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Cuando la periferia es el centro

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En mi biblioteca la literatura española no está en el ecuador. Más bien queda a un extremo y a la altura de mis tobillos, tan descentrada como la propia Argentina en ese mapa que durante muchos años tuve colgado en la pared de enfrente. No es que crea que en España no haya grandes escritores, porque hay que ser muy burra o muy sorda para mandar a paseo a Clarín, Unamuno, Lorca, o Cela. Por no hablar de las asignaturas pendientes y ahí está Juan Benet, al que he nombrado poco y mal, poniéndole la tónica donde a Beckett. Y Javier Marías, que de tanto publicar artículos de opinión, me ha hecho inmune a sus ficciones. También es cierto que Enrique Vila-Matas llegó a darme alguna esperanza, que me atreví varias veces con Belén Gopegui y no me arrepiento y que sigo a Javier Pérez Andújar en Facebook. Pero de todo esto ¿con qué me quedo? Quizás con Tiempo de silencio por imponerme sus olores, una novelita de Julián Ayesta que tiene un título cursi (Helena o el mar del verano) y varios libros de Josep Pla, al que ya leo como un autor universal, por eso cometo la irreverencia de incluirlo en todas las tradiciones, más allá del bien y del mal. A Pla le pasa como al Quijote que devoré hace apenas un año, y que me dejó muda.

Dicho esto, quién me iba a decir que un ensayito sobre la producción literaria argentina entre los años ochenta y dos mil me ayudaría a entender mi templado entusiasmo hacia lo que se ha ido publicando desde hace un par de décadas en mi país. El ensayito en cuestión se llama Literatura de izquierda y lo firma Damián Tabarovsky, autor de varias novelas y editor de Mardulce. En España dicho ensayo lo publicó Periférica, pero también tuvo sus versiones en México y Chile. Sorprende que su diagnóstico fuese perfectamente aplicable a otros contextos, aunque en su país más de uno interpretara este ensayo como la pataleta de un tipo que aún viste con camisetas pirata de los Ramones y reduce su campo de lectura a 100 metros cuadrados, que es lo que le separaba de Aira, Fogwill y Libertella, cuando eran todos vecinos. Descalificaciones al margen, yo creo que en muchos fragmentos, Tabarovsky se atreve a llamar a las cosas por su nombre. 

Explicado muy esquemáticamente, en Literatura de izquierda se describen tres grandes líneas. Primero estaría aquella literatura que aspira a normalizarse y llegar al gran público y aquí entrarían desde Ernesto Sábato a Cortázar y buena parte del catálogo de la editorial Planeta. Luego describe una segunda línea, la del vanguardismo académico: “En un momento dado me dije ojo, ojo porque yo me la paso criticando al mainstream y aparece otra cosa que a priori es muy seductora, porque es intertextual, incorpora a Bajtín, las técnicas de la novela, el estado paranoico… Es esa literatura que comentan los profesores de facultad y que goza de su prestigio, porque aquí la carrera de letras no ha sido como en España, que no llegó a la polis. Aquí tuvo su influencia en las instituciones, diarios, etcétera”. Me confirma que un ejemplo de esta segunda línea sería Ricardo Piglia, “que hace un cóctel con todo esto para construir novelas muy bien acabadas, que casi parecen productos pasteurizados”. Y finalmente estaría la tercera división, la que va a la suya y él llama literatura de izquierda. Esta línea se inauguró en los setenta con autores como Manuel Puig, Juan José Saer o Copi y trasladó el legado de la French Theory al campo de la ficción, generando poéticas irreverentes y muy singulares. Para ir entrando en materia, le pido a Tabarovsky que me la acabe de definir, sin nombres.

– Es esa literatura de la que hoy dicen los editores en las ferias que es demasiado literaria, como si eso fuera una pega. La que discute con otras tradiciones, pero también consigo misma porque sospecha de la lengua. Y la que en lo último que piensa es en lector o, mejor dicho, en la sociología del lector porque para eso ya están los profesionales y hay toda una industria.

– Yo lo que veo es que es muy idiosincrática. En España hay escritores comerciales y otros de gran ambición literaria, pero ¿donde está la tradición excéntrica?

– Es cierto que en España hay un déficit de vanguardia y que lo que se ha vendido como tal es resultado de una operación mediática, pero eso no significa que las cosas se hagan peor o mejor. A mí me da la impresión que en España, los grandes renovadores operan desde el realismo y que en esa línea hay escritores muy notables como Mercedes Cebrián o Elvira Navarro. Tampoco coincido con esa idea tan extendida en Argentina de que los españoles no saben traducir. El trabajo de Javier Marías con Ashbery, por ejemplo, es impecable.

–Alguien que allí se respeta mucho es Roberto Bolaño. Se diría que, para nosotros, es el último gran autor latinoamericano pero aquí, en Argentina, no me da la impresión de que fascine tanto.

