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Lucrecia Martel: Un pozo sin fondo

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Me aferré a un malentendido porque es bonito viajar un día entero por un encuentro que pende de un hilo, sobre todo si es con Lucrecia Martel, a quien quise conocer una tarde de hace quince años, cuando al apagarse las luces del cine oí unas sillas arañando el suelo y el ruido de unos hielos. Yo estaba sola y me quedé pasmada. Me ha sucedido otras veces, con otros directores pero no de la misma manera. Pienso en Enduring Love (Roger Mitchell), de cuyo arranque no se recuperan ni los personajes como si la historia se contaminara de lo que está narrando y al soltar amarras fuera cada vez menos interesante. O en la brutal apertura de Armonías de Werckmeister (Béla Tarr) en la que unos borrachos gravitan en torno a otros replicando el orden del universo. Detenido el baile, se me hizo un plomo, si no fuera porque alguien me invitó a verla como una gran película de zombis. Fue pensarlo y empezar a reírme.

En La ciénaga, en cambio, me tragó la pantalla y la boca se me llenó de moscas. Luego vi La niña santa, que era como estar en casa y me encantó La mujer sin cabeza, quizás la más elíptica de todas, pese los detalles que hay en cada plano. No soy de las que cree que Lucrecia Martel tenga una sola película. Tras hablar con ella, incluso dudo de que sea una directora de cine. Para mí es una pensadora, alguien que me da claves para interpretar el presente y me abre otros interrogantes. No en vano, accedió a conversar conmigo siempre que no fuera de Zama, su cuarta película, ahora en posproducción. “No puedo decirte nada. No por mala voluntad, es que todavía no sé lo que es. Por lo demás, conversar me encanta, sobre todo si no es de cine”, me contesta en un primer mail.

Tras cenar en Salta y dar un largo paseo en coche, acordamos seguir charlando por escrito.

Lucrecia, para romper el hielo: yo estudié en la misma ciudad en la que nací así que me fijo mucho cuando otros visitan sus pueblos o ciudades de origen, donde los dormitorios ya hacen de trastero y ellos están sin estar. La mayoría se ahogan rápido y quieren irse, pero tú no me diste esa sensación cuando nos vimos en Salta y eso que, por lo que decías al volante, ha cambiado mucho. Quería saber qué te atrae de ella como para que aparezca en todas tus películas y ahora quieras instalarte definitivamente ahí.

LUCRECIA MARTEL: Desde que he decidido mi regreso a Salta, alguien que lea esto y descubra que es un movimiento de sólo 1700 km puede que no se tome esta nota en serio, pero para mí regresar ha sido un pensamiento diario. Desde 1989 hasta el 2016, siempre por razones distintas. Entre 1989 y 1996, los motivos se basaban en cierta sensación de traición a estar en la periferia. Colaborar con un diseño de país que hasta en el manual más conservador de historia se veía como una desgracia. Y yo del conservadurismo andaba huyendo. Entre 1997 y el 2000, fue un sentimiento de claridad meridiana.  Si intento explicar sólo digo cosas difusas. Fue así:  yo andaba buscando locaciones para algo que quería filmar en Salta. Me fui por la ruta 68 hasta el pueblo de Guachipas. Me parecía que podía servir. Una noche de ésas, sentada en una galería que se elevaba como 60 centímetros por encima de la calle, donde la gente solía ir a tomar cerveza negra, alguien dijo algo que no recuerdo. Había un fondo de radio modesto. La chiquita sentada en el borde de la galería trataba de hacer coincidir una cosa de plástico diminuta en una hendija de los adobes de la columna. Una camioneta pasó despacio. Desde el lugar del acompañante, la chica miró de reojo a los que estábamos sentados, buscando a alguien, me imagino. En ese momento un chico de unos nueve años cruzó a toda velocidad en una bicicleta que le quedaba enorme y lo obligaba a un pedaleo raro, porque para hacer bajar el pedal que se iba para arriba, tenía que dar un pequeño salto. Subió la vereda de la plaza y se perdió en esa oscuridad. Todo lo que yo hiciera ahí, tenía sentido, sentí o pensé o vaya a saber qué proceso físico mental es ése, pero era tan preciso como cada centímetro de lo que me rodeaba. Del 2001 al 2008 filmé tres películas en Salta, pero seguía viviendo en Buenos Aires. El cine me hizo viajar bastante por el mundo, más bien por ciudades y tuve oportunidad de radicarme en algunas de las importantes para el cine, pero me sentía pobre, y desistía. En el 2010 aguanté una tormenta en el río Paraná, en un barquito y entendí la frase de la Biblia: Dios habló en la tormenta. No me habló Dios, pero entendí la frase, y no tuve miedo. Leí en ese viaje la novela Zama. Desde el 2010 al 2016, estuve tratando de hacer Zama y diciendo, como Zama, que ya faltaba poco para irme. Pero no volvía. Me enfermé. Me curé, creo. Vine a Salta a recuperarme. Un día caminando por la calle Córdoba, me dio hambre y paré a tomar un café con leche en una panadería que tenía dos mesas. La dueña me hizo señas que espere un poquito, estaba hablando por celular. Por la ventana se veía un pedazo de una pared pintada de rosa, unos cables de luz en total contradicción con cualquier norma de seguridad, y el techo de los autos estacionados. Todo lo que yo hiciera ahí, tendría sentido. Ahí empecé la mudanza.

