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En busca del tiempo ganado
Gabriel acaba de cumplir tres meses y, desde que a la semana de nacido mi chica y yo comenzamos a salir a pasear con él, nunca ha faltado el anónimo entusiasta dispuesto al abordaje que nos ha interceptado en la calle al grito de “¡Qué pequeñito! ¿Cuánto tiempo tiene?”. Al margen de cuál haya sido la respuesta en cada caso (“tiene quince días”, “un mes”, “dos meses”), siempre me ha quedado la sensación de que nuestro cálculo del tiempo, o mejor dicho, mi cálculo del tiempo, estaba equivocado. Tenía que haber un error, un científico loco, un DeLorean de por medio. No podía ser que Gabriel tan sólo tuviera quince días, un mes o ahora tres escasos meses, cuando mi cronómetro mental —la memoria de ese cronómetro— había registrado tantos y tantos momentos juntos, y con tantos y tan minuciosos detalles. Comparada con cualquier otra dimensión de mi vida —sin ir más lejos, la laboral, en la que siendo periodista sé muy bien cómo se me escurre el tiempo entre un cierre de redacción y otro sin que nada pueda hacer por remediarlo—, mi reducida experiencia como padre parecía estar obrando el milagro de la multiplicación de las horas. O mejor: la mágica ilusión de que, al lado de Gabriel, cada hora me duraba el doble.
Las emociones que produce la paternidad se parecen demasiado a la mala poesía, así que no ahondaré más en ñoñerías de padre canturero y primerizo.
Mi primera explicación de este extraño alargamiento temporal fue que se debía a las cosas que había dejado de hacer. Claro, me decía, como ya no voy al cine ni veo series ni juego al fútbol los sábados ni salgo de copas esos mismos sábados ni, por lo tanto, tampoco me doy atracones de doce horas de sueño los domingos, tiene toda la lógica del mundo que estos tres meses se me hayan hecho y se me sigan haciendo una eternidad. Una eternidad feliz, por supuesto, no como cuando te sientes víctima de una sucesión de calamidades, sino más bien como la idea que tienen del cielo los creyentes o lo que les duran las vacaciones escolares a los niños, que no se acaban nunca. Si a eso se suma el aumento de oxitocina en el cuerpo, esa hormona de la felicidad que no sólo ayuda a las madres con los dolores del parto y a producir leche para la lactancia, sino también a los machos mamíferos a ser padres más cariñosos y pacientes, es aun más lógico, me decía, que las horas se me hayan estirado como un chicle de frambuesa ya que estoy viendo las cosas de color de rosa. Todo rosa, hasta los desvelos provocados por el llanto de Gabriel a las dos, cuatro o siete de la madrugada, cuando no hay teta ni pócima mágica que le calme los cólicos y a mí sin embargo me alcanza el tiempo y a veces el cuerpo para mecerlo en brazos e inventarle canciones de pollitos bailando el chachachá. Justamente ésa fue mi última explicación: la falta de sueño y ese síndrome que aparece en Doctor en Alaska, cuando Joel Fleischman lleva varios días sin dormir y aquello le produce un subidón de energía y de alegría tan desbordantes que no puede dejar de ayudar a los vecinos del pueblo. Hasta que se queda dormido, claro, y duerme y duerme, y entonces todo vuelve a la normalidad.
