánticos, en la gran pantalla de la plaza, produciendo una previsible perturbación en la fuerza que desvirtúa tan injustamente, con tan poco decoro ontológico, el cuadro que Llapart A acaba de describir con todo rigor y honestidad periodísticos…
En efecto, la gente, al ver a Llapart A’ y al verse a sí misma (la gente-A’) en la gran pantalla, abandona con sonrojante ligereza la circunspección que documentaba fielmente Llapart para irrumpir en gritos y aplausos (ah, ¿somos o no somos bellacos los españoles?, ¡mentimos en cuanto se presenta la ocasión, ya sea a pie de urna o de pantalla!)… y claro, Llapart A se cabrea visiblemente (vaya por delante que una imagen sólo puede cabrearse visiblemente) y, entonces, con tono molesto, Llapart A decide abrirnos los ojos pero de verdad: “Estos gritos que escucháis ahora NO SON LA REALIDAD”, (¡ay dios, desde mi sillón el vértigo del mise en abyme se vuelve ahora casi intolerable, no valía con que la confluencia no haya funcionado, el ejército de Llaparts nos deja ahora sin asidero metafísico al que aferrarnos). Irritada no sólo por la falta de respeto del respetable sino por nuestra obtuseza representacional (política, estética: mediática), como diciéndonos “cómo os tengo que explicar las cosas”, Llapart A lanza con desdén una última saeta de literalidad envenenada: “… lo hacen [el ruido, la alegre algarabía] porque ahora mismo se están viendo en la pantalla”. Oeee oeeee. Escasos veintidós segundos de metamovida magistral. Garzón, take it easy, que tenemos posmodernidad pa rato.
Concluida la performance, la cadena sin fin de Llaparts gesticula como una deidad hindú en el abismo de pantallas concéntricas antes de devolver la conexión. La temperatura sigue siendo asfixiante aquí en Madrid, pero el perfecto galimatías recuerda al de la estructura endiablada de aquella novela invernal de Calvino, que, en su primera página, advertía muy sensatamente: “…al otro lado siempre está la televisión encendida. Díselo a los demás, enseguida: ‘¡No, no quiero ver la televisión’”. Otro orfebre de la posmodernia y la recursividad, Nabokov, escribía: “Lo controlable nunca es totalmente real, y lo real nunca es totalmente controlable”, aunque no sé si en un alarde de pesimismo o de optimismo... En fin. Ay, la performatividad, ese “palabro feo”, como lo llamaba Austin, su inventor, un tercer atleta del humor fino y el efecto Droste (los británicos son muy de salidas brillantes; la última que han tenido también flota hoy en el ambiente).
Como es sabido, la gran noche electoral (en sí ya un re-enactment), plagada de ironías y performances, terminaría por todo lo alto, en términos contra-performativos, con la estampa de las Nuevas Generaciones cantando alborozadas el “sí se puede” (lo más parecido que se pueda imaginar a un “no se puede” sin ser la misma cosa) para jalear a un Rajoy perplejo-extático, hornacinado en el balcón de Génova como un santo borracho. Pero aun así, fue Llapart quien se sacó de la manga el toque duchampiano último y definitivo de la nit. “No se vale. Esto que veis no es la realidad.” ¿No? ¿Seguro? Una propuesta de título para el próximo libro, MacKenzie: “Una cámara, es decir: un motor”.
Aunque lo de las performances grabadas siempre es un asunto espinoso para los teóricos, la de María Llapart puede verse aquí [2:55:28 – 2:55:50]: http://www.atresplayer.com/television/noticias/lasexta-noticias/especiales/temporada1/capitulo-13-rojo-vivo-objetivo-moncloa-elecciones-26j_2016062501140.html
Especial de La Sexta de la noche del 26 de junio: Susana Moreno.