Yo siempre pensé que mi sentido de culpa era efecto de crecer en un país católico pero empiezo a tener dudas de si no me viene de un best-seller de cuentos infantiles de Gianni Rodari donde cada vez que un niño hacía algo mal debía pegar dos bofetadas a un policía. Ésa era la multa, pegar al otro. ¿Recuerdas la primera vez que leíste algo que te marcase? Me refiero a esos momentos de ruptura que suceden en la infancia, aunque igual contigo no estaba en los libros.

LM: Recuerdo con total precisión cuál fue esa primera lectura. Pongo ese evento como fundador del Antes y Después en el tiempo de mi vida. De la misma manera que algunos con seguridad meridiana marcan el inicio de la Historia con la aparición de la escritura. Tendría unos 6 años. Estaba aprendiendo a leer. Ya conocía todas las letras, sería el final del invierno. Pero no podía fluir en la lectura porque chocaba con terrible frecuencia en una letra. La letra e. Terrible frecuencia como se ve. Y tuve una iluminación: tenía que acordarme para toda la vida de ese momento. El momento en el que memorizada la letra e. El fin de una pesadilla. Pasaría a integrar un mundo vastísimo: el mundo de los que leen. A partir de ahí ejercí esa voluntad de recordar. Sin duda la experiencia iría generando una memoria involuntaria, pero en ese momento no lo sabía, o era despreciable, y todo lo que me rodeaba me pertenecería para siempre. 

¿Dirías que la literatura influye en tu modo de filmar?

LM: Los cuentos, los fragmentos de diálogos, la narración oral en general son el inicio de la escritura de un guión.

En la cena del otro día me diste a entender que te cansaste de Borges. Me gustaría que ahondaras más en esto...

LM: Más bien de los imitadores de Borges.  A fines de los 80, era una moda muy extendida entre los varones veinteañeros hacer elucubraciones laberínticas, ir detrás del otro que es uno, inventar poetas, seudónimos, enloquecerse con los cuchillos, con los objetos infinitos, en fin. Quizás venía de antes esa tendencia. Pondría la responsabilidad del inicio de mi atracción lésbica a la huida del borgianismo masculino. Y así fui a dar con Silvina Ocampo. Y hago responsable a las imitadoras de Alejandra Pizarnik de mis dudas sobre la atracción lésbica. Y sin duda nombro responsables absolutos del inicio de mi libertad sexual y en general libertad, a Marosa di Giorgio recitada por Batato Barea, a Alfonsina Storni recitada por Humberto Tortonese y a cualquier cosa que recitara Alejandro Urdapilleta. La poesía recitada, y en líneas generales la voz, ha sido mi debilidad siempre. Alguien me hizo notar un cierto fetichismo por el pelo en mis películas, también puede ser, no sabría a quién responsabilizar por eso.

Se olvidan de ti y te dejan 10 horas en la biblioteca de Bioy Casares y la citada Silvina Ocampo. ¿Qué te retuvo tanto tiempo?  (¿O escuché mal y fueron dos horas?)

LM: Quisiera aclarar con auténtica vergüenza que no soy una lectora respetable, y que mi cultura literaria es bastante limitada.  Sé ver las oportunidades, a veces, muy pocas veces. Estaba haciendo un documental por encargo sobre Silvina Ocampo, yo no era responsable del guión, justamente por esa ignorancia que ya he declarado. Nos permitieron entrar al estudio de Silvina, que estaba con evidencias claras de un intento de embalaje abortado prematuramente. Con certeza no muy revisado. En una repisa, sobre la estufa a leña encontramos unas cintas de Geloso, con grabaciones muy descaradas de Borges y Bioy, con Silvina Ocampo recitando poemas y cantando canciones de cuna. Pero un día fui sola, llegué a las 11 de la mañana, me dejaron pasar como tantas veces. La autoridad por ese entonces de la casa era una enfermera de un rubio sospechoso, alta y fuerte. Capaz sin duda de bañar a alguien en su propia cama sin mojar el colchón o empujar sillas de ruedas cuesta arriba por el pasaje Schiaffino, donde quedaba el edificio. Muy enérgica pero de mala memoria. Porque me encerraron en el estudio de Silvina y estuve ahí unas 10 horas olvidada. Entre las muchas cosas, en una caja encontré un cuaderno donde Silvina recortaba y pegaba notas policiales de corte sexual, avisos picarescos, en fin, cosas en las que todos nos detenemos antes de olvidarlas.

