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Lo que rescaté del fuego

Notas sobre mi taller con Fabián Casas
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Al poco de aterrizar en Buenos Aires me planté en el Centro Enjambre donde Hebe Uhart daba un charla sobre crónicas de viaje. La escuché con jet lag, más atenta a cómo se le resbalaba el cojín de la silla que a sus comentarios. Al siguiente martes sí anoté algunas cosas de las que dijo, pero lo hice sin demasiado entusiasmo. Quizás porque ella hablaba como una etnógrafa: más pendiente en registrar las voces ajenas que en construir la propia. No en vano dice que no hay escritores sino personas que escriben, que es una frase que bien podría haber dicho mi dentista, en cuya sala de espera aún figuran los tres premios que ganó como autor de relatos. Además de corregirme la mandíbula desde muy niña y arreglarme la boca con empastes y un trasplante, el doctor Padrós fue uno de mis primeros y escasos lectores. Desde que le dejé leer varios cuentos, no hubo consulta en la que no me preguntara por mi escritura, a lo que rara vez contestaba con el pulgar hacia arriba. Prefería mover la muñeca, como cuando a su “¿duele?” yo le daba a entender que no demasiado. Lo hacía con los ojos cerrados, para no dejarme deslumbrar por una lámpara mientras un gancho de plástico me sorbía toda la saliva. A saber si esta escena fue la que inauguró mi aparatosa relación con la literatura.

Hasta mi llegada a Buenos Aires yo no me había planteado asistir a ningún taller, pero con Fabián Casas volvió a salir el tema. Al conocernos, Fabián llevaba una camiseta de Blade Runner y me pregunté qué podría aprender de él. Es que soy de las que cree que a partir de una edad no conviene explicitar ciertas pasiones. Para muchos hombres que nacieron en los setenta, Blade Runner, Bullit o Get Carter son grandes clásicos, quizás porque sus héroes encarnan un estilo, pero entonces recordé un artículo suyo dedicado a La ley de la calle que, siendo una película de esa cuerda, ya es más coral. ¡Hay amor de hermano! En ese artículo, que es muy bello, él parece estar desarmando un poema y eso me ayudó a dar el paso. El segundo motivo que me llevó a apuntarme a su curso fue de índole periodística, porque aunque Argentina viva de la ganadería y la soja transgénica, hay un taller literario en cada esquina. Como dice mi amigo Florencio, la Argentina “es un país de cursillitos”.

Dicho esto, mi idea inicial era dejar por escrito las cosas que han ido saliendo de los textos que leímos, corregimos y comentamos en grupo y acompañar estas impresiones con una entrevista a Fabián, pero él me animó a escribir mi propia crónica, no sé si como ejercicio. Así aquí estoy, pasando a limpio mis notas, aunque la idea de pasar a limpio se me haga rara. Subrayo muchísimo pero anotar, anoto poco y sólo aquello que no está clausurado, que me da bronca. Me lo anoto para acabar de pensarlo.

Bien mirado, esto tiene algo que ver con lo primero que me comentó Fabián mientras en mi cabeza yo le “reprochaba” su camiseta. Me explicó que el cinturón negro era una convención que se introdujo en Europa, cuando empezaron a practicarse las artes marciales. En Japón no existe: es un cinturón blanco que se ha ensuciado de tanto usarse, porque lo único que se limpia es el kimono. Ese dato le servía a él para ilustrarme que nunca es tarde para ensuciarse, porque hay cosas que nos devuelven a la primera casilla, a la del principiante, y la literatura es una de ellas. Siempre se puede escribir mejor o de otra manera.

LAS CLASES DE HEBE UHART

Tras ir de oyente a un par de sesiones, escogí el taller de los viernes por la tarde, con la idea de analizar cómo se construyen ciertas ficciones. Trabajamos mucho el relato, pero también leímos algo de poesía y ensayo. Incluso comentamos el mail de renuncia de uno de los asistentes. Lo hicimos con el mismo interés con el que abordamos Agosto de Bruno Schulz o el teorema de Fermat. Para Fabián lo literario puede surgir de los lugares más inesperados, como esos broches para colgar la ropa que se rompen en un cuento de Aira, por el cansancio de la forma. Es más, si de algo recela es de las grandes ideas, quizás por eso, del poema que escribió cuando fue al cementerio a llevar flores a su madre, sólo salvó una estrofa: la de unos niños jugando a aplastar monedas junto a las vías del tren. De El pozo, de Onetti, recuerda algo entrañable: “Es hermosa esa escena en la que Eladio Linacero se pasea por su pieza oliéndose primero un sobaco y después el otro”.

Al margen de lo que nos dicten los gustos, yo le agradezco a Fabián que nos animara a suspender algunos prejuicios. Fue así como di una segunda oportunidad a Hebe Uhart. No es que la volviese a escuchar. Esta vez me limité a leerla a través las notas que tomó Liliana Villanueva tras tirarse diez años asistiendo a sus talleres. De la selección de estas notas nació un librito, Las clases de Hebe Uhart, que analizamos un viernes y en el que aparecen joyas tipo: “Si no hay un pero, no hay cuento, no hay literatura”, “Al personaje se entra por la fisura” o “El adjetivo cierra, la metáfora abre”. En otro lado subrayé: “Escribir no es inventar. La realidad ya es un invento porque lo real no existe ni es real de igual manera para todos”. En este sentido, lo que a Uhart le preocupa es partir de algo verosímil, por eso no tolera palabras como finisecular, insoslayable o rizoma. A mí, en cambio, me jode la historia leer gentes escrito en plural, o prolijo, adjetivo que los argentinos emplean continuamente. Lo gracioso es que cuando se excitan, siento que hablan como Mafalda… “¡La concha de la lora!” Como Uhart es viajera, tiende a identificar lo verosímil con el habla popular, por eso insiste en que la labor de todo escritor es poner el oído. No digo que no tenga razón, pero qué hacer con esos personajes que hablan de manera libresca, deformada o rara, como en los libros de Gombrowicz, cuyo único referente parece ser él mismo: el escritor se fundió con su personaje.

Volviendo a Liliana Villanueva, fue a través de sus apuntes que la voz de Uhart se me hizo más atractiva, quizás porque en mi cabeza no paraba de preguntarme qué tenía de especial lo que decía esa mujer como para que otra la escuchara durante una década y llenara dos cajas de cerezas con sus notas. En este sentido es un ensayo curioso, que da más de lo que anuncia. Digamos que al enseñarnos a escribir, plantea un interrogante que afecta a toda la literatura y es ¿a quién pertenece lo que uno dice? La repuesta está implícita en todo el libro y en mi opinión ahí reside su belleza. Fue al leerlo que entendí que la literatura puede ser un acto solitario, pero como dice Fabián Casas, y en esto ha insistido mucho, también es un acto colectivo. En su taller, yo encontré este consuelo.

LA VOZ EXTRAÑA

¿De qué va el texto? Cada viernes nos hacíamos la misma pregunta mientras leíamos El Horla de Maupassant, La canción que cantábamos todos los días de Luciano Lamberti, Campanadas de Robert Aickman, El japonés de Fogwill o El almohadón de plumas de Horacio Quiroga, por citar algunos ejemplos. Me gustó especialmente la clase que le dedicamos a Francisco Bitar, artífice de una prosa microscópica, hecha de cortes y con un uso muy inteligente de los detalles.

Luego le tocó el turno a J. D. Salinger, que es un escritor que leo desde hace años y al que me tienta cogerle manía, quizás porque nunca es tarde para que se le cite en Girls o cualquier comedieta existencial de las que dirige Noah Baumbach, a quien no soporto.

Dicho esto, yo ya había leído Para Esmé, con amor y sordidez varias veces porque es uno de esos relatos a los que vuelvo, como me pasa con La prueba de César Aira, Nieve silenciosa, nieve secreta de Conrad Aiken o La marca en la pared de Virginia Woolf. Son textos que nunca se agotan y de los que no sé hacer una sinopsis sin sentir que los estoy traicionando.

