Cuando los andamios se volvieron peligrosos
Como dijo Margaret Thatcher, su mayor logro no fue cambiar un partido sino dos. A raíz de su mandato se impuso un consenso demoledor en torno a la idea de que la lucha de clases ya era una cosa del pasado y de que todos debíamos aspirar a ser pequeños y grandes propietarios. Pero la crisis nos devuelve la duda: ¿Existe la clase trabajadora? Y si es así, ¿quién y cómo la representa?
La próxima retrospectiva de Jeremy Deller en el Centro de Arte Dos de Mayo (El ideal infinitamente variable de lo popular), nos brinda la oportunidad de abordar el tema, poniéndolo en relación con el ensayo de Owen Jones sobre la emergencia de una nueva figura: los chavs.
I. TREDEGAR, 1895. SANDHURST, 2006
En un retrato tomado por William Clayton a finales del XIX, una trabajadora anónima posa ante la cámara cubierta de hollín y con la ropa hecha jirones. Sobre la cabeza lleva un sombrero con broches y plumas, como si emulara el posado del príncipe de Gales. Ciento cuarenta años más tarde, el príncipe William cambió ese sombrero por una gorra inmaculadamente blanca y un par de collares brillantes, haciéndose pasar por un “chav”, que era el tema de su fiesta de disfraces. Hay algo fascinante en esta extraña simetría en la que una minera trata de rescatar la dignidad de la realeza, mientras un miembro del clan Windsor pierde la suya, haciendo el memo en una juerga de fin de curso.
La primera imagen es de una exposición de Jeremy Deller. A este artista, ganador del Premio Turner en 2004, se le asocia con frecuencia a la cultura pop. En su caso, la historia y la música sustentan una práctica llena de referencias y elementos icónicos con los que revisa procesos de identidad colectiva.
La segunda imagen la menciona el periodista Owen Jones en Chavs: la demonización de la clase obrera. En este notable ensayo, que ya va por su tercera edición, Jones acusa a la élite política, la prensa y programas como “Little Britain”, “Wife Swap” o “Big Brother” de fabricar un falso estereotipo para justificar una sociedad cada vez más desigual, donde el fracasado lo es por elección individual y no como resultado de una nefasta gestión política. Según este argumento, los chavs corresponderían a esos jóvenes blancos que visten ropa deportiva de marca, “gastan el dinero de forma chabacana”, viven en casas de protección oficial, comen pollo frito y “paren como conejos” para cobrar su prestación y no pegar ni sello. Además de irresponsables son racistas y siempre andan buscando lío, aunque sea por aburrimiento. Según Jones, el supuesto incremento de estos indeseables, sería la principal coartada de los recortes en el Estado del Bienestar y del endurecimiento del sistema penal, sobre todo desde que en verano del 2011 estallaran numerosas revueltas urbanas.
Me atrevo a sugerir que este fenómeno no es nuevo y hasta tuvo una versión castiza. En la España de la Transición, nuestros medios de comunicación proyectaron la figura del quinqui que, como el chav, fue muy popular aunque por razones distintas. Más que una caricatura hizo de catalizador de un presente desarrollista, marcado por muchos años de represión y fracturado por la bestial irrupción de las drogas, de ahí que se viviera con una mezcla de fascinación y miedo. Frente a un estado totalmente deficitario, el quinqui fue al grano y se dedicó a tirar de bolsos y atracar bancos. Para Mery Cuesta, que co-comisiarió la exposición Quinquis de los ochenta: cine, prensa y calle, esta imagen prototípica “surge como una náusea espontánea ante una situación netamente local, española, literaria y popularmente moldeada por la tradición picaresca, una tradición tan difícil de exportar léxica y esencialmente como el timo del tocomocho”. Podría argumentarse que la traducción de la picaresca en Gran Bretaña correspondería a ese temperamento escéptico y algo individualista que suele achacarse a la cultura anglosajona, pero no sé si esto explicaría del todo la recepción del concepto “chav” como estereotipo de una clase que históricamente ha convivido con varias culturas.
En un mail le pregunto a Deller qué opina al respecto. Para él, ¿existen realmente o son una caricatura? “Yo diría que hay una parte de verdad y otra importante que responde a un gran prejuicio.” De hecho, cuando los busco en sus vídeos, fotografías y catálogos no los veo. Los chavs sólo aparecen mencionados como rivales de un grupo de jóvenes a los que Deller se aproximó en la calles de Manchester, para invitarles a participar en una marcha (“Procession”) en la que distintos colectivos debían caminar juntos, sujetando varias pancartas. Lo que respondería a un anhelo de hacer un arte más accesible (Deller ha insistido varias veces en esto), también podría interpretarse como una reacción crítica hacia un estado de cosas nuevo. En 1998, Tony Blair instauró las ASBOs, medidas destinadas a penalizar cualquier conducta considerada antisocial. A lo que Deller comenta, “a saber qué hay de malo en merodear por la calle, juntarse y pasar el rato hablando de música. Lo antisocial es hacer todo lo contrario”.
