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La lección excéntrica

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María Moreno es una cronista, narradora y crítica cultural que lleva en activo desde los sesenta, pero también es una anomalía en el campo literario. Alguien cuya obra se resiste a las clasificaciones. Si A tontas y a locas es una compilación de ensayos, yo jamás entendí de qué iban porque está escrito con tal elegancia que no reparé en lo acertados o incompletos que eran sus argumentos. Simplemente, me limité a disfrutarlos. Quizás Subrayados sea un libro de crítica literaria, pero yo lo he visto ubicado en distintas secciones, de periodismo a historia de Argentina, y aún no sé si Vida de vivos es una selección de sus mejores entrevistas o el registro de una performance colectiva. Con El petiso orejudo, donde analiza a un criminal de principios de siglo XX, sabemos que ha leído a Foucault y Rodolfo Walsh por cómo reinterpreta los informes científicos y juega con los sucesos como antesala del género policial. Siendo un libro de no ficción se ha leído mucho menos que El affair Skeffington, su única novela, aunque también esto es discutible, pues muchos creen que en realidad es un libro de poemas acompañado de un prólogo extraño. Si me preguntan, yo prefiero explicarlo a su manera, es decir, como un genial artefacto narrativo que fuerza la emergencia de una determinada voz, que es y no es, la de alguien que para mí sigue siendo un interrogante.

Me explico: María Moreno me largó enseguida su número de teléfono y durante todo este tiempo yo la he estado persiguiendo. Llegamos incluso a programar una cita en la librería-bar Clásica y Moderna. Me dio hora y dirección. Me dijo “Soy una mujer con flequillo”. Luego me canceló. En un mail se excusaba porque tenía a la nuera en el sanatorio. “Nada grave, pero he de ayudar a mi hijo.” Lo intenté de nuevo. Me confesó que ella no era de dar entrevistas. Le dije que sólo buscaba asesoramiento para una investigación pero no debí ser convincente. En la siguiente llamada me anunció que acababan de echarla de la Biblioteca Nacional, donde impartía talleres, y que la pillaba en plenas movilizaciones. “Mejor hablamos la semana que viene…” Entonces se le estropeó el internet. O perdió unos calcetines. O pilló fiebre. ¡A saber!

I. Voces
A aquellas alturas no me sorprendió enterarme de que María Moreno llegó a la literatura a través de las radionovelas (en su infancia se adaptaban muchos clásicos), ni que aprendió a “subrayar de oído” escuchando tangos. Esto explicaría que, para ella, la escritura no esté en el poder de la trama. La escritura es una voz. Por suerte, la suya, al teléfono, siempre me pareció cálida, a diferencia de la mía en esos atropellados mensajes que seguí dejándole en el contestador, como quien se aferra a un trocito de corcho en un naufragio anunciado, porque yo me vine a Argentina a comerme el mundo, aunque mis amigos me previniesen de que el mundo igual no se comía desde tan abajo ni tan lejos. En fin, un reto es un reto.

Tras varios intentos, recurrí por escrito a una pequeña mentira. “Hola María, aquí estoy con mi botella de Rioja. Conseguí que sobreviviera a tres asados. A ver si hay suerte y la compartimos, al fin, esta semana.” No sé a vosotros, lectores, qué es lo que os ilusiona, pero yo rara vez brindé por algo que mereciera escribirse en un papel. Siempre fue por un año, una mudanza, el anuncio de un amor o un embarazo, pero ¿qué hay de brindar por una buena frase? Sucede que a la Moreno, fregaos de género y formato al margen, le sobran. Es lo que pasa cuando cosechas un estilo que viene a ser un cruce entre el chascarrillo de peluquería y varios años de terapia psicoanalítica, sazonados por lecturas afortunadas como Colette, Nabokov o las mitologías de Barthes y otras menos previsibles como Enfermedad de los perros de campo, manual de veterinaria que, según cuenta, ella leyó en clave expresionista.

II. El límite como condición
De todos modo, si he de creer lo que dicen (y repiten) sus textos, María Moreno no aprendió tanto de los libros como de los bares. Su verdadera escuela fue el Café La Paz, donde se aficionó a beber para hacerse un sitio entre los hombres, como hicieron antes la poeta y cronista Alfonsina Storni y la genial escritora Norah Lange, de quien Borges se enamoró sin suerte. “Por ellas me convencí de que más que la universidad, las mujeres debíamos ganar la taberna.” De estas salidas, menciona varios encuentros con personajes a los que no se cansó de escuchar, siendo aún estudiante. Me figuro que sus conversaciones con ellos eran de una textura muy distinta a la verborrea logística que ahora se ventila entre móviles y que, de alguna manera, yo estaba reproduciendo con tanta llamadita y mail.