En este caso, el cuento se abre con la invitación a una boda, a la que el protagonista no irá. Sabemos que es un recluta destinado a Devon y que está de entrenamiento. ¿Año? 1944. En un momento dado baja al pueblo, donde se cruza dos veces con una niña. En la segunda mantienen una conversación. La niña le expresa sus ganas de oír una experiencia sórdida y le desea que vuelva del frente con las facultades intactas. Finalizada esta escena, en la que se prometen una correspondencia, sucede algo extraño: el narrador, es decir, él, desaparece. Hay un cambio verbal y su voz pasa a tercera persona porque es el propio texto el que sufre un colapso. No sorprende que el tiempo interno del relato no coincida con el real. Es un tiempo que se ha roto, como el reloj que lleva la niña durante la conversación y que le hace llegar por carta más tarde, cuando aprendemos que la guerra ya ha finalizado y el narrador está en el hospital.

El recurso de trasladar un brote psicótico al propio texto le sirvió a Fabián para recomendarnos otras lecturas como La defensa, de Nabokov, donde sucede algo similar, aunque antes ya estaba Joyce: “Cuando sus personajes se van a dormir, el lenguaje también se va a dormir”. Más allá del aspecto formal, a mí este cuento me hizo pensar en una de esas frases de Walter Benjamin que siempre me van grandes, porque ignoro su alcance. Me refiero a ésa en la que dice que durante la Gran Guerra, los hombres “volvían mudos del campo de batalla (…) No enriquecidos sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”.

De esa pobreza o imposibilidad es de lo que yo creo que trata este cuento, donde lo más importante queda fuera del texto. Está en lo que no se narra, sólo se insinúa, en las marcas de una escritura que, además de tararse, pide auxilio, porque al final hay una reparación. El reloj no se detiene, pestañea antes de saltar directamente hacia delante y retomar el ritmo, como le pasa al protagonista. Se atasca con la palabra “facultades”. Le cuesta pronunciarla, aunque al final lo consigue. Para entonces ya ha leído la carta que le escribió Esmé, en la que su hermanito pequeño le escribe unas cuantas líneas. Hay una bella simetría entre el soldado que está punto de perder las palabras y ese niño que escribe como habla.

HOLA HOLA HOLA HOLA
HOLA HOLA HOLA HOLA
RECUERDOS Y BESOS CHARLES

Para mí, es el cuento más tierno de J. D. Salinger. Para Fabián, es un ejemplo de lo que él llama, no la voz personal, sino la voz extraña, que es la que hemos estado trabajando en su taller.

Siendo difícil de definir, se reconoce en seguida en un texto, como sucede con la poesía. La voz extraña es la que hace que el lector tenga que preguntarse de qué va exactamente aquello que acaba de leer, porque no es lo que se describe. Es lo está justo detrás.

Para alcanzar esa voz, dice Fabián, conviene que el escritor se vacíe de su ego y escriba en contra de su habilidad, porque es la única manera de ponerse en riesgo. Quizás por eso, cuando tocó leer y corregir mi texto, me sugirió que replanteara el uso del narrador. A su juicio, la debilidad del relato estaba en mi necesidad de subtitular algunos pasajes. Me preguntó si era para calmar al lector. Yo le dije que seguramente, aunque lo que más temía era que el argumento se saliera de madre, porque si lo hacía depender sólo de los personajes… a saber dónde acababa todo: en un chistito banal o una auténtica locura. A J. D. Salinger le salió una niña adulta y algo cursi, reclamándole a un soldado, que bien podría haber sido él, un cuento sórdido. A veces la literatura asusta, aunque entiendo que no me iría mal aprender a no enamorarme tanto de las ideas. Parece que mi punto fuerte es también el débil, el que me impide dejar libre a los personajes. En este sentido me llama mucho la atención la décima frase del “Decálogo (más uno)” con el que Liliana Villanueva cierra sus apuntes sobre Hebe Uhart. Dice así: “La verdad se arma en el diálogo”. ¿No es increíble?

