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Zombie survival kit
Somos leyenda. Dos décadas investigando el virus y aún ignoramos la vacuna. Cuando en 1992 Francis Fukuyama proