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Estética residual

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Fernanda Laguna me cita en su casa. Esta artista, comisaria y escritora tiene una importante vida social, así que me gusta sorprenderla en su faceta más doméstica, aunque en seguida me explica que ha tenido una semana complicada. “Una emperatriz no va a recibir en pantuflas a un invitado que la viene a ver por emperatriz, que es lo que me pasó hace poco, con otra entrevista. Como estaba triste olvidé que las llevaba puestas, pero es que estos días han pasado tantas cosas…” Hacemos recuento: estuvo en arteBA exponiendo en el stand de la galería Nora Fisch, la Tate Modern le compró un par de obras (Pierrot 2 y No te asustes) y presentó su última novela (Sueños y pesadillas), que publica la editorial Mansalva. La nota difícil, esa que va tardar en digerir, es que mataron a uno de los alumnos de la escuela que fundó en Villa Fiorito, como sucursal de su pequeña editorial y antaño galería, Belleza y Felicidad. Es este proyecto, donde la literatura se vende en fotocopias y en sobres de plástico con piezas de baja bisutería, lo que me llevó a querer conocerla.

Belleza y Felicidad se gestó en 1999, durante un viaje a Bahía del que también existe un poema en el que Fernanda dice haber imitado a Boccaccio, César Aira, Clarice Lispector y Paulo Coelho, además de a sus amigas, Cecilia Pavón y Gabriela Bejerman, quienes la acompañaron al inicio de su aventura curatorial. Despejadas las influencias literarias, en este mismo poema, Fernanda no se priva de pedirle a Dios más ideas para seguir escribiendo sobre esa realidad hecha de “ricos besos en la playa / lamidas de teta / helados, refrescos de abacaxí / guaiaba y vodka”. A saber si, al final, la sorpresa no le vino de ver una cuerda de la que colgaban varios libritos en una de esas tiendas llenas de baratijas y en la que todo se vende a dos pesos. Según Cecilia Palmeiro, autora de Desbunde y felicidad, en Brasil, la literatura de cordel ya era muy popular entre los poetas marginales de los sesenta, aquellos que celebró Néstor Perlongher, al que considera un precedente de ese circuito poético que nacería con el cambio de siglo, en una Argentina al borde del colapso. Laguna me la describe de la siguiente manera:

Cuando estalló la crisis yo tenía 26 años y andaba un poco chiflada. Vivía con muy poco, quizás 200 pesos, y el día de los cacerolazos me quedé cogiendo en mi casa... Luego vinieron unos alemanes a exponer en una muestra. Me preguntaron que cómo es que no retrataba la crisis. Nosotros somos las crisis, ¿entendés?, les dije, ¿por qué iba a tener que retratarla?  Ellos podían construirse una caja de acrílico y llenarla de basura, pero yo dibujaba en trozos de papel y aunque cogiera un día, al siguiente la crisis seguiría ahí fuera. No era cosa de un acto o una fecha. Era algo inevitable y que estaba en todos nosotros. En esa época la calle pasó a ser algo muy importante, el escenario de otra clase de encuentros porque era sentarse en el cordón de la vereda a beber cerveza –no había ni para ir a un bar– y hablar con gente distinta sobre cómo buscarse la vida.”

Leo que entonces, mientras el poder adquisitivo se reducía al 60%, el papel estaba a precio internacional así que un modo de hacer dinero era deambular por la ciudad juntando cartones de la basura para llevarlos a reciclar. Aunque los cartoneros hayan existido siempre, fueron la figura de la crisis. En 2003, cuando Belleza y Felicidad ya estaba en marcha, Laguna amadrinó un segundo proyecto editorial, pilotado por Washington Cucurto y el artista Javier Barilaro. La idea era comprar el cartón a cinco veces el precio estipulado y hacer con él las tapas de los libros. Las ilustraban los propios cartoneros en un local en el que además se vendían alimentos a precios muy asequibles. Eloísa Cartonera representa hoy un modelo de producción alternativa y el máximo exponente de la tradición sudaca border, a la que pertenecen autores rescatados del olvido como Glauco Mattoso, Andrés Caicedo o Ricardo Zelarayán y otros más actuales, como el uruguayo Dani Umpi o el peruano Oswaldo Reynoso.

