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PRÓLOGO

A manezco junto a mi mujer en Valencia, en el maravilloso ático que tiene en el puerto nuestro amigo F. Hemos venido a disfrutar con él del Greenspace, donde anoche nos deleitamos con la más bella y contundente exhibición del  Omega  del maestro Morente con los Lagartija Nick. Un concierto sublime, inmenso, que nos despierta mil emociones y tras el que nos vamos, rendidos y felices, a dormir a casa de F, mientras acaba el mes de octubre. Me despierto todavía untado con las sensaciones de la noche anterior, junto a mi dulce mujer, embarazada de dos meses, y, al orinar, observo cómo la taza del baño se llena de sangre.

 

1. CRECIENDO EN MI INTERIOR

L a parsimonia del sistema sanitario prolonga las consultas y las pruebas durante meses, hasta que el 10 de febrero, cuando nos despertamos bailando aún entre sueños las dulces canciones de Tindersticks que escuchamos la noche anterior en directo, el sistema responde: me llama del hospital y me pide que acuda urgentemente para hablar con el nefrólogo. Me dice el sistema que esas manchas que ha revelado el doppler renal pueden ser mil cosas sin importancia. Pero yo ya sé que no, yo ya he visto en su mirada agitada que lo mío es otra cosa. Subo deprisa por la calle Cea Bermúdez, con ganas de llegar a casa y abrazarme a mi mujer, busco las palabras adecuadas para tranquilizarla sin ocultarle la gravedad, la probable gravedad del asunto, mientras resuenan los nombres y características de quistes benignos, malformaciones inocuas, grupúsculos o gropúsculos (y nunca me importó tan poco la raíz de las palabras), o celulares pacíficos, pero yo ya sé que no. He advertido ya el destino de mi riñón y he sentido el tumor que me crece dentro. Primero fue el gesto de preocupación de la enfermera que me hizo el doppler.

—¿Ves algo raro? —le dije.

—Pues… sí… Te voy a pedir otra prueba, porque hay una mancha bastante extraña…

—¿Bastante extraña? ¿Y qué podría ser?

—Mejor no te lo digo, para no asustarte…

 

2. TIC-TAC

D os días más tarde me hacen un TAC. Mientras esperamos el resultado me encuentro con la presidenta de mi comunidad de vecinos. No le comento nada, supongo que porque no tenemos mucha confianza, pero también por algún incontrolable arrebato supersticioso: su marido falleció de cáncer hace unos años. Tras la prueba, trato de obtener algún dato de mi enfermedad a través de los enfermeros, sin éxito. Le comento a uno de ellos que me vendría bien saber si me llamarán por teléfono si observan algo preocupante en los resultados.

—Siendo mañana viernes, es raro que lo llamen, porque ya se nos echa encima el fin de semana.

—Ya —insisto—, el caso es que tenía previsto irme de viaje esta misma tarde y, claro, si por lo que sea me llaman mañana, pues…

—Pero —me pregunta el enfermero, bastante sorprendido— ¿es que usted se encuentra bien para irse de viaje?

No es difícil adivinar que el hombre ha debido ver algo chungo en las imágenes, de modo que salgo del hospital sin datos concretos pero con una preocupación bastante fundamentada.

Desde ese momento, me dedico a negociar con el destino. ¡Y cómo se las gasta el muy cabrón! En breves minutos voy reculando, negocio a la baja. Primero pido unos años, después unos meses, finalmente unas semanas, las suficientes para al menos ver nacer a mi hija (el regateo no se detendrá ahí: en un par de días me daré por satisfecho si puedo salir andando de la consulta el lunes siguiente, cuando me den los resultados).

 

3. OPÉRESE PERO YA

El lunes, el doctor R va directamente al grano:

—Tiene usted un tumor renal que le ha comido todo el riñón izquierdo. Es posible que ya haya hecho metástasis. Hay que quitar el riñón cuanto antes pero la lista de espera es de tres meses, dos y medio con suerte.

—Pero… si no hay aún metástasis… ¿No hay riesgo de que comience mientras espero la operación todo este tiempo?