Esto no es la realidad
Transcurrido poco más de un mes desde la noche electoral del 26J, tal vez algunos retengan todavía en la memoria un momento de la velada tan fugaz como desternillante y revelador (por ese orden) de su emisión en la Sexta. Pasadas las diez y media de la noche y con más del 90% de los votos escrutados, el gesticulante Ferreras (un extra improbable de brío en su ya de por sí hiperbólica kinesia hace pensar desde hace un rato que la confirmada frustración del sorpasso le pone un poco-bastante) cede paso a María Llapart, la periodista que cubre la plaza del museo Reina Sofía, el Neptuno de Podemos.
“El mayor acontecimiento artístico del año”, llamó en 2011 el ya por entonces director de ese museo al 15M, frotándose las manos, presto a abordar la pionera canalización institucional de aquel desborde de energía popular, tan huérfano todavía de rentabilidades desde algunas ópticas. Lo que ha llovido desde entonces. Esta noche la plaza no es Sol pero está razonablemente atestada, de podemitas y simpatizantes. Y la periodista va a proceder one more time a comentar como está el patio, literal.
Por la tele, las noches electorales consisten básicamente en dos cosas: recuentos y reacciones (con sus correspondientes traumas y abreacciones). A medida que el porcentaje de votos escrutados aumenta y la incertidumbre se torna resultado, las cadenas se pasean por los cuarteles generales de los principales partidos describiendo el rosario de emociones que inducen las cifras y sus fluctuaciones (“caras de consternación por aquí”, “preocupación, mucha preocupación”, “júbilo contenido”, “alegría perceptible, pero quieren ser prudentes”). Esas noches la aritmética es un estado de ánimo, puro Valdano. El macguffin de esta, concretamente, es si la “confluencia” logrará el “sorpasso” y de momento reina en funciones la perplejidad general porque, contra lo que predecían las encuestas, el PSOE aguanta el tirón y Podemos e IU se van a quedar más o menos como estaban. Y el PP lo está ppetando.
¿Cómo puede ser? ¿Tan bellacos somos mintiendo los españoles? ¿Tan torpes nuestros sociólogos y estadísticos? Más bien, lo que empezaba a ser evidente a esa hora es que las susodichas encuestas habían aportado lo suyo a la hora de condicionar la situación que pretendían describir y predecir objetivamente. Eso no es una novedad, ¿no? Aunque habrá artículos al día siguiente hablando del “efecto performativo” de las encuestas y hasta del mismísimo Heisenberg, todo el mundo sabe de ese efecto, porque si no existiera, nadie tendría la mínima intención de manipular las encuestas, y sabemos que ese no es el caso, más bien al revés.
Pero esta noche, el sesgo es tan salvajemente imprevisto que casi se puede hablar de lo que Donald MacKenzie llama “contra-performatividad”, un caso específico de efecto performativo por el que un modelo o medición que se quieren descriptivos y objetivos acaban no ya haciendo que la realidad que pretenden reflejar se ajuste a ellos (el caso de las llamadas “profecías autocumplidas”, de performatividad literal), sino todo lo contrario; self-negating prophecies, las llama MacKenzie, que podríamos traducir hoy como “gran tiro por la culata”.
MacKenzie habla de economía, pero todo esto flota en al aire, de alguna manera, en esta noche de verano. Todo ello tiene que ver con lo que nos ha traído aquí, con lo que agolpa, por ejemplo, a toda esta gente que viste y esgrime camisetas y gadgets morados y que ya se ve en la pantalla, detrás de la periodista presta a informar. El libro de MacKenzie se subtitula “Cómo los modelos teóricos financieros configuran los mercados” y en él, el sociólogo escocés analiza, entre otras cosas, la perniciosa influencia que ejercen sobre la realidad económica y la Realidad en general los mismos modelos teóricos que se proponen describirla objetivamente, cuestionando de paso la mayúscula anterior. La crisis financiera que ha inaugurado el penúltimo estado de excepción tiene mucho que ver con esa perversa promiscuidad performativa, profundamente arraigada no sólo en las mentalidades de los actores del mercado y los abanderados de su eficiencia angélica, sino hasta en el core de los códigos, sistemas y algoritmos que vertebran y permiten su funcionamiento cotidiano, lo que Callon llama “agenciamientos”.