DESCUBRIENDO A GEORGE OPPEN: FRAGMENTOS DE UNA LECTURA

Una tarde Fabián nos volvió a hacer la misma pregunta: ¿De qué va el texto? Silencio. No teníamos ni la menor idea, pero eso no nos quitó las ganas de leerlo, así que leímos.

“Hay cosas entre
Las que vivimos y verlas;
Es conocernos”

Fabián Casas: Qué sencillo suena, ¿verdad?

Y de tan sencillo se complica. Al leerlo, pensé en la ironía de su nombre: Oppen con esa p redundante que anuncia el lío… En clase simplemente dije: “Para mí, es alguien que tiene una visión muy radical de la poesía”.

Soledad: Pero también cierto complejo. Me refiero al compromiso con su tiempo. Parece que no llegara a unir la política y la vida.

Casas: Yo creo que al final sí las une. Es una de sus peleas, aunque entre Serie discreta, que es el primer libro, y Los materiales, que es el siguiente, pasan 25 años. El tipo se tira todo ese tiempo sin escribir. Luego un día sueña que revisa el escritorio de su padre y entre los archivos lee un manual para prevenir el óxido de cobre. Al contárselo a un amigo psiquiatra, éste le dice: “Soñaste que no te ibas a oxidar”. Y se pone a escribir, retoma la poesía.

Seguimos leyendo.

“Quisiera hablar de habitaciones y de aquello que miran
y los sótanos, los ásperos muros cargando las marcas
de las formas, las viejas marcas de madera en el concreto,
Soledad tal como la conocemos—
y los suelos barridos. Alguien, un obrero cargando sobre sí, sin-
tiendo a su alrededor esa palabra particular como una deshonrada
paternidad ha barrido este piso solitario, este suelo
completamente oculto—
Soledad como la conocemos.
Uno no debe creer que él tiene mil hebras
en sus manos;
Él de algún modo debe ver una cosa;
Este es el nivel del arte
Existen otros niveles
Pero no hay otro nivel del arte.”

Casas: Ahí condensa toda su experiencia y usa algo que es muy singular. Son imágenes que él toma para sí, imágenes muy difíciles de asir, pero que todos tenemos en algún momento, como los restos diurnos que son esas cosas que vemos durante el día y salen, más tarde, en el sueño. Él habla de “los ásperos muros cargando las marcas de las formas, las viejas marcas de madera en el concreto”. Lo común es hablar de aquello con rasgos pre-poéticos, como una premisa, pero él le da un rango poético a las marcas que dejó un mueble, que es algo que a priori pasaríamos por alto. Con eso, que es casi un residuo de experiencia, él construye un poema.

Andrea: A mí me impactó mucho este verso: “Quien no trabaje no comerá pero quien trabaje dará a luz a su propio padre”.

Sofía: Increíble.

Casas: ¿Vieron? Es espectacular. ¡Parece un salmo! A Soledad en cambio le impactó el que menciona Kevin Power. ¿Recuerdas, en la clase anterior?

Soledad: El de cuando se despide de su mujer…

“Encontrar ahora profundidad no tiempo, puesto que no podemos / sino
profundidad.
Salir ilesos   terminar bien
Hemos empezado ya
A decirnos adiós.
Es sencillo, ordinario y extraordinariamente bello.”

Casas: ¡Escuchad la potencia!

Fabián relee detenidamente este extracto. Soledad dice: “Me costó hacerme a cómo corta las frases”. Yo dije: “En algunos fragmentos me recuerda a Alejandra Pizarnik y esta idea de hacer poesía combinando muy pocos elementos”.

Casas: No lo había pensado, pero veo la familiaridad que mencionas. “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome…” Ella es de una etapa muy adolescente nuestra, pero es verdad que hay cierta familiaridad. Igual Pizarnik es menos hermética porque tiene algo romántico. Oppen no es nada romántico. Él sustantiva, va en busca de lo real. También cree en la igualdad de inteligencias.