—Muchísimo riesgo… Muchísimo. Si puede usted recurrir a la medicina privada y operarse mañana mismo, no lo dude: hágalo.

 

4. RAZONES OBJETIVAS

M ientras inicio las consultas y pregunto a todo el mundo quién puede operarme, y cómo y dónde, sobre todo dónde, logro hablar con otro urólogo del mismo hospital, que me atiende amablemente. Le expongo la situación, analiza las pruebas, escucha mis propósitos, y me responde:

—NO hay ninguna razón objetiva para aconsejar que usted se opere inmediatamente a través de la medicina privada.

—LA razón objetiva es que, según me indicaron ayer mismo en el despacho contiguo, en dos meses tengo un alto riesgo de metástasis.

—Un tumor como éste, que muy probablemente será un carcinoma de células claras, no es normal que experimente un desarrollo significativo en ese plazo.

—No puedo contradecir su opinión, aunque difiera radicalmente de la de su colega, pero tampoco puedo sentarme a esperar todo este tiempo y luego lamentarme si al operarme me dicen: “Oh, qué raro, el tumor se ha extendido, a pesar de que no era normal que experimentase este desarrollo TAN significativo…”.

—Por supuesto, yo no puedo asegurarle que el tumor no vaya a extenderse, pero le propongo que haga el planteamiento inverso: ¿Le puede asegurar quien vaya a operarle que en ese momento no va a haberse producido ya la metástasis? ¿Por qué no le exige usted eso a quien le vaya a operar?

—Eso es lo que me gustaría, pero como nadie está en condiciones de asegurarme ni una cosa ni otra, soy yo quien debe decidirse por la opción más rápida, que es la que me permite confiar en que tenga más posibilidades de que el tumor no se haya extendido.

—En ese caso me parece que, siguiendo su razonamiento, el asunto o la urgencia no es cuestión de meses ni de semanas, sino de días: cada día que pase, según usted, aumenta su riesgo. ¿Por qué no se opera hoy mismo?

—Ojalá pudiera hacerlo. De hecho es lo que estoy intentando desde que conocí la noticia. Y claro que no es cuestión de meses ni de semanas, ni siquiera de días: para mí cuenta cada hora, cada minuto, cada segundo…

—Mire, lo que estoy intentando explicarle es que ese tumor no surgió ayer ni la semana pasada, ni ha crecido a un ritmo frenético.

—Según SUS pruebas, medía ocho milímetros el 2 de febrero, cuatro centímetros unos días más tarde y siete centímetros la semana pasada… De un centímetro a siete en diez días, me parece un crecimiento  verdaderamente frenético.

—Las pruebas no dicen exactamente eso, y además no todas las pruebas miden igual… Lo cierto es que el plazo que le ofrece la Seguridad Social es muy razonable, dentro de las posibilidades del sistema.

—Mejor no hablamos del sistema, porque me parece cualquier cosa menos razonable. En cualquier caso, no es éste el momento ni el lugar para entrar en ese debate, y tal vez si hablamos corra el riesgo de excederme en mis valoraciones, cuando en realidad yo sólo he venido a pedirle su opinión y le agradezco que me la esté dando.

—Por supuesto la decisión es suya, pero yo insisto en que a nivel de diagnóstico no existe ninguna razón objetiva para derivar su caso a la medicina privada, donde sin duda le van a plantear una operación muy cara que…

—Pero es que yo no puedo quedarme sentado esperando, ni puedo tener a mi mujer, embarazada de seis meses, pendiente cada día de si empeoro o no, de si el cáncer crece, de si noto algún síntoma, así hasta el momento del parto… No creo que podamos soportarlo.

—Pero ¿ustedes tienen tarjeta sanitaria?, ¿pertenecen a alguna compañía?

—No.

—Pues entonces con más razón: por la privada esto les va a costar un pastizal, sinceramente no creo que merezca la pena…

—Le aseguro que el factor económico es lo último que nos preocupa ahora mismo. Si para hacer frente a esto tenemos que vender la casa la venderemos…

—Y se arrepentirán después.

—Nos arrepentiríamos si por no venderla concediésemos alguna posibilidad de desarrollo al tumor.