En 1953, Milton Friedman explicaba, no sin cierta jeta, que la teoría económica es un “motor” para auscultar y analizar el mundo, no una “fotografía” del mismo, que lo importante no es lo acertado de su premisas sino que funcione a la hora de hacer predicciones. Y punto. El problema llega, explica MacKenzie, cuando esa teoría económica se convierte en un motor en absoluto metafórico que transforma activa y efectivamente la realidad que pretende tan solo indagar y describir. Y no precisamente para bien. Por eso el libro de MacKenzie se titula, aunque citándolo, contra Friedman, An Engine, not a Camera.
Todo esto permea por tanto el nocturno amasijo de Celsius que es la capital, cuando Llapart aparece en pantalla y el telespectador descubre, fascinado, que tras ella, en la imagen pueden verse no sólo la plaza del Reina Sofía y a los allí congregados, sino una gran pantalla en la que están poniendo precisamente la Sexta y en la que aparece Llapart y, detrás de ella, la plaza del Reina Sofía y los allí congregados viendo una pantalla en la que aparece Llapart, más pequeñita, y tras ella… ¡sí! ¡una muñeca rusa de Llaparts!, que como la vaca que ríe, se abisman en una recursión infinita. ¡Bravo! ¿Estamos o no estamos retransmitiendo desde el Reina Sofía? Qué MacKenzies ni que Callons, ¡esto SÍ que es una performance!
Y para su buen desarrollo, contamos con un detalle fundamental: la latencia. En efecto, la Llapart que se ve en la pantalla de la plaza del Reina, que a su vez se ve dentro la pantalla de la televisión, va con cierto retraso respecto de la Llapart que se ve sólo en esta última. Así pues, los espectadores de la plaza reaccionan con ligero retraso a la Llapart que vemos en la tele. Esto, como veremos, irritará ligera y secuenciadamente a todas las Llaparts, cada vez más chiquiticas pero igual de mosqueadas, empezando por la imagen de la “auténtica” (a la que llamaremos Llapart A, con rigor platónico, para diferenciarla de Llapart a secas, su referente de carne y hueso, y del resto de Llaparts virtuales de menor entidad visual, Llapart A’’, Llapart A’’’, etc).
En la performance que está a punto de iniciarse, esa latencia de la señal de la pantalla de la plaza es vital para ilustrar el propio efecto performativo que, como las fallidas y muy exitosas encuestas, va a producir el bienintencionado ejercicio de periodismo objetivo de Llapart. En lo que atañe a la respuesta del respetable de la plaza, tanto performativa como ideológicamente la latencia también es crucial: la conciencia es siempre, ante todo, toma de conciencia de un retraso (de un décalage, de un delay), el que requiere toda representación para mediar efectivamente.
Gracias a ese dispositivo cuidadosamente desplegado, Llapart A va a hacer más, mucho más de lo que le acaba de pedir Ferreras, y en un derroche de fuerza ilocutiva y de genio artístico subversivo (¡atentos, borja-villeles!) nos hará una demostración performativa (y por tanto en riguroso vivo y directo si bien virtuales), no ya de lo que se cuece en la plaza del Reina en ese momento, sino de lo que se cuece esta noche en toda España, hombre, y hasta de lo que se viene cociendo desde que la repolitización incipiente está terminando por ser, sobre todo, pura telecracia.