Ni Owen Jones ni Jeremy Deller creen que esto sea así. Para ellos, la clase social sigue siendo determinante, pero en un presente donde el mercado laboral ha cambiado de naturaleza, generando nuevas segmentaciones, variables como el nivel de renta, el tipo de ocupación (cuello blanco/azul) o el estatus no sólo son imprecisas sino que entran en contradicción. Un profesor, por ejemplo, puede cobrar menos que un trabajador manual pero se atribuye un estatus superior, por no hablar del freelance.
Al intentar definir donde está la clase trabajadora hoy, uno menciona como posible indicador el grado de discrecionalidad en el puesto de trabajo, mientras que el otro se centra en su disponibilidad. La conquista del tiempo, la de las jornadas laborales y vacaciones reguladas, quedó anulada con los contratos de Cero Horas, es decir, empleos que surgen según demanda y a golpe de telefonazo. Según la Office for National Statistics, en 2013, en Gran Bretaña, más de medio millón de contratos fueron de este tipo y afectan, sobre todo, a los reponedores de grandes almacenes, a los camareros de restaurantes de comida rápida y a los teleoperadores. De hecho, estos tres trabajos son los que se citan con más frecuencia al hablar de la nueva working class. La pega es que no sólo corren el riesgo de ser sustituidos por máquinas (pienso en los drones de Amazon, en las dispensadoras de hamburguesas del MacDonalds o en los contestadores automáticos), es que son empleos tan volátiles que difícilmente pueden generar un sentimiento de clase, como sí hizo la industria de la manufactura.
Owen Jones insiste mucho en esta última idea, insiste tanto que una tiene la impresión de que, en su cabeza, la vieja guardia, la que nació en torno a la minería o el puerto, está algo idealizada. De hecho, puestos a ponerle pegas, también se le podría reprochar el que no haga converger la invisibilidad de la clase trabajadora con la de la mujer, cuando sus ejemplos más significativos son todos femeninos (Karen Matthews, Vicky Pollard o Jade Goody), aunque sí le dedica tinta, y acierta, a la cuestión étnica, que es una fractura “de despiste” significativa para no abordar la cuestión de clase. Finalmente, como él mismo reconoce en la tercera edición, tampoco enfatiza lo suficiente que el uso frívolo de la etiqueta chav refleja un proceso de degradación colectiva. Sus ejemplos suelen ser de otros periodistas o de diputados, en su mayoría de clase media, lo que distorsiona y simplifica la foto final, pues la gente humilde es la primera en usar el término para distinguirse de los demás, los parásitos.
Digamos que queriendo denunciar una situación extremadamente injusta, donde la causa se confunde con el síntoma, Jones desarma a ese sector de la sociedad que ya ha sido ninguneado. Tras convertirlo en el blanco de todas las burlas, ¿qué le queda?
IV. JOY IN PEOPLE!
Jeremy Deller, en cambio, va por otro lado. Al rastrear las huellas de este desplazamiento, el que nos lleva de una fuerza más tangible a otra más etérea o de las minas al pressing-catch y de la siderurgia al Black Metal, lo hace sin victimismos y con materiales diversos. Desde artículos viejos a grabados, cuadros famosos, portadas de disco, objetos y, sobre todo, historias personales. Nos habla de Tony Iommi, de Black Sabbath, que al perder parte de los dedos con una perforadora tuvo que destensar las cuerdas de la guitarra para adaptarla a una prótesis, lo que hace que el Heavy Metal suene hoy algo distinto. O de Adrian Street, descendiente de una familia minera que hizo carrera como luchador Glam, en lo que viene a ser una interesante recodificación de lo épico. En un poema dice: “Podría ser un tulipán, podría ser un hombre. La única manera de saberlo es agarrándome si puedes. Supón lo que quieras, pero soy un dulce travestido con la nariz rota”. El gusano ¡se volvió mariposa!