—Bien, veo que es usted una persona de principios irreductibles y convicciones inalterables, de modo que, tras hablar con usted, mi consejo es que, si puede permitírselo, no dude en operarse cuanto antes.

—…

—En serio, si está usted tan convencido como parece, no lo dude, busque un buen cirujano y opérese cuanto antes.

—Y usted no podría indicarme algún cirujano que le merezca confianza.

—No. En absoluto. No sería nada ético que…

—Ya, claro, disculpe…

—No sería nada ético que  desde aquí yo diese un nombre. Lo único que puedo decirle es que si se va a operar, le opere uno de los mejores… Y  todo el mundo sabe quiénes son los mejores.

 

Pere Llobera / Puma atacando a un pintor plain-air, 2009

 

5. EL DOCTOR TUMORACO

E l mejor parece ser MP, una eminencia unánimemente loada por los profesionales consultados. Presiono como puedo a la telefonista de su consulta y consigo que el insigne urólogo me haga un hueco en su agenda esa misma tarde.

Cuando entro en la consulta con mi mujer, MP nos recibe con un saludo un tanto hostil:

—¡Ah! ¡Usted es el que tiene tanta prisa!

Le comento que la prisa me la ha metido en el cuerpo el urólogo del Clínico: “Mejor si se opera pasado mañana que dentro de dos meses”, me dijo, y hoy ya es pasado mañana. MP me hace las preguntas habituales sobre antecedentes familiares y enfermedades previas, apunta mis respuestas en un papelito, y no puedo dejar de mirar sus manos de dedos gordezuelos y uñas picudas, manos muy poco delicadas para un cirujano. Al interesarse por posibles disfunciones sexuales le comentamos que hace semanas que no tenemos relaciones porque mi mujer tiene placenta previa.

—¿PLACENTA PREVIA? —nos grita MP dejando caer el bolígrafo sobre la mesa con un gesto cercano al terror.

—¡PLACENTA PREVIA! —insiste, y remata:

—Mi hija estuvo a punto de morir porque también tenía placenta previa. ¡A punto de morir! ¡Se salvó de milagro!

Nuestras gargantas se atragantan con el primer nudo que la eminencia nos pondrá en ellas a lo largo de la consulta.

—El caso es que mi hija sufría de placenta previa, como tú, y estábamos de viaje, en un avión, y comenzó a desangrarse… Y claro: como vosotras os desangráis como… —Afortunadamente la eminencia nos ahorra algún término aun más desagradable y no finaliza la comparación—. ¡Vamos: que NO SE MURIÓ DE MILAGRO!

Tras el primer golpe intranquilizador, MP sigue anotando mis vicios y rutinas: me pregunta si fumo (le digo que nunca), si bebo (le digo que demasiado) y me mira con un gesto que mezcla la desconfianza y el desprecio y me pide pruebas e informes. Se los voy dando e intento analizar sus gestos y reacciones mientras los va leyendo, hasta que al llegar al TAC se levanta, lo sitúa en la pantalla encendida de su pared forrada de diplomas y exclama echándose hacia atrás de un salto:

—Pero… pero… ¡PERO ESTO ES UN TUMORACO!

Con el segundo nudo en la garganta, mucho mayor que el primero, intentamos recuperarnos del susto y preguntamos:

—¿Perdón? ¿Cómo dice?

—Que esto no es un tumor: ¡ESTO ES UN MELÓN! ¡UN MELÓN!

—…

—Vamos, que yo llevo operando más de cincuenta años y no he visto nada igual en mi vida. ¡En toda mi vida!

—No nos diga usted eso, por favor…

—¿Cómo que no? Y además yo veo por aquí que la vena renal parece ya afectada… ¿Lo veis? Por aquí parece que el tumor ya se ha ido metiendo un poco…

—Pero el informe dice que no, que no está afectada, ¿no?

—Eso es lo que dice el informe, pero a mí me parece que sí. Lo que pasa es que estas fotos son muy  chiquitillas y no se ve bien, eso es verdad, pero yo estoy casi seguro de que el tumor ya ha llegado hasta la vena renal.

—Y… ¿entonces?