Así, con los ingresos de Atresmedia subiendo un 52 %, con la vecina institución museística anhelando siquiera algún melancólico re-enacting de lo improbable como desborde popular, y con todos los espectadores pendientes de ella (incluidas las menguantes Llapart A’, Llapart A’’, Llapart’’’, etc.), Llapart A da comienzo a la pieza:
“Silencio, preocupación, resignación y caras largas”, arranca con un deje ligeramente chanante y apoyando con un recuento manual la enumeración impresionista pero efectiva: nos hacemos a la idea de cómo está el ambiente. “Aquí no se mueve nadie… hay corrillos de amigos que están comentando la jugada”… prosigue en tono informal, algo macarra… y entonces se produce el instante mágico, la epifanía contra-performativa y pedagógica: con ligero retraso, Llapart A’ acaba de aparecer, seguida de todas las Llaparts en descenso a los abismos cuánticos, en la gran pantalla de la plaza, produciendo una previsible perturbación en la fuerza que desvirtúa tan injustamente, con tan poco decoro ontológico, el cuadro que Llapart A acaba de describir con todo rigor y honestidad periodísticos…
En efecto, la gente, al ver a Llapart A’ y al verse a sí misma (la gente-A’) en la gran pantalla, abandona con sonrojante ligereza la circunspección que documentaba fielmente Llapart para irrumpir en gritos y aplausos (ah, ¿somos o no somos bellacos los españoles?, ¡mentimos en cuanto se presenta la ocasión, ya sea a pie de urna o de pantalla!)… y claro, Llapart A se cabrea visiblemente (vaya por delante que una imagen sólo puede cabrearse visiblemente) y, entonces, con tono molesto, Llapart A decide abrirnos los ojos pero de verdad: “Estos gritos que escucháis ahora NO SON LA REALIDAD”, (¡ay dios, desde mi sillón el vértigo del mise en abyme se vuelve ahora casi intolerable, no valía con que la confluencia no haya funcionado, el ejército de Llaparts nos deja ahora sin asidero metafísico al que aferrarnos). Irritada no sólo por la falta de respeto del respetable sino por nuestra obtuseza representacional (política, estética: mediática), como diciéndonos “cómo os tengo que explicar las cosas”, Llapart A lanza con desdén una última saeta de literalidad envenenada: “… lo hacen [el ruido, la alegre algarabía] porque ahora mismo se están viendo en la pantalla”. Oeee oeeee. Escasos veintidós segundos de metamovida magistral. Garzón, take it easy, que tenemos posmodernidad pa rato.
Concluida la performance, la cadena sin fin de Llaparts gesticula como una deidad hindú en el abismo de pantallas concéntricas antes de devolver la conexión. La temperatura sigue siendo asfixiante aquí en Madrid, pero el perfecto galimatías recuerda al de la estructura endiablada de aquella novela invernal de Calvino, que, en su primera página, advertía muy sensatamente: “…al otro lado siempre está la televisión encendida. Díselo a los demás, enseguida: ‘¡No, no quiero ver la televisión’”. Otro orfebre de la posmodernia y la recursividad, Nabokov, escribía: “Lo controlable nunca es totalmente real, y lo real nunca es totalmente controlable”, aunque no sé si en un alarde de pesimismo o de optimismo... En fin. Ay, la performatividad, ese “palabro feo”, como lo llamaba Austin, su inventor, un tercer atleta del humor fino y el efecto Droste (los británicos son muy de salidas brillantes; la última que han tenido también flota hoy en el ambiente).
Como es sabido, la gran noche electoral (en sí ya un re-enactment), plagada de ironías y performances, terminaría por todo lo alto, en términos contra-performativos, con la estampa de las Nuevas Generaciones cantando alborozadas el “sí se puede” (lo más parecido que se pueda imaginar a un “no se puede” sin ser la misma cosa) para jalear a un Rajoy perplejo-extático, hornacinado en el balcón de Génova como un santo borracho. Pero aun así, fue Llapart quien se sacó de la manga el toque duchampiano último y definitivo de la nit. “No se vale. Esto que veis no es la realidad.” ¿No? ¿Seguro? Una propuesta de título para el próximo libro, MacKenzie: “Una cámara, es decir: un motor”.
Aunque lo de las performances grabadas siempre es un asunto espinoso para los teóricos, la de María Llapart puede verse aquí [2:55:28 – 2:55:50]: http://www.atresplayer.com/television/noticias/lasexta-noticias/especiales/temporada1/capitulo-13-rojo-vivo-objetivo-moncloa-elecciones-26j_2016062501140.html
Especial de La Sexta de la noche del 26 de junio: Susana Moreno.