“Poseemos varios cronómetros perceptivos para estimar la persistencia de un sabor o los minutos finales de un partido en el que nuestro equipo va perdiendo”
Tres meses después, creo por fin haber dado con la clave de ese desequilibrio que llevo con el tiempo que miden los relojes. Y esa clave tiene nombre: David M. Eagleman, profesor de Neurociencia en la Escuela de Medicina de Baylor, en Houston, Texas. En su ensayo “Brain Time”, incluido por Max Brockman en What's Next? Dispatches on the Future of Science, Eagleman teoriza sobre los hallazgos de sus estudios de laboratorio. El tiempo, dice, es subjetivo, y los relojes sólo ofrecen la ficción conveniente de que avanza hacia delante de forma permanente y previsible. La prueba más cotidiana de que la medición del tiempo es metasensorial (“viaja por encima de todos los sentidos”) y, por lo tanto, de que poseemos varios cronómetros perceptivos para estimar la duración de una película, la persistencia de un sabor o los angustiosos minutos finales de un partido de fútbol en el que nuestro equipo va perdiendo, es el miedo. Cuando tu vida corre peligro, dice Eagleman, hay un área del cerebro que se “sobrerrevoluciona” para registrar hasta el pormenor en apariencia más intrascendente de dicha experiencia. Así, mientras más detallado sea el recuerdo de ese momento de miedo, más parece haber durado, aunque no haya pasado de unos pocos segundos. Eagleman también es autor de Sum, un libro de cuentos en el que Geoff Dyer vio en su día “la exorbitante cualidad de un genio”, y colaborador de Brian Eno en una prueba que buscaba demostrar —y que efectivamente demostró— que los bateristas tienen cerebros privilegiados para medir “físicamente” el tiempo hasta unidades imposibles expresadas en milisegundos. De todo esto, yo me quedo con su sencillo experimento de laboratorio sobre el “efecto bicho raro”. Se trata de una serie de imágenes que aparecen y desaparecen de la pantalla de un ordenador; la mayoría de veces es, por ejemplo, un zapato, pero de tanto en tanto aparece un objeto distinto, digamos un sombrero. Todos los que realizan la prueba suelen identificar dos tipos de cambio, de objeto y de tiempo de duración, y creen que el sombrero permanece más tiempo en la pantalla que el zapato. Es entonces cuando Eagleman explica que no, que la duración ha sido la misma para todos. La diferencia, dice, radica en el grado de atención que uno les presta. El zapato va perdiendo interés a partir de su quinta o sexta aparición, mientras que el sombrero, más raro, persiste por más tiempo en la memoria.
Eagleman sostiene que el cerebro registra menos información cuanto más conoce el mundo, por lo que el tiempo parece pasar más rápido. Y viceversa: que pasa más lento cuando es menos lo que conocemos y la información nos llega “más nueva”. Quizá en eso consiste el milagro de la multiplicación de las horas que la llegada de Gabriel ha obrado en mi vida. Lo previo, valga la redundancia, ya estaba allí desde antes. A partir de él, con él, puedo albergar la mágica y científica esperanza de que el tiempo que pasaré a su lado me durará el doble. No será la eternidad, será una eternidad. Que no es poco.
Imagen: Silhouette Mr Pipo. © Nevit Dilmen.
En busca del tiempo ganado
Gabriel acaba de cumplir tres meses y, desde que a la semana de nacido mi chica y yo comenzamos a salir a pasear con él, nunca ha faltado el anónimo entusiasta dispuesto al abordaje que nos ha interceptado en la calle al grito de “¡Qué pequeñito! ¿Cuánto tiempo tiene?”. Al margen de cuál haya sido la respuesta en cada caso (“tiene quince días”, “un mes”, “dos meses”), siempre me ha quedado la sensación de que nuestro cálculo del tiempo, o mejor dicho, mi cálculo del tiempo, estaba equivocado. Tenía que haber un error, un científico loco, un DeLorean de por medio. No podía ser que Gabriel tan sólo tuviera quince días, un mes o ahora tres escasos meses, cuando mi cronómetro mental —la memoria de ese cronómetro— había registrado tantos y tantos momentos juntos, y con tantos y tan minuciosos detalles. Comparada con cualquier otra dimensión de mi vida —sin ir más lejos, la laboral, en la que siendo periodista sé muy bien cómo se me escurre el tiempo entre un cierre de redacción y otro sin que nada pueda hacer por remediarlo—, mi reducida experiencia como padre parecía estar obrando el milagro de la multiplicación de las horas. O mejor: la mágica ilusión de que, al lado de Gabriel, cada hora me duraba el doble.
Las emociones que produce la paternidad se parecen demasiado a la mala poesía, así que no ahondaré más en ñoñerías de padre canturero y primerizo.