—¿Entonces? Entonces de ahí hace ¡PLAS! —da una palmada para ilustrar su onomatopeya— y se va para arriba. ¡Se va directo al corazón!

A esas alturas ya no nos responden ni los huesos ni los músculos ni las palabras. Llevamos dos días manteniendo un dificilísimo equilibrio emocional y este hijo de la gran puta nos los está destrozando a base de bombas. Creo que en algún momento me pongo de pie, intento respirar y noto cómo me fallan las piernas. Mi mujer sigue sentada, paralizada, con las lágrimas al borde de los ojos. MP se sienta tranquilamente, sin dejar de echar miradas al TAC y meneando la cabeza.

—Bueno, mi diagnóstico es que hay que quitar ese riñón.

—Claro, claro, eso ya nos lo habían dicho. Lo que queremos saber…

—Lo primero que hay que hacer es un escáner del pulmón, para saber si está afectado, porque si está afectado la cosa es muy, pero que muy diferente. Se complica todo muchísimo más…

—Pero, disculpe, ¿no dice el informe que no hay signos de metástasis en la base pulmonar?

—Claro: dice en la base, pero ¿quién le asegura a usted que aunque no los haya en la base no puede haber tumores más arriba? Eso es algo muy probable. Es lo primero que hay que mirar. Y tampoco sabemos si hay tumores en el otro riñón, en el hígado, en el colon, en la médula… ¡PUEDE HABER TUMORES EN CUALQUIER PARTE!

—Pero si el informe dice que no hay nada en el hígado ni…

—¡NO, NO, NO, NO, NO! Lo que dice el informe es que hay nódulos milimétricos, mi-li-métricos, que por su pequeño tamaño no se puede todavía saber lo que son. ¡PERO CLARO QUE PUEDEN SER YA TUMORES!

—…

—Bueno, vamos a ver, pase conmigo que le voy a mirar la próstata…

—¿La próstata?

—No sería yo un buen urólogo si no le mirase la próstata. Pase, pase…

Lo último que me apetece es dejar a mi mujer derrumbada en la consulta y pasar a que este cabrón me meta uno de sus asquerosos dedos en el culo, pero en ese momento no tengo fuerzas ni para protestar, así que sigo sus pasos y sus indicaciones de una manera autómata. Cuando lo veo ponerse un guante de plástico y coger el bote de vaselina le pregunto cómo tengo que ponerme, pues nunca me han hecho una exploración rectal.

—Pues hombre, dese la vuelta, ponga las rodillas ahí y… En fin, póngase… póngase COMO SI LE FUESEN A DAR POR
DETRÁS.

(El caso es que nunca me han dado por detrás.)

En ese momento noto cómo sus falanges obesas y su uña arrugada por la presión del plástico entran sin miramientos en mi recto y escucho de fondo sus gratificantes palabras…

—Al principio molesta un poco pero se pasa enseguida.

Su dedazo (su DEDACO) hurga en mis entrañas hasta que por fin lo oigo decir:

—Parece que está bien.

Y mientras se quita el guante me señala un rollo de papel para que me limpie la grasa que hay alrededor de mi ano y me indica:

—Límpiese con eso, súbase los pantalones y venga.

Cuando me limpio observo unas gotas de sangre en el papel. Me termino de limpiar, me visto y salgo a la consulta. Está sentado sin hablar con mi mujer y apuntando algunas cosas. Le digo que he sangrado un poquito, mi mujer me mira asustada y MP lo aclara:

—POR EL CULO, ¿NO? HAS SANGRADO POR EL CULO… Claro, claro, eso no tiene importancia, siéntese.

Cuando termina sus apuntes, MP nos mira y pregunta, sin inmutarse:

—Entonces qué, ¿se quiere operar o no se quiere operar?

—Pues claro, cómo no me voy a querer operar. Lo que quiero es operarme cuanto antes. Si ya teníamos prisa antes de entrar aquí, imagínese ahora. ¿Cuándo podría
usted…?

—Bueno, bueno, bueno. Un momento, ¡UN MOMENTO! Porque  usted tiene su enfermedad, pero yo tengo mi agenda. Así que vamos a mirar mi agenda.