– Para mí Bolaño es el último estertor del llamado boom. De él sólo me gusta Estrella distante, que es una muy buena novela. El resto de su obra no me interesa demasiado. En Estados Unidos es el estereotipo del escritor marginal latinoamericano. Si no es un realista mágico, algo habrá que inventar… Y se inventan a Bolaño. No creo que él tuviera nada que ver con esto. Además murió muy joven y eso que ni siquiera se drogaba ni bebía. Quiero decir que no sé qué tiene de marginal, ni él, ni su escritura.

–A los críticos les encantan esas 400 páginas de asesinatos que se leen como un dolor de muelas y, al resto, creo que nos excita saber que fue vigilante en un camping. La idea del poeta lumpen que pierde concursos, tiene algo entrañable.

– Vale, era pobre. Pero es que la inmensa mayoría de latinoamericanos somos pobres. Eduardo Ainbinder, que es un magnífico poeta, trabajaba en un quiosco. En Francia yo estuve pegando afiches el primer año. Si fuera Vila-Matas ya lo hubiera notificado… “Oh, viví en el apartamento de Duras… pegando afiches”. ¿Cuál es el asunto? El latinoamericano va a Europa o por la vía académica o con alguna oportunidad laboral o de inmigrante. Aquí todos vigilamos campings. Nadie vive de un único sueldo. Es la condición del intelectual latinoamericano. Quizás nuestra especificidad es que desde los 50, llegó a haber algo parecido a una clase media, no como en Brasil que es belindia (un tercio Bélgica y el resto India) o Chile, donde hay esa propensión a que en las grandes familias siempre salga un hijo tonto o gay que decide hacerse escritor o artista. Lo explica Jorge Edwards en El inútil de la familia. Bolaño no es un Edwards. Es un escritor pobre, lo que ahí no es tan frecuente. Eso es cierto. Argentina, en cambio, es un país plebeyo y lo era antes del peronismo, por eso mucha de su literatura es la que se escribía en los diarios. Borges, sin ir más lejos, trabajaba en Revista Multicolor que era un diario sensacionalista en el que aparecían notas muy sofisticadas de Coleridge…

– Por seguir en vuestro terreno, escribiste La literatura de izquierda en los noventa. Me gustaría saber cómo lo continuarías ahora, en el 2016.  

– Yo diría que ahora lo novedoso no son tanto los autores sino el concepto mismo de edición, que ya no es el mismo de hace cincuenta años, lo que hace posible que emerjan toda una serie de voces nuevas.

– ¿Podrías ser más preciso?

– Retrocediendo un poco: en la década de los noventa, que es el momento del neoliberalismo en Argentina, muchas editoriales cierran. Sudamericana es comprada por Random House. Emecé, que es donde publicaban Borges y Bioy Casares, es comprada por Planeta. Te hablo de dos editoriales de 70 años, no de una tarde. Por último se instala Alfaguara. En este contexto aparecen Beatriz Viterbo y Adriana Hidalgo, dos editoriales independientes. Un par de años más tarde, con la crisis del 2001, una segunda camada sigue esta línea de publicaciones independientes y muy profesionalizadas. Los libros salen a tiempo, se traducen a autores consagrados, premios Goncourt, Pulitzer… y se descubren autores nuevos. Muchas están presentes en las ferias editoriales, arriesgan con el catálogo y hacen pocas concesiones. Te hablo de la vieja Interzona, Eterna Cadencia, Entropía, Caja Negra y algo más tarde Mardulce o La Bestia Equilátera… hasta llegar a hoy, que es la camada de editoriales llamadas “autogestionadas”. Es decir, Mansalva, Blatt & Ríos, Eloísa Cartonera, Milena Cacerola… Sus fundadores compaginan la labor editorial con otros trabajos, publican barato, venden en librerías y montan muchos eventos.

– Por lo que veo os ayudáis bastante y hasta cruzáis autores.

– También tenemos en común la absorción de dos legados: por un lado estaría el  nuevo cine argentino, cuando gente como Lucrecia Martel, Fernando Trapero o Stagnaro y Caetano salían a la calle a rodar con apenas presupuesto y mucha exigencia, haciendo películas de calidad. Y por otro, la escena poética de los 90. Mientras las editoriales iban absorbiéndose unas a otras, los poetas se dedicaron a autopublicarse y, por lo que se dice dos mangos, generaron todo un circuito. Hacían recitales de poesía, moviéndose como en una guerra de guerrillas. Hoy aquí y mañana allá, hasta que de pronto en una lectura se reunían 150 personas. Y si esa noche cerraba una editorial, a la siguiente abría otra. Es cierto que en la poesía el proceder fue y es más testimonial o parecido a la práctica contracultural. Hay algo efímero que no tienen las editoriales de narrativa, donde hay una clara voluntad de permanencia e insertarse en el mercado. No se publica para épater les bourgeois, como sucedió en los 60. Por eso, tras hacernos un espacio, la siguiente pregunta es ¿podemos fabricar nuevos lectores? Los necesitamos para ser viables.