Me alivió saber que, al menos, no es de las que tiene un mal concepto de lo incómodo. Al revés, casi lo necesita para producir. En otro de sus textos leo lo siguiente: “Yo escribo sólo bajo: 1) amenaza: “Nos estás enterrando, es la última vez que te encargo una nota”; 2) extorsión: “¿Así que te falta mucho? Entonces dejá que se lo encargo a otro…”; 3) contratiempo: “Si no podés hacer ni siquiera una recopilación, sacamos su libro el año que viene”. De ahí que se reivindique antes como cronista que escritora. Lo suyo es apurar hasta el cierre y escribir por encargo y con presión sobre esos espacios donde se impone lo popular, ya sea en sentido pintoresco o de cultura de masas, aunque siempre lo haga con distancia crítica y cierta socarronería. Es más, yo sé que cualquier día empezará un ensayo con esa frase que leyó en la puerta de un retrete, como hizo el Fassbinder de La tercera generación, quizás porque en esa frase hay más sustancia que en toda la teoría lacaniana. O es lo mismo pero dicho en plata.

En sus textos, irónicamente, no hay economía de imágenes o citas, pero sí bastante rodeo. Ella lo atribuye a la censura. “Fue mi laboratorio de estilo. Como le pasó a José Briante o Jorge Di Paola. Arrasada la información, la dictadura nos obligó a escribir de una manera más literaria e incluso barroca. Es el lo-digo-pero-no-lo- digo.” 

Eso sí: un viernes, conmigo se dejó de historias. A eso de las doce yo cogí aire y marqué su número por enésima vez.

– ¿María? Soy yo, la periodista española.

–Ay, estoy durmiendo…– bostezó y entre nosotras se hizo un silencio.

Dejó el teléfono sin colgar y a mí muerta de risa.  

Cabe decir que, en todo esto tiempo, jamás fue grosera ni arrogante conmigo y hasta aceptó mi amistad en facebook, cuyo muro a primera vista se diría lleno de spams, porque por muy atareada que esté, la Moreno se las pasa haciendo tests con preguntas tipo:

¿Cómo sería tu aspecto en la edad media?

¿Quién te acompañaría a la cárcel?

¿Qué famoso se ha enamorado secretamente de ti?

De esta manera supe que morirá a los 93 años, sepultada por un árbol de Navidad. Es un final, considerando cómo acabó Annemarie Schwarzenbach. Tanta morfina, cara de pena y Persia… ¡y se la llevó una caída tonta en bicicleta!

Además de no hacerle ascos a la incomodidad, otro dato que me animó a insistir es que se deja querer. Lo sé por su entorno, que al hacerse eco de mi interés, me animó a ser paciente y hasta me dio algún consejo.

–Yo la invitaría a un whiskey– me sugirió uno.

–Es que ya probé con vino. Además tampoco me gusta meter el dedo en la llaga– contesté, siendo sensible a quienes luchan por mantenerse sobrios.

–Pues dile que te vas mañana– me asesoró otro.

–Sobre todo no le menciones que escribes para un medio. Cuanto más informal, mejor – añadió una tercera.

¡Y qué tarde llegó este último consejo! Cuando lo oí yo ya no me sentía como esa periodista que anda mendigando encuentros sino como una editora que, en pleno cierre, reclama lo de deben, fuera una entrevista o una borrachera.  

III.  Juegos de identidades
En ésas estaba cuando, ante mí, aparecieron dos palabras: PEDIR TURNO. Las leí estampadas junto a su teléfono, en varios flyers en los que María Moreno se anunciaba como partera de obra.

De esta ristra de flyers quisiera detenerme en uno que considero exquisito. Tiene un halo quiromántico y hasta pudo ser la portada de un disco de Roxy Music. En él se ve una mano femenina, sensual y elegante, con una uña hecha trizas. ¡Ahí está su lado trash! Esa uña, que se va deshaciendo o está por recomponerse, me sirve para aludir al carácter fragmentario de su obra, que es una compilación de textos, casi todos fechados. Incluso su novela funciona así. Es más, considerada en conjunto, me recuerda al Frankenstein de Mary Shelley, donde se combinan cartas, fragmentos de diario y dos relatos, injertos narrativos que al sumarse forman cuerpo de extraña naturaleza; y es que si hay algo que pone en juego María Moreno es su propia identidad.