Sutil confrontación: yo tengo mi enfermedad, él tiene su agenda. Ojalá fueran intercambiables, cabrón. Ojalá tuvieras tú mi enfermedad, que ya sabría yo lo que hacer con tu puta agenda.

—Bueno… Vamos a ver… Yo sólo opero los martes… El resto de días paso consulta, pero sólo opero los martes… Y hoy es miércoles —aquí nos enseña una sonrisita incomprensible, injustificable, absolutamente asesinable—. Vaya… La semana que viene… La semana que viene podría ser... El martes de la semana que viene es día… Día 24 de febrero, sí.

—Perfecto, si no puede ser antes,
perfecto.

—Antes es IMPOSIBLE, ya le he dicho que yo sólo opero los martes, a ver… ¡Anda! ¡Pero si ese martes estoy fuera! Claaaro, ese martes estoy en un congreso, si es que tengo la cabeza… Nada, nada, el martes 24 no puede ser… A ver… El siguiente... El siguiente, 3 de marzo… El 3 de marzo tengo una operación también, pero bueno, aunque yo sólo hago una operación cada martes, creo que esta operación es muy sencillita, una cosita con láser, una técnica que no se puede aplicar en su caso, con usted hay que extirpar radicalmente…

—Ya, ya. Pero entonces eso sería el…

—El martes 3 de marzo, pero ya le digo: le operaría cuando acabase la otra operación, quiero decir que  usted iría de segundo plato, ¿eh? Tendría que esperar a que yo acabase y después  ya le tocaría…

(Qué lenguaje, que insensibilidad, que vergüenza, qué miedo.)

—Pues nada, cuanto antes, si no puede ser antes, porque parece claro que hay que operar cuanto antes…

—Hay que operar ya, CLARO QUE HAY QUE OPERAR YA. Pero eso es lo más pronto que yo puedo operarlo, ya le digo, y haciéndole el favor de meterlo después del otro.

—…

—¿Lo apunto o no lo apunto?

—Sí, sí, claro, disculpe, estamos un poco…

—Bueno, mis tarifas son 15 mil euros. Eso es lo que yo cobro, más tres mil de anestesista y ayudantía. Luego está la clínica, que ahí tienen que negociar con ellos. ¡Pero mis 15 mil son innegociables!

(Pero ¿quién demonios ha intentado negociar con él?)

—Así que son mis 15 mil, más lo del anestesista, los ayudantes y la clínica. Quince mil por laparoscopia, ¿eh? También hacemos cirugía abierta, pero yo le recomiendo laparoscopia. Eso sí: es más cara. Es más cara mi tarifa, lo demás es igual en uno y otro caso; al final la diferencia económica no es tanta y es mucho más cómoda la laparoscopia, dónde va a parar.

—…

—¿Entonces? ¿Lo ponemos para el martes día 3?

—Sí…

—Pues nada, ahora lo primero es que se haga ese escáner de pulmón. Le diré a mi secretaria —ojo: los cirujanos famosos tienen secretarias, no enfermeras— que llame a ver si se lo pueden hacer mañana mismo para que yo lo tenga cuando vuelva del congreso, que será… el viernes de la semana que viene… Eso es. Quedamos para el viernes de la semana que viene y ya vemos si el pulmón está bien, y si está bien seguimos para delante y si no ya tendremos que cambiarlo todo, porque si el pulmón está mal la operación es distinta, más complicada y por supuesto mucho más cara, porque hay que abrir todo el tórax y hacer muchas más cosas… Pero bueno, eso ya lo vemos dentro de diez días, y lo que vamos a hacer es que ese mismo viernes  le confirmo del todo si puedo operarle el martes día 3, vaya a ser que esté yo equivocado y la operación anterior sea más complicada de lo que yo creo. En cualquier caso, si no fuese el 3 sería el 10, que para el caso es lo mismo. Buenas tardes.

(¿Buenas tardes?)

