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Juan Antonio Canta

“Sé que parece una película de Greenaway”

Casi dos décadas después de su adiós, el eco de Juan Antonio Canta podría limitarse al recuerdo de uno de aquellos fast-freaks que poblaron fugazmente las pantallas de una telebasura en pañales. De hecho, pocos saben hoy su nombre, y en cambio sí identifican aquella perversión de su “Danza de los limones”. Su historia aparece ahora revisada en Patuchas: el hombre de los mil limones, un documental de Asbel Esteve que reparte nostalgia entre los que lo admiramos y curiosidad entre los que apenas lo conocieron.

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No sé si es fácil, ni si responde a realidad alguna, imaginar a un tipo brillantísimo condenado a repetir, cada noche, ante una fauna esperpéntica, un mismo estribillo, sacado de contexto y de quicio, convertido (el estribillo) en un eslogan sin sentido y convertido (el artista) en un espantapájaros de la dignidad y el talento. Algo parecido a esto (o quizás sean solo mi imaginación y mi rabia las que fecundan esta escena demente y tragicómica) es lo que ocurrió durante los últimos días de Juan Antonio Canta, un hombre sensible, culto y lleno de gracia que, tal vez, no supo o no quiso leer la letra pequeña del peor de sus contratos.

Toda vida cerrada de un portazo arroja rumores y errores, y la verdad original se va apagando como una mala canción resuelta con un fade out. Afortunadamente, un documental pone algunas cosas en su sitio, y deja el poso necesario para volver a interesarse por la intrahistoria de un artista único.

 

“Cama roja”

Nada más lejos de la intención y del efecto pretendido por Juan Antonio Castillo (Córdoba, 1966, alias Patuchas, aka Juan Antonio Canta) que el pragmatismo. Pero su sensibilidad, su inteligencia y su intuición para el diagnóstico social resultarían muy útiles en estos años confusos, en este siglo cangrejo con el que se resistió a convivir. Si alguien quisiera escribir un himno contra la ilusión generada por un nuevo partido político, difícilmente redactaría algo más certero que estos versos: “Yo quisiera luchar en contra del capitalismo / pero veo al pueblo
comunista / tantos años pasando el hambre de la esperanza / para rendirse al becerro de oro (...) Ojalá no pienses / que mi desengaño es pereza (...) Tras las grandes revoluciones racionales / se restaura sonriendo el orden anterior”. Sin embargo, esta misma canción está impregnada de espíritu revolucionario, de contestación, de resistencia a la autoridad y a la docilidad, y, como todo lo que hizo Canta, de amor: “Cuando veo tus ojos / son mi sesenta y ocho / lo demás ya no existe, tú lo haces mentira / Son demasiado hermosos para ser de derechas / Con hacer roja la cama / creo que será suficiente / Así serán nuestros sueños / tan rojos que un día seremos valientes”. Volver a escuchar sus canciones, recordar su sonajero de ideas e irreverencias, es la única razón para atreverse a hablar de lo innombrable. 

 

“Él se asustó de su propio deseo”

El camino de Juan Antonio, tan zigzagueante como hipnótico, recorrió lecturas y escenarios, poemas y cartas escritas a mano, delirios, páramos y genialidades. Su trayectoria, más errante que satélite, fue veloz y voraz. Siempre he pensado que, para atreverse a determinar el momento de la propia muerte, uno tiene que ser muy valiente o muy cobarde. En el caso de Juan Antonio, posiblemente, solo fue muy lúcido. O demasiado coherente. Nadie sabe o quiere contar si algunas palabras quedaron bajo el balanceo macabro del hombre que a veces se afeitaba medio bigote. No creo que a estas horas sea necesario buscarlas. Sí lo es, en cambio, señalar un alud de proyectos que se quedaron a medias. Algunos, como su reducción de Shakespeare a 16 palabras en la pieza teatral llamada “Mambo”, han sido recuperados. Otros, como ese puñado de maquetas que contienen la canción que da título a este capítulo, permanecen en silencio. Ahora parece que todo fue demasiado rápido, pero quién puede jurarlo. Lo cierto es que pasó lo que pasó, y que se cumplió uno de sus más exactos aforismos: “No importa si pierdes o ganas, lo que importa es que no pierdas las ganas”.

 

“Si tú, si yo”

Tras sus primeros años con Pabellón Psiquiátrico, exitoso grupo gamberro con atinadas impresiones socioculturales (como “G de gilipollas”, dedicada a los Hombres G), Juan Antonio comprendió que ya no le divertía ni le resultaba interesante continuar en esa dirección. Así que dedicó sus fuerzas a una de sus múltiples pasiones: el teatro (como podía haberlo hecho al cine, el cómic, la poesía...), y mientras tanto fue pariendo canciones, en calamaresco arrebato, hasta el punto de proponerse que cada día debería componer, al menos, una. Una noche, hablando con Pablo, un amigo que llevaba el Limbo, una mágica casa-bar de la Córdoba de los 90, le comentó que le gustaría cantar algunas de esas canciones nuevas. Lo anunciaron, más o menos, de esta manera: “ESTA NOCHE, JUAN ANTONIO CANTA”.