– A mí me gustaría creer que sí, pero quizás habría que hablar de los autores a los que publicáis.

–Creo que es una escena muy diversa, de la que costaría sacar una estética dominante. Quizás podría decirse que hay una vertiente vitalista y otra, más intelectual. En la vitalista, los autores escriben sobre lo que les pasa, es lo que Deleuze llamaba la literatura de papá y mamá. Hay algo irónico y neopop. Naive incluso. Esta línea incluye a esa generación de los 80, la del realismo sucio y la droga, porque cada país tuvo su Ray Loriga y Rodrigo Fresán. El rebelde de turno que aún cree que está haciendo algo nuevo... Esta línea, curiosamente, es muy cercana a la de César Aira y es la línea del malentendido.

–¿Qué quieres decir?

– Yo a Aira lo valoro mucho como intelectual y lector, pero no publico a sus seguidores porque les arruinó la cabeza. No creo que sea culpa suya, aunque ahora se dedique a hacerse el boludo con lo que llama “novelitas al correr de la pluma” y esa actitud que hace que escribir parezca algo muy fácil, cuando en el fondo, él es alguien de una gran erudición.

– Se ve muy claro en su monumental Diccionario de autores latinoamericanos.

– Ese diccionario es una obra de arte. Para mí, él no es un escritor sino alguien que está haciendo una obra de más de cien títulos, una especie de Balzac o comedia humana cruzada por las vanguardias y la tradición argentina, donde cada novela es un capítulo de esa gran obra, y donde esa obra, que es profundamente conceptual, no tiene centro. Es como un Joseph Beuys aplicado a la narrativa. La narrativa hasta ahora nunca se imaginaba como conceptual, pero con Aira cada novela es casi irrelevante en sí misma. El tema es cómo se inserta en ese corpus, que es de una gran coherencia. Él viene hablando de Duchamp desde su primera novela y hace cuarenta y cinco años que está con esto. Ahora esta en la etapa, digámosla irónica, y se hincha escribir historias con títulos como Yo era una chica moderna. Como buen vanguardista, no distingue entre la alta y baja cultura, la novela bien terminada, etc. El problema es que está lleno de airitas que se lanzan a escribir “Yo soy un gafapasta” sin haber entendido nada.

– Fabián Casas nos anima a leerlo con antídoto, supongo que es por esto que dices. ¿Qué más?

– Otro legado hacia el que tengo un sentimiento ambiguo pero que me parece más interesante es del Fogwill. Él fue una realista pero un realista muy perturbador, que escribía muy contrapelo de lo que pensaba la sociedad. Digamos que fue una especie de anarquista de derechas que empezó a ser leído por sociólogos, pero no como sociólogo, que es lo que estudió, aunque ejerciese de publicista, sino como narrador.  Esta escuela igual es más productiva. A Hernán Vanoli no le acabó de salir bien, pero Gustavo Ferreyra sería un buen ejemplo.

– Pero más allá del legado concreto de un escritor, ¿crees que existe una nueva literatura de izquierda?

– Creo que sí que hay autores que siguen peleándose con el lenguaje, aunque son muy heterogéneos. Está Selva Almada, que relee claramente a Flannery O’Connor y la tradición sureña; Hernán Rocino, que podría ser un continuador de Juan José Saer o Rodolfo Walsh, o Ariadna Harwicz, que es una escritora más visceral, un cruce entre Nathalie Sarraute y Lamborghini. Y finalmente Pablo Katchadjian. En ¿Qué hacer? lleva a Aira un paso más allá. Estos cuatro autores me interesan mucho. Todos han pensado el problema de la frase, que para mí es lo más importante. Una novela no es política por citar a Franco, Videla ni a los desaparecidos. Para mí lo político tiene que ver con cómo se escribe. Está en la sintaxis, en decidir qué palabra sigue a la siguiente y elabora el sentido. Usar vidrio o cristal no es una decisión inocua. Lo que hace que la literatura sea política es la pregunta por la frase. Ahí es dónde de verdad se la juega el escritor.

… Mientras algunas nos atascamos en esa batalla, os emplazo al siguiente capítulo, donde hablaré de tecnología, literatura y disidencia queer con Fernanda Laguna, una amante de flúor y los libros de autoayuda.

 

En portada, ilustración de Luis Paadin.

De arriba abajo, Manuel Puig; portadas de libros de Roberto Bolaño traducidos al inglés; interior de Libros El Pasaje, en Palermo (Buenos Aires), donde tuvo lugar esta conversación; Selva Almada, en una fotografía cedida por la editorial Mardulce.

Con la colaboración de