 

6. LAS CUENTAS PENDIENTES

Teniendo ya clarísimo quien NO me va a operar, inicio una búsqueda terrible, un rosario de dudas, miedos, preguntas y desesperaciones que resultaría hasta divertido, por surrealista, si no fuese simplemente dramático. Con la medicina privada hemos topado, y es imposible no ver en los ojos de los cirujanos la suma de los euros que calculan que van a ingresar por operarte. Salivan, se frotan las manos, sonríen mientras hacen la cuenta. Finalmente, después de muchas contradicciones y opiniones enfrentadas de talibanes de unas u otras opciones, decido que me opere AA, que al menos miente con cierta gracia.

Siempre he sido radicalmente aprehensivo, un fundamentalista de la hipocondría: he solicitado los servicios de urgencias cada vez que una gotita de sangre ha desertado de mis venas, he creído morir cada vez que mi respiración se descompasaba, he visto infartos y sidas y embolias y cánceres en cada síntoma real o inventado que he creído padecer. Y sin embargo ahora, ante la primera prueba real de la fragilidad de mi salud, me siento fuerte, me siento sereno, me siento tranquilo. Pienso que lo normal, lo que cualquiera y sobre todo yo mismo habría firmado ante la perspectiva de un caso así hubiese sido, por ejemplo, una depresión de caballo, un constante lamento, una fustigación interminable, una imploración sin pausa y una queja eterna por la desgracia que me había tocado. Otra posibilidad hubiese sido un punto suicida: adelantar los acontecimientos celebrando una fiesta sin fin, un chapuzón definitivo (y sin vuelta a la respiración de la superficie) en el sexo y el alcohol, un enajenamiento final. Incluso nunca había descartado un ajuste de cuentas vital: llevarme a algunos por delante, seleccionar un grupo de impresentables y acabar con ellos amparado en la fortaleza que me otorgaría mi inminente destino. Y sin embargo, aquí estoy, paseando al lado de mi mujer, buscando su abrazo y su aroma, recordando todo lo bueno que he disfrutado y sin detenerme demasiado en el tiempo perdido. Intenso y casi feliz. Ni siquiera angustiado por todo lo que he dejado de hacer o de escribir. Me enfrento a esta prueba sin miedo, con algo de tristeza, en paz, sin angustia, agradecido del amor que siento a mi alrededor, con el único y último impulso de proporcionar el menor dolor posible a las personas
que quiero. En definitiva, sintiéndome alguien mucho mejor de lo que siempre pensé que era.

 

7. COBARDE EN DEFENSA PROPIA

Durante muchos he fantaseado con la idea de que la proximidad de mi muerte me podría facilitar el acceso sexual a las mujeres que más deseo. ¿Cómo? Acercándome y explicándoles que “ya que mi fin se acerca inexorablemente no querría morir sin haber estado contigo”. Es algo espantoso, pero reconozco que lo he pensado cientos de veces. He pensado que lo haría si llegase el caso y también he pensado que podría hacerlo inventándome el caso, y no sé si no he hecho nunca esto último por una mezcla de dignidad y respeto o simplemente por un fondo de superstición. El argumento me parecía tan contundente y halagador que me he imaginado usándolo con las mujeres que conozco y con las que no conozco, entre estas últimas más de un mito sexual de mi generación (al fin y al cabo, ¿quién podría negarse a una propuesta tan enternecedora, tan definitiva?). También lo imaginé, con una leve variación sobre el planteamiento original, con mujeres con las que ya había estado: “No quiero morir sin volver a estar contigo”. Pues bien, el caso ha llegado. Y sin embargo, ahora que la vida me ofrece esa posibilidad, ahora que me pone delante de las narices la oportunidad (y lo hace de una manera que podíamos denominar legítima o, cuando menos, documentada, en cualquier caso, auténtica: el peligro existe, el riesgo es patente) de poder llevar a cabo mis planes, en lo único que pienso es en estar junto a mi mujer, en abrazarla y en estar cerca de ella (ni siquiera en hacer el amor, ya que su placenta previa oclusiva total nos lo impide). No quiero otra cosa que estar al lado de la mujer con la que llevo casi veinte años y sentir su inmenso amor, su cariño, su piel, sus besos, sus abrazos. Quiero seguir enfrentando este momento a su lado, y descansar a su lado, y besarla mientras duerme, y despertarme junto a ella, y aprovechar cada segundo que puedo estar cerca de ella. No se me ocurre mejor fantasía, mejor sueño, mejor realidad.