Mi primera explicación de este extraño alargamiento temporal fue que se debía a las cosas que había dejado de hacer. Claro, me decía, como ya no voy al cine ni veo series ni juego al fútbol los sábados ni salgo de copas esos mismos sábados ni, por lo tanto, tampoco me doy atracones de doce horas de sueño los domingos, tiene toda la lógica del mundo que estos tres meses se me hayan hecho y se me sigan haciendo una eternidad. Una eternidad feliz, por supuesto, no como cuando te sientes víctima de una sucesión de calamidades, sino más bien como la idea que tienen del cielo los creyentes o lo que les duran las vacaciones escolares a los niños, que no se acaban nunca. Si a eso se suma el aumento de oxitocina en el cuerpo, esa hormona de la felicidad que no sólo ayuda a las madres con los dolores del parto y a producir leche para la lactancia, sino también a los machos mamíferos a ser padres más cariñosos y pacientes, es aun más lógico, me decía, que las horas se me hayan estirado como un chicle de frambuesa ya que estoy viendo las cosas de color de rosa. Todo rosa, hasta los desvelos provocados por el llanto de Gabriel a las dos, cuatro o siete de la madrugada, cuando no hay teta ni pócima mágica que le calme los cólicos y a mí sin embargo me alcanza el tiempo y a veces el cuerpo para mecerlo en brazos e inventarle canciones de pollitos bailando el chachachá. Justamente ésa fue mi última explicación: la falta de sueño y ese síndrome que aparece en Doctor en Alaska, cuando Joel Fleischman lleva varios días sin dormir y aquello le produce un subidón de energía y de alegría tan desbordantes que no puede dejar de ayudar a los vecinos del pueblo. Hasta que se queda dormido, claro, y duerme y duerme, y entonces todo vuelve a la normalidad.
“Poseemos varios cronómetros perceptivos para estimar la persistencia de un sabor o los minutos finales de un partido en el que nuestro equipo va perdiendo”
Tres meses después, creo por fin haber dado con la clave de ese desequilibrio que llevo con el tiempo que miden los relojes. Y esa clave tiene nombre: David M. Eagleman, profesor de Neurociencia en la Escuela de Medicina de Baylor, en Houston, Texas. En su ensayo “Brain Time”, incluido por Max Brockman en What's Next? Dispatches on the Future of Science, Eagleman teoriza sobre los hallazgos de sus estudios de laboratorio. El tiempo, dice, es subjetivo, y los relojes sólo ofrecen la ficción conveniente de que avanza hacia delante de forma permanente y previsible. La prueba más cotidiana de que la medición del tiempo es metasensorial (“viaja por encima de todos los sentidos”) y, por lo tanto, de que poseemos varios cronómetros perceptivos para estimar la duración de una película, la persistencia de un sabor o los angustiosos minutos finales de un partido de fútbol en el que nuestro equipo va perdiendo, es el miedo. Cuando tu vida corre peligro, dice Eagleman, hay un área del cerebro que se “sobrerrevoluciona” para registrar hasta el pormenor en apariencia más intrascendente de dicha experiencia. Así, mientras más detallado sea el recuerdo de ese momento de miedo, más parece haber durado, aunque no haya pasado de unos pocos segundos. Eagleman también es autor de Sum, un libro de cuentos en el que Geoff Dyer vio en su día “la exorbitante cualidad de un genio”, y colaborador de Brian Eno en una prueba que buscaba demostrar —y que efectivamente demostró— que los bateristas tienen cerebros privilegiados para medir “físicamente” el tiempo hasta unidades imposibles expresadas en milisegundos. De todo esto, yo me quedo con su sencillo experimento de laboratorio sobre el “efecto bicho raro”. Se trata de una serie de imágenes que aparecen y desaparecen de la pantalla de un ordenador; la mayoría de veces es, por ejemplo, un zapato, pero de tanto en tanto aparece un objeto distinto, digamos un sombrero. Todos los que realizan la prueba suelen identificar dos tipos de cambio, de objeto y de tiempo de duración, y creen que el sombrero permanece más tiempo en la pantalla que el zapato. Es entonces cuando Eagleman explica que no, que la duración ha sido la misma para todos. La diferencia, dice, radica en el grado de atención que uno les presta. El zapato va perdiendo interés a partir de su quinta o sexta aparición, mientras que el sombrero, más raro, persiste por más tiempo en la memoria.
Eagleman sostiene que el cerebro registra menos información cuanto más conoce el mundo, por lo que el tiempo parece pasar más rápido. Y viceversa: que pasa más lento cuando es menos lo que conocemos y la información nos llega “más nueva”. Quizá en eso consiste el milagro de la multiplicación de las horas que la llegada de Gabriel ha obrado en mi vida. Lo previo, valga la redundancia, ya estaba allí desde antes. A partir de él, con él, puedo albergar la mágica y científica esperanza de que el tiempo que pasaré a su lado me durará el doble. No será la eternidad, será una eternidad. Que no es poco.
Imagen: Silhouette Mr Pipo. © Nevit Dilmen.