Ella misma se reconoce como un invento (en realidad se llama María Cristina Forero), un heterónimo que se construye a través de otras vidas, algunas ficticias, como la de la poeta modernista Dolly Skeffington, pero también reales. Y ahí están esas magníficas entrevistas que aparecen en Vida de vivos, claro que, a día de hoy, la mayoría de esos vivos ya están muertos, pero sus testimonios no han perdido vigencia ni chispa.

María Moreno le sacaría una buena frase incluso a Messi, que en fluidez verbal compite con las piedras. Lo haría aunque le costara un desmayo, como le sucedió en una entrevista: fue desvanecerse y ganarse al otro. En otra ocasión le dijo “basta” a una arrolladora artista pop, que hablaba y hablaba, como si al forzar un cambio en la velocidad de sus palabras, esperase desarmarla o llevarla a un terreno distinto al de sus obeliscos de pan dulce y demás parafernalia. “Si hubiera podido elegir a una actriz para interpretar mi vida, sería Vivien Leigh, porque es una mujer como yo, que siempre está al borde de algo: de la risa, el llanto o de tirarse por una ventana”, le contestó una vieja autora de best-sellers. Sea o no cierta, ¡lo que pagaría yo por tener una declaración así!

De todos modos, si he de proponer un brindis fantasma (al real ya renuncié), sugiero un sólo nombre. Me refiero a Silvina Ocampo, porque además de ser una cuentista excepcional, a ella bien que se lo puso difícil. Lo mío a su lado fue café americano con edulcorante, ¡puro aguachirli! De ese encuentro, al que os remito en los créditos, quería que me hablara.

O no. Cuando al fin coincidimos en un recital, cara a cara y en la barra del Brandon, no supe qué decirle. Yo ya no era la periodista, ni la investigadora, ni la editora, ni la aprendiz que pide su turno en un parto del que perdí la cuenta. Ese domingo sólo era una lectora con un abrigo estrellado. En algún momento, ella lo tocó con los dedos para comprobar el género. Yo dije: ¡Es falso! refiriéndome al material. Lo gracioso es que minutos antes, ella acababa de insinuarme lo mismo respecto a su rol en las entrevistas. Fue de lo poco que hablamos.

En un mail posterior le anuncié que el artículo saldría finalmente este martes porque ya no podía prorrogarlo más, en nombre de alguna cita u ocurrencia suya. Se lo dije con la confianza de saber que sí le gustaron algunas cosas que escribí, por eso se negó aceptarme en su taller de crónica, mi último intento. A ella le pareció que no me hacía falta.

Sí me dio un empujoncito final, animándome a inventármelo todo y a robar de otras entrevistas. “Total, si hubieras hablado conmigo, igual sería una ficción sólo que con tartamudeos” me escribe en su último mail que, para colmo, me llegó en alerta, bajo la rubrica: EMPTY SUBJECT- POSSIBLE SPAM. Iba escrito en rojo, como esa uña y sus trizas.

Así aquí estoy, acercándome peligrosamente a su juego, aunque con las comillas me proteja del plagio, eso que a ella le gusta tanto. No lo hago por honor a la verdad. Es que prefiero fracasar a “mi modo” que replicar a quienes admiro, precisamente, porque llevaron su impostura un poquito más lejos. A veces pienso que la literatura se decide en esta clase de gestos, entre los que empujan y los que se detienen a tiempo.

Sin más, os emplazo al siguiente episodio sobre el atraco como forma de ensayo. 

 

 En portada, ilustración de Luis Paadin.

Portada de Vida de vivos

Flyer Partera de obra. En Buenos Aires, María Moreno es conocida por prestar oído y asesorar a otros escritores, como Selva Almada, con quien retrabajó los fragmentos alucionatorios de su segunda novela, Ladrilleros.

Retrato de Silvina Ocampo. “Ella no cesaba de corregir mi entrevista, yo de ir a su casa con cualquier pretexto. Me le declaré. Me preguntó que quería decir exactamente, o mejor dicho, exactamente qué quería hacer. Yo no tenía ni idea. Ella sonrío y dijo: Sufro del corazón. Yo soy más linda que Alejandra Pizarnik, le contesté y me fui dando un portazo”.  Fragmento de su entrevista a Silvina Ocampo.

Con la colaboración de