 

8. VIAJE A LAS RAÍCES

C amino de Córdoba comienzo a escribir mis cartas de despedida. Contemplo la posibilidad de morir: es un hecho probable, la gente muere en los quirófanos. Puede fallar la anestesia, puede fallar el organismo: el corazón, la cabeza, los pulmones, la sangre, yo qué sé. Lo cierto es que no puedo confiar plenamente en una respuesta excelente de mi cuerpo después del maltrato y el desgaste a los que lo he sometido durante por lo menos veinte años: una alimentación desordenadísima, nada (pero es que nada de nada) de ejercicio, miles de litros de alcohol, muy poco descanso, muchísimos problemas de sueño. Así que los datos y mis vicios estarán en mi contra cuando atraviese la puerta del quirófano. Y no quiero largarme sin despedirme, y no puedo hacerlo antes de entrar. Así que, con un nudo amarguísimo en la garganta, comienzo en el AVE a juntar palabras de amor, ánimo, agradecimiento y energía dedicadas a mi madre, a mi mujer, a mi hermana, a mi cuñado. La tarea no es fácil, y a veces tacho expresiones demasiado dolorosas y tengo que detenerme en varias ocasiones, tomar una cerveza en la cafetería del tren, llamar a alguien por teléfono, mirar cómo pasa ese paisaje por la ventanilla, ese paisaje visto mil veces, y me resulta inevitable pensar si será ésta la última vez que lo contemple, la última en este trayecto de ida, la penúltima (ahora hay que agarrarse a cualquier regalo de la vida) si cuento (y claro que lo cuento) el viaje de vuelta.

Ya en Córdoba, me corto el pelo y me arreglo la barba y me siento guapo y eso me reconforta, es una sensación que me ayuda: quiero estar guapo para la operación, quiero entrar guapo al quirófano y estar guapo durante la recuperación y, sobre todo, llegado el caso, quiero  morirme guapo.

 

9. LA PAZ

Quedan pocas horas para entrar al quirófano. Y durante estos últimos días no dejo de pensar que, a pesar de todo, estas tres últimas semanas han sido las mejores de mi vida. Seguramente nunca he vivido tan intensamente, nunca he dormido tan poco, nunca me he sentido tan decidido, tan valiente, tan tranquilo, tan capaz, tan sereno, tan inteligente, pero sobre todo nunca me he sentido tan querido. La fuerza que me ha dado mi mujer ha sido increíble. No ha dejado de estar ni un segundo junto a mí, no ha parado de darme ánimos, cariño, paz. Cada vez que la intranquilidad o el miedo (aunque ya he dicho que más que miedo lo que he sentido es algo bastante más parecido a la tristeza) me ha bastado con pensar en ella para apartarlo de un manotazo.