Belleza y Felicidad, por su parte, dejó de funcionar como galería en 2007 pero sigue siendo una editorial ambulante. En su catálogo, que ya cuenta con más de cien títulos figuran autores de “prestigio” (Mario Bellatin, César Aira, Sergio Bizzio, Roberto Jacoby) y apuestas más arriesgadas, como la de esos poetas de los noventa que con el tiempo se animaron a escribir en prosa y se hicieron un sitio. Me refiero a Pablo Pérez, Daniel Durand, las citadas Cecilia Pavón y Graciela Bejerman, Cucurto o la propia Laguna. Todos ellos también publican en Mansalva, editorial que dirige Francisco Garamona desde la trastienda de La Internacional Argentina, situada a escasos metros del taller donde trabaja Laguna y en el que se celebran hasta concursos de tallado de sandía, porque en esta órbita la literatura no está reñida con la música ni con el Fernet con cola que se bebe en viejos frascos de mermelada. De tanta fiesta se les rompieron las copas, aunque esto es una suposición. Lo que sí puedo confirmar es que a Fernanda Laguna le gusta más exponer en bares o en su taller de costura que en las paredes blancas de una galería: “En los bares y en las salas alternativas, el sentido ya te lo da el espacio, no tienes que inventarte uno y me encanta que haya mesas en medio, cables colgando por las paredes, ruido.  Me gusta pensar que mis cuadros son sólo una pieza más de algo que es mucho más grande y que tiene que ver con esta ciudad y su gente”.

Esta idea también podría aplicarse a su editorial. Pensemos en la escritura como herramienta de socialización y es que, de alguna manera, Belleza y Felicidad se adelantó un poco a lo que sucedería con las redes sociales, cuando lo privado se hizo público y empezó a narrarse en tiempo real. No en vano son poéticas autorreferenciales, muy marcadas por el consumo y lo actual, lo que irónicamente las vuelve anacrónicas. Leer a Laguna, por ejemplo, es como escuchar esos discos de Tricky o Massive Attack que nos proyectaban al siglo XXI y que ahora nos suenan tan viejos. Ella misma se sabe algo pasada de moda, pero no le importa. “No sé muy bien por qué escribo. Quizás se trata de dejar de esperar y no vivir en la ausencia. Escribo por hacer algo. Y hacer no siempre significa pensar. Para mí, pensar suele venir después. Tampoco entiendo por qué en la cultura todo ha de ser importante, genial, novedoso. Hay una frase: algo es feo pero es hijo de Dios. No me gusta que lo feo necesite ser redimido. Lo feo es algo en sí.  Me gusta ese lugar, el de la bajeza y pensar que nada es descartable. Incluso cuando pinto me aferro a lo clásico o a formatos medio establecidos. Si me voy al mimbre y al bordado es para ser más libre o no tener el dilema del arte contemporáneo, que parece que siempre está buscando otra vuelta de tuerca. En el fondo esa pretensión es tan académica… Aunque una vez sí intenté hacer una exposición de ese estilo y acabé lanzando huevos contra una pared. Lo hice como un ejercicio porque tampoco quiero vivir bajo la condena de mi propio gusto”.

Ya han pasado diez años desde que Belleza y Felicidad construyera su propio canon, al margen del mercado editorial y la academia. Desde entonces, no será que no ha habido intentos de valorar críticamente su producción. Cecilia Palmeiro habla de antiestéticas de los trash por cómo la mayoría de sus autores incorporan lo residual sin llegar a sublimarlo. Josefina Ludmer, de literaturas postautónomas en la medida en que se escribe y vive a un tiempo, mientras Tamara Kamenszain recurre a la extemidad, concepto que designa aquella parte de nosotros que proyectamos hacia fuera, como la voz o los excrementos. Incluso Cecilia Pavón ironiza con la recepción que tienen los textos de su amiga, en un relato pseudobiográfico (Durazno Reverdeciente II) en la que un reputado crítico literario, la deja verde: “Considero que tu literatura es vanidosa, autocomplaciente, obscena y descuida lo más importante, la Forma. La Forma, la única verdad de la literatura, la Forma, el único lugar de redención comunitaria, de vaciamiento del yo burgués y alcance de lo impersonal; la Forma, la única operación por lo cual lo estético se vuelve político. Tus novelas descuidan la Forma. Además escribes por escribir, eres una irresponsable”.  