 

“Madrid”

La gente convirtió el verbo en apellido y no hubo más que decir. O sí: hubo mucho que decir, y que cantar. Allí, en el Limbo, y en Madrid, en el Alfil y en el Libertad 8, probó, cambió, contó y regaló todo su nuevo repertorio, apenas armado con un casiotone, una guitarra y mucha poca vergüenza. De todo aquello surgió un disco lleno de influencias, de referencias, de originalidad, de guapeza, de miedo y de “eso que en todas las ciudades enriquece los bares y hay quien llama amor”: “Las increíbles aventuras de Juan Antonio Canta”. El disco, quince joyas artesanales de variadísima inspiración, fue editado por Virgin en 1996 y no tuvo demasiado éxito, aunque demostraba la permeabilidad de Canta para componer e interpretar sin red, con una voz que se paseaba de Gainsbourg a Coppini
y de Dylan a Conte. Contenía maravillosas historias, canciones deliciosas como “Catherine Deneuve”, “El viudo del submarino”, “La balada del adúltero” y... sí, la de la “Danza de los limones”. 

 

“Mi limón, mi limonero”

Mi impresión es que “Danza de los limones”, una recreación de los efectos en la juventud casquivana de “Drawing by Numbers”, de Peter Greenaway, sólo era una deconstrucción del bonito soniquete de Henry Stephen (un venezolano que arrasó con “Mi limón, mi limonero”) en clave de canción de borrachos. Del desarrollo y la desgracia que conllevó la sobreexposición del limón y el medio limón y de su reconversión en “El rap de los 40 limones”, se da buena cuenta en “Patuchas: el hombre de los mil limones”, documental con el que debuta el realizador catalán Asbel Esteve, quien logra contar con delicadeza y pulso la verdadera historia de Juan Antonio Canta. 

 

“Te quiero”

La película de Esteve, que hasta el momento solo se ha visto en festivales de cine como el Iberoamericano de Huelva, el REC de Tarragona y el Europeo de Sevilla (donde ganó el segundo premio Imaginera), y en la Filmoteca de Córdoba, reúne la admiración de los que disfrutaron del genio de Juan Antonio (Martirio, Lichis, Morgan Britos y compañeros de la escuela de arte dramático como Carlos Cuadros). Junto a estos testimonios y recuerdos emotivos y sinceros que dan fe de la vigencia y vitalidad de su obra, así como de ese vacío que permanece y se agranda al preguntarse qué se dejó en el tintero de sus pasiones, no faltan personajes empeñados en adquirir una importancia injustificable. Frente a estos últimos, causan respeto las ausencias de un puñado de paisanos de Patu, gente que ayudó a completar y enfocar este documental y que sin embargo ha preferido no hacerse protagonista frente a las cámaras, ni ante el tiempo.

 

“La jaula de los monos” (Epílogo)

A mitad de la película, hay un momento en el que el maxisingle de los limones deja de sonar y la aguja se queda atascada al final del disco y su empeño se convierte en un pulso estéril, en un latido que se apaga. Todo funde a negro pero se sigue palpando el chasquido de la insistencia de esa aguja que no enhebra vida ni logra levantar cabeza, y es entonces cuando se escuchan los primeros acordes de la canción más amarga de Canta, “La jaula de los monos”. Hay un coraje insensato en mantener ese fotograma negro tantos segundos, y en resolverlo con un primer plano arrastrado en el que se relevan plásticos arrugados, letras mecanografiadas, guitarras vencidas, vidrieras agnósticas, mudanzas y herrumbres, las nieves etéreas de las maderas, las grietas del mundo y los archivos desarmados, infestados de canciones vacantes. Pero nada de eso tendría sentido, o al menos no adquiriría todo el sentido, si esos lamentos de monos que ríen sin motivo no estuviesen reflejados en las penitentes mangueras que limpian las calles por las noches, entre cajas de ahorros desangrados y farolas sembradas de pétalos imposibles, mientras se aleja un motorcillo agónico y amanece, al final, pero todo, entre faroles y cristos, demasiado pronto, pero ya tan tarde.

Gabriel Núñez

Gabriel Núñez Hervás (Córdoba, 1967). Licenciado en Psicología Social por la UCM, Master de Periodismo de EL País/UAM.  Escritor , editor y director de Producciones El Hombre Tranquilo, Boronía y La Ciudad. Ha trabajado en la SER, Antena 3, la Sexta, El Europeo, Ajoblanco  y Rockdelux, entre otros muchos medios. Es colaborador habitual de El Estado Mental, donde también coordina el programa de radio El Club Lento.

Fotos de Antonio Cecília