Echo un vistazo a nuestro dormitorio antes de partir hacia el hospital y veo mis huellas en toda la habitación. Imagino que mi mujer vuelve esta noche, sola, sin mí, y ve los rastros (los restos) de mi existencia en cada rincón. Recuerdo la escena de  American Beauty en la que Annette Bening cae derrotada, abrazada a la ropa colgada de su difunto marido. El dolor de los tejidos. Cuando murió mi hermana, durante mucho tiempo, en casa de mis padres, sus vestidos fueron el recuerdo más doloroso. Era imposible no imaginarla dentro de ellos, era imposible no verla bailando o bajando las escaleras cuando mirabas su armario, que mi madre dejó intacto durante algún tiempo. (¿Cuánto tiempo? Quizás unos días que parecieron meses, quizás unos años que parecieron segundos…) La ropa, las ropas y el olor de las ropas. Las de mi hermana olían a chicle Bazooka de fresa, al humo de las hogueras del barrio, a hierba recién regada, a piscina y a rosas. Miro el dormitorio donde desde hace quince años duermo con Paloma y no creo que ella pueda soportar dormir en él sin mí. Sé que yo no podría soportar buscar en sueños su abrazo y encontrar el vacío. No podría mirar sus zapatos, ni oler sus camisas, no podría acariciar su ropa interior, no podría soportarlo. Durante años pensé cada noche que moriría mientras dormía. Entonces me preocupaba la imagen que dejaría de mí, el legado instantáneo previo a mi muerte. Fue algo que me rondó en la cabeza muchísimas noches. Muchas veces temía que, al morir mientras dormía, mi familia se avergonzara al descubrir bajo mi cama revistas pornográficas y papel higiénico arrugado y reseco. Otras veces reparaba en las últimas palabras crueles que había dirigido a algún amigo y en el daño que encerraría su eco. Hace unos días descuarticé algunas fotografías y quemé en la terraza varias cintas de vídeo. Eran pruebas bochornosas de mis peores episodios. Pero, al margen de ese fuego purificador o perverso, en cualquier caso, fuego puntual y perecedero, nada he cambiado de mi estampa para alterar mi esencia. Ahora, con la docilidad que caracteriza mi sorprendente actitud ante mi posible muerte, dejo en paz a los objetos y a los reflejos de mis últimas acciones, dejo tranquilo el testimonio de mis últimos pasos. Resignado, dócil, sereno, bajo lentamente las escaleras, abrazo a mi mujer, sonrío a mi familia, cojo mi abrigo, apago la luz y abro la puerta.

 

10. LA OTRA FE

Camino del quirófano, no albergo ni una brizna de sentimiento religioso, no pienso en Dios ni en el Más Allá, ni en la Otra Vida. No rezo ni ruego ni pido por mi alma, no me arrepiento de mis pecados, no encomiendo mi espíritu, no recurro a súplicas de caridad ni a milagros, no reclamo unción ni sacerdote, y esa plenitud de agnosticismo me hace entrar en paz en la sala de operaciones, esa ausencia de fe religiosa me llena de esperanza vital. Allí me esperan, en fila, los cirujanos, el anestesista y los ayudantes, todos tocados con gorritos ridículos, como yo, y vestidos de verde. El urólogo me saluda presentándome al comité de bienvenida. Para empezar, la aguja que pinchan en el dorso de mi mano derecha se rompe, e inevitablemente pienso en el dicho gitano que afirma que los malos comienzos auguran buenos finales. Para tranquilizar al tipo que me la ha puesto, le pregunto si es sevillano y, mientras le cuento los buenos momentos que viví en su ciudad, me inyectan finalmente la anestesia y me voy quedando dormido.

Despierto con todo el cuerpo temblando y con un dolor enorme en la zona abdominal izquierda. Tiemblo y siento como un enorme bocado bajo mi costilla, como un tiro, como si me hubiesen clavado una espada y la hiciesen girar una y otra vez. Tirito sin parar, y me duele, y poco a poco voy oyendo voces difusas y escucho palabras que intentan tranquilizarme. Me voy dando cuenta de que estoy entubado, en la UCI, la luz me molesta, hay gente a mi alrededor. Me administran algunos analgésicos y me cuentan que son las ocho y media, que la operación ha durado casi cuatro horas y que pronto entrarán a verme mis familiares, pero que sólo estarán unos minutos. Los dolores van remitiendo mientras yo sigo algo atontado. De pronto siento la presencia de mi mujer y de mi madre, preocupadas, emocionadas, bellísimas. Con ellas el dolor se desvanece. Les digo que estoy bien, me dan algunos besos, me cogen la mano, se van muy pronto, casi sin que me dé cuenta. Entran mi hermana y su marido. Mi cuñado me pregunta si me han quitado el riñón malo o el bueno y me hace reír. Es la primera frase que recuerdo tras la operación.

Gabriel Núñez

Gabriel Núñez Hervás (Córdoba, 1967). Licenciado en Psicología Social por la UCM, Master de Periodismo de EL País/UAM.  Escritor , editor y director de Producciones El Hombre Tranquilo, Boronía y La Ciudad. Ha trabajado en la SER, Antena 3, la Sexta, El Europeo, Ajoblanco  y Rockdelux, entre otros muchos medios. Es colaborador habitual de El Estado Mental, donde también coordina el programa de radio El Club Lento.