En cuanto a mí, Fernanda Laguna me despierta cosas muy contradictorias y algo viscerales. No sé qué hacer con su mundo lleno de duendes, cromos y letras rechonchas y esa prosa que oscila entre lo bello y lo pueril, lo posthumano y lo arcaico. A veces la mataría pero otras me conmueve que se atreva a dedicarle un poema a una compresa o que considere que lo mejor de Madrid son los supermercados Día porque le restan solemnidad a esos balcones de piedra, tan pesados... Por no hablar de los vídeos medio cutres que cuelga en internet, en los que nos enseña sus tesoros como una adolescente chapurreando en inglés. Viéndolos, pienso en la gran pregunta que se hacen sus coetáneos: Fernanda Laguna ¿es boluda o sólo lo hace ver? Que sigamos sin saberlo dice bastante a su favor. Además, cuando le transmito mis dudas, no parece ofenderse: “Es bueno de vos que leas algo y me digas que no sepas cómo valorarlo. Con las novelas yo en seguida me digo si están bien o mal. Soy muy tremenda y no fluyo nada. Igual mi cuestión con los demás es ser tan tremenda, tan tremenda, que uno acabe rindiéndose y diga: OK, me cansé. Me venciste. Ya no me importa si me gusta o no, pero ha sido divertido”.

Dicho esto, creo que lo que más valoro de su obra no es que me fuerce a redefinir el campo de lo literario sino de lo posible, al habilitar un sujeto cuya sexualidad se plantea como algo incompleto, algo que siempre está por hacerse y que muta con el propio texto, donde la trama se vuelve tan imprevisible y palpitante, como el deseo que la enciende. O dicho de otra manera: celebro que Laguna se haya inventado a Dalia Rosetti para levantarse a alguna chica, y que además de dedicarles poemas a las amas de casa, es decir, a las olvidadas, se sienta cómoda entre surfistas o se maneje felizmente hablando de fútbol mientras confunde la maternidad con hacerse unos injertos de cabello… ¿Quién tuviera ese desparpajo? En toda esta locura, sin embargo, subyace una visión crítica.

 “A veces debato con algunas chicas porque toman el feminismo dando prioridad a la forma o lo que se deja ver. Muchas veces dividen: estás conmigo o contra mí, y eso quita la posibilidad de pensar sobre aquello que se deja afuera. Pienso que el machismo está en cada ser y cosa social del planeta. Su alcance es tan grande… Es el mal de los males. Que el humano encuentre su plenitud siendo exitoso, bello y rico es muy injusto con los demás, es tener en cuenta una pequeña parte de la realidad. Pero mientras luchamos por alcanzar una mayor visibilidad, me digo que no todo tiene que exponerse en una pasarela y pienso en lo que me gustaría ser una de esas mujeres que suelen considerarse artistas menores, para que reencuentren mis obras con el tiempo, como un tesoro o un pequeño misterio. Y no lo digo porque como mujer no quiera ocupar el lugar que pienso que merezco, sino porque siento que es hermoso tirar abajo esos pocos lugares de privilegio y okupar esos otros abandonados o que no se desean tanto, para llenarlos de particularidad. En este sentido siempre me acuerdo de uno de los personajes de Un tranvía llamado deseo que es una mujer, igual era trans en su época, que siempre quiere estar en su cuarto, con las luces a medio gas, con joyas y vestidos glamurosos. Ella es misteriosa y muy atractiva porque crea su propia belleza. De esa penumbra saca su propia luz.”

Y con esta imagen os emplazo al siguiente episodio, que me pillará en un coloquio en la ciudad de Rosario, hacia la que viajaré en autocar mientras leo Vida de Vivos de María Moreno y El giro autobiográfico de Alberto Giordano.

 

En portada, ilustración de Luis Paadin.

Y luego, ejemplares de Belleza y Felicidad sobre una manta casera, La pandilla de las ratas (Fernanda Laguna, papel y madera, 2015), y foto de la antigua sede de Eloísa Cartonera.

 

Con la colaboración de