Se ha discutido mucho sobre el fin de la novela y Ricardo Piglia llegó a decir que el cine era su sustituto natural. ¿Qué piensas al respecto?

LM: Con envidia insana, asisto a las conversaciones de los fanáticos de las series norteamericanas. Es claro que ese formato es el que más se adecua a la administración del tiempo de los espectadores. Y observo en la maestría indiscutible de esas series, una debilidad que no sé en qué radica exactamente. Pero cuando la gente habla de las series dice mucho primera temporada, cuarto capítulo, segunda temporada, ya vi la sexta temporada, viene la octava temporada, y la conversación la mayoría de las veces no va más allá de tenés que ver ésta o esta otra y el asunto de en qué temporada está. Agradezco, porque soy agradecida, todo lo que nos hace conversar. ¿Si esas conversaciones eran más arriesgadas con el cine y aún más con la literatura? No sé. Pero sí creo que hay un consumo furtivo, tan extendido tan compartido, que a veces todos tenemos nostalgias de una marca de chocolate que nunca comimos. Quiero decir que hay que estar atentos a lo que nos une. Las narraciones sean de la naturaleza que sean, van tejiendo esa membrana que metamorfosea al individuo en una alimaña mayor, llamémosla comunidad. El apetito por la narración es un apetito por el tiempo, por ordenarlo, darle un sentido. No creo que el cine, ni la literatura ni las series tan famosas sean el único lugar para esa práctica de crear el tiempo. Los videos de YouTube, quizás estén ocupando más ese lugar y ahí los géneros se multiplican geométricamente, la humanidad revela su monstruosidad maravillosamente.

Pasan años entre tus películas.  ¿Te lo piensas mucho o es que estás en otras cosas?

LM: Los intervalos siempre son mayores al tiempo en que surgen los deseos de filmar y logro concretar una película. No sé bien a qué se debe. Soy lenta o distraída.

Mencionaste que lees ensayos científicos. ¿Qué buscas ahí, en lo científico? Me llama la atención ese interés en relación a cómo sitúas a tus personajes en el entorno, que para mí está muy presente.

LM: Hay una petulancia en muchos textos científicos que me conmueve. La gente que cree que el mundo es de una sola manera y que hay que descubrirla. Esa agonía me interesa mucho. Tengo un tomo suelto de Oftalmología del siglo XIX. No tiene ni una sola imagen. Todo es descrito con minuciosidad. Es un libro enloquecedor. Por supuesto que la física del último siglo, tan vibrante, ha ido modificando su estilo narrativo y hoy está más cerca de otros géneros literarios: la ciencia ficción, el haiku, en fin.  Mi favorito, no es exactamente científico pero es rigurosísimo, es un manual de tintorería francés: Manual del Tintorero. Un gran título, donde el tintorero explica su arte. Y uno de los pasajes más emocionantes es el orden a seguir antes de limpiar la pieza, el detalle de sacar los botones, desarmar algunas costuras, el tipo de manchas, cómo sacar las manchas de sangre. En el libro abundan las palabras mordiente y mucílago, cosa que agradezco. Me interesa mucho la ciencia y ese incesto tan raro con la tecnología que a veces es la madre y otras la hija.

En un ensayo sobre Copi, César Aira cita una teoría de George Berkeley (¡las cadenas son cada vez más largas!) que dice que lo único fiable es el tacto. “La visión nos engaña a menudo, sirve para calcular el espacio que nos separa de las cosas, es decir, para calcular el tiempo que tardamos en tocarlas y confirmarlas.” Su conclusión es que no vemos otra cosa que tiempo. Es bonito aunque me desconcierta. ¿Qué opinas?