Y es que Deller no se centra tanto en la violencia de la que es objeto la actual clase trabajadora. Él prefiere restaurarla, incidiendo en lo que fue y rastreando de qué modo sigue siendo, a través de sus pequeñas victorias. El ejemplo más claro sería Folk Archive, que nació en respuesta a lo que entendían por británico los programadores de un gran chasco (el Millenium Dome). Junto a Alan Kane recogió varias muestras de arte autóctono. Al ver cascos de moto customizados, pistolas de tatuar hechas de un modo precario, motivos florales, vídeos sobre concursos de muecas, pasteles o calzones bordados metidos en el interior de un museo, el debate estuvo servido. En su opinión, “el folk nunca ha estado muy valorado en Gran Bretaña, lo que tiene que ver con cómo se industrializó el país. Sucedió tan rápido que ahora tenemos una relación extraña con nuestras raíces”.
En 2013, Deller fue el artista elegido para dar la cara por Gran Bretaña en la Bienal de Venecia. En esta ocasión (English Magic) organizó una muestra atravesada por diferentes ejes espacio-temporales y aunque se refirió a la clase trabajadora, es sintomático que no la mostrara en el presente. Más bien convocó a sus fantasmas (me refiero al socialista William Morris, fundador del Arts & Crafts) y la proyectó hacia el futuro como una presencia o una fuerza profética que, aunque difícil de materializar, se resiste a morir del todo. Cuando le pregunto si cree que la historia se repite, me parafrasea a Marx: “Se repite, primero como tragedia y luego como obra de arte conceptual”. Bromas aparte, Deller se cura de hacer grandes declaraciones, porque como artista sabe que habla desde un lugar delicado, lo que nos lleva al último apartado de este artículo.
V. ROMPER CONSENSOS
A finales de los noventa, la burbuja de los Young British Artists hizo de Tracey Emin, Damien Hirst o Tacita Dean lo que son ahora: firmas cotizadas. Como Deller no sabía dibujar, ni modelar, ni nada de lo que se enseña en Goldsmith, decidió que no tenía por qué “producir cosas”. A él le bastaba con coordinar a varios agentes (músicos, arqueólogos, prisioneros de guerra, fans) para, colectivamente, sacar algo del material reunido. Esta práctica, que él llamó “surrealismo social”, recuerda a la que describe Boris Groys.
En Sobre lo nuevo dice: “La crítica posmoderna a la noción de progreso o a las utopías de la modernidad se convierte en irrelevante cuando ya no se piensa en la innovación artística en términos de linealidad temporal, sino como la relación espacial entre el museo y su exterior. Lo nuevo no emerge como una promesa de un telos histórico escondido. La producción de lo nuevo es meramente un desplazamiento de los límites entre los elementos coleccionados en el museo y los objetos profanos que quedan fuera de la colección, lo que principalmente es una operación física, material: algunos objetos entran en el sistema museístico, mientras que otros son rechazados y acaban, digamos, en un cubo de basura”.
Dicho esto, la necesidad de registrar sus acciones, ya sea con murales, pósters o vídeos, obedece en Deller a intereses contradictorios. Por un lado le permite acceder al mercado del arte, al exponerlas como piezas, y por el otro documentar aquello que la clase trabajadora defiende como propio y le es continuamente saboteado. Cuando le pregunto al respecto, él asume esta paradoja con bastante naturalidad.
Pudiendo ser antropólogo o historiador, ¿por qué no artista? Igual pensó que con mucha suerte no sólo podría ganarse la vida, sino activar un relato problemático y hacerlo simbólicamente relevante, en contraposición a lo que sucedió entonces, cuando el consenso político aniquiló toda posibilidad de debate e Inglaterra se volvió amnésica o ciega. Hoy esa ceguera parece compartida y aunque todavía sigamos sin verlo claro, en sus manos, este relato, el de las clases más populares, nos remite a algo heterogéneo, tan accesible como extraño y no del todo derrotado. Es decir, a algo por lo que aún merece la pena luchar. Es importante estar cabreados, positivamente cabreados y no resignarse a acabar en una vitrina, que es el riesgo que asume él cuando dice: “I don’t make things, I make things
happen”. Su reto está en no perder esto de vista y trabajar siempre con presupuestos razonables para no ser un cínico, que es lo último que necesitamos.
*El título es un guiño a Brian Dead de los Happy Mondays, cuyo verso “You’re rendering that scaffolding dangerous” fue convertido en banderola a petición de un grupo de jóvenes que colaboraron con Deller.
Andrea Valdés
Andrea Valdés (Barcelona, 1979) es autora de una obra de teatro (Astronaut, Theatre O). Colabora con frecuencia en exposiciones y proyectos de artista y ha publicado en La Vanguardia, Cinemanía y Les Inrockuptibles.