Cecilia lee:

“Claridad
En el sentido de transparencia,
No creo que se pueda explicar mucho más.

Claridad en el sentido de silencio.”

Casas: Fijaos cómo ordena los versos, porque para él los espacios en blancos son fundamentales, tienen en el poema la misma fuerza que las palabras. Habla de algo que está profundamente elidido. Si cuesta de acceder a él es porque no hay una estructura narrativa. Lo que consigue son pequeñas cosas que salen a la superficie. Sus poemas tienen esa mineralidad que también está en los textos de Robert Walser, quizás en otra frecuencia. Se diría una piedra, pero de esa piedra vas descubriendo su edad, el lugar que ocupó en la evolución. Si es de color, qué significa en un collar y sus ritos. Si no es muy grande, puede meterse en un zapato. A veces me pregunto si no es mejor escribir así, con una piedra en el zapato que desde el confort. ¡Fijaos lo que se saca de una piedra! Aunque prometa la eternidad, también se puede disolver…

En el prólogo se menciona que Oppen siempre parte de una imagen sometida a tal presión que tritura el lenguaje. “Es un paisaje salpicado con los restos del estallido.” Asocio esa piedra en el zapato a lo que dice él de las palabras. Para Oppen, el lenguaje es el enemigo. Si lo descuidas te muerde la mano.

Cecilia lee: “El poema no está construido con palabras. No se puede hacer un poema insertando palabras en él. Es el poema el que hace las palabras y contiene su significado. No se puede salir a buscar rosas, elefantes, esencias y ponerlos en el poema. El suelo bajo el elefante, el aire a su alrededor… habría que conocer muy bien la distancia que hay hasta el elefante o acercarse deliberadamente demasiado, lo suficiente para asustarse. Cuando el hombre que escribe tiene miedo a una palabra es que ha comenzado a escribir”. Esto es de Kevin Powers.

Casas: Os recomiendo mucho ese libro, Una poética activa. Hay que tener presente que para Oppen los poemas no son sobre algo, los poemas son algo. Él es alguien con una idea muy precisa de lo que hace y no va a escribir porque sí, va a escribir cuando drene algo de su experiencia.

Soledad: En un momento habla de eso, de la importancia de la experiencia.

Cae la lluvia
que no ha caído
y se trata del mismo mundo

***

Ellos hacían cosas pequeñas
De madera y de huesos de pescado
Y de piedra. Conversaban,
Las familias conversaban,
Se reunían en consejo
Y hablaban, trayendo objetos,
Confiaban,
Sus cosas brillaban en el bosque.

Eran pacientes
Con el mundo
Nada de eso volverá, nunca,
A menos que alcanzando sus límites

Comiencen de nuevo. Eso es.
Una y otra vez.

Casas: Ahí sí hay un retazo de narración, pero es algo muy primigenio. También se ve lo político. Esa tensión entre lo individual y lo social. (…) Pensad en todo lo que ha sucedido en esta media hora con unos poemas que de entrada no prometen nada, son reactivos, herméticos o hechos de residuos. Es como si fuéramos a comer los restos de un pollo, pero tienden a la unión. Él habla del naufragio de lo singular y de estar de vuelta, juntos. No sé si sabéis que religión viene de religio, estar unidos. Te convoca a que los entiendas con los demás, como hacemos ahora.

Y seguimos leyendo:

Obsesionados, confundidos

Por el naufragio
De lo singular

Hemos escogido   el significado
De ser muchos

*

Gracias a Fabián Casas y al Centro Enjambre por su generosidad, y a Cecilia, Sofía, Leonor, Sol, Ana, Fabio por compartir fotocopias e impresiones durante tantos viernes.

 

La portada, como siempre, es una ilustración de Luis Paadin.
La foto de Fabián Casas con Fogwill es de Laura Crespi y la tomamos del blog El señor de abajo de Pedro Mairal.

Con la colaboración de