LM: Creo que cada uno de nosotros inventamos algo que nos permita dudar de la realidad, tan contundente, en la que nos han educado. Encontrar las grietas. Y en general lo afirmamos sobre alguno de los sentidos. Yo creo que la visión nos engaña, porque no sé cuándo, pero hemos dirigido la mirada hacia el futuro y la espalda hacia el pasado. La flecha del tiempo partiendo desde los ojos. Entonces el presente es el cuerpo, este es lo único atractivo de esa teoría pero no se detienen en eso. Para mí, mi muleta, mi silla de rueda, es el sonido. Te obliga a un esquema de tiempo donde la flecha deja de tener un sentido. El objeto que emite sonido lo hace en todas direcciones y el sujeto lo recibe con todo su cuerpo, no sólo con los oídos. Obliga a pensar en un sujeto más atento que el que se impone sobre los objetos con su mirada. En un esquema de una persona mirando, la flecha va del sujeto al objeto, en cambio cuando el esquema intenta representar la escucha, la flecha va del objeto al sujeto. Me gusta ese sujeto más sumiso, en un tiempo más ajustado a su memoria, a sus deseos de futuro, pero sin el maligno orden de la línea, del sentido unívoco.

Stanislaw Lem se enfadó un poco con Tarkovski porque dijo que su Solaris era un drama ruso que no tenía nada que ver con la novela. ¿De qué crees que depende una buena adaptación?

LM: De no intentar adaptar. De entender la experiencia del lector que ha quedado atrapado por una novela y transmitir eso, no la novela.

¿Y por qué adaptar Zama?

LM: Pese a estar ambientada en el siglo XVIII, la novela pone al tiempo presente, que es el único tiempo del cuerpo humano por encima de todas las apreciaciones del tiempo.

Esta insistencia en el presente más absoluto, la relaciono con lo que me dijo Rosi Braidotti en otra entrevista, cuando hablábamos de que en el capitalismo avanzado, escapar de la velocidad ya era un asunto político. Según ella, los iPhones y coches de última generación nos roban el tiempo porque la función de la mercancía es asegurarse de que nunca coincides con el presente, de que estés siempre detrás, pendiente de lo próximo.  Sabiéndolo ¿cómo creamos tiempo, en vista de que no lo tenemos? Ella dice que la única forma es convertir en positivo todo lo negativo, como hizo Virginia Woolf, que siendo una mujer tan vulnerable y cíclica, estaba muy abierta a la intensidad de la vida y a su violencia. Me habló de su paseo por Oxford Street en 1930, rodeada de autobuses, gente y ruido. Con la escritura, ella consigue transformar ese caos metálico en un conjunto de sonidos que son colores, impresiones, escaba en ese espacio y lo reorganiza de modo que en la velocidad encuentra la quietud. Pienso que esta idea suya aplicada a este ejemplo es una visión interesante.

LM: Coincido. Soy lenta por incapacidad de renunciar a ese placer. Pero me gusta la velocidad también de ciertas cosas. Me gusta la tecnología que inevitablemente es velocidad en aumento. Creo que hay que elegir la velocidad que sea más elegante para cada asunto. En enero de 2010 navegamos destino Asunción, no pudimos llegar. Dejé el barco a 1200km río arriba. En Corrientes. Lo traje de vuelta en el 2013. En ese viaje por el Paraná íbamos a la velocidad de una persona caminando. No era la velocidad correcta, nos costaba la elegancia. Éramos tres mujeres, parecíamos un barco de trata. Hicimos en un mes y medio lo que a un auto le lleva 11 horas. Sin embargo, llegando a las ciudades por el río, lentamente, las convertía en joyas inexplicables. Lo comprobé cuando fui en auto por la ruta que unía a esas mismas ciudades. No las puede reconocer.

Entonces sabes navegar. ¿Conoces la obra de Bas Jan Ader? Me fascina el vídeo de él bañado en lágrimas y en el que lee esa noticia en la que un niño se extravía por acercarse demasiado a las cataras del Niágara, mientras se interrumpe dándole sorbos a un vaso, y que finalmente todo acabe en un naufragio por querer revertir el orden de la conquista yendo del nuevo mundo al viejo, que es el otro regreso...

LM: Sí lo conozco y tuve la fantasía del barco a la deriva para morir, pero no como una obra sino como una fuga de las salas de terapia intensiva y sus ruidos de respiradores y monitores cardíacos, aunque adoro las enfermeras. El año pasado vendí mi barco, y el tiempo me ha vuelto a una idea de los trece años: el desierto de la puna. Morir caminando, como los burros de la puna, caer deshidratados, mirando un cielo difícil de ver en otras partes, comprendiendo con humildad que estamos en la cubierta de un planeta que navega un universo inmenso, incomprensible. Ah, pero qué noche, qué silencioso el viento.

 

 La ilustración de portada es de Luis Paadin.

Fotograma de Zama , estreno previsto en 2017.  Foto de Verónica Souto por cortesía de Rei Cine.

A propósito de Calvino, dice Lucrecia Martel: “Antes regalaba mucho Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Después regalé mucho La historia de los animales de Claudio Eliano. Últimamente he regalado libros que no he leído”.

Flyer anunciando In Search Of The Miraculous, 1975, de Bas Jan Ader.

 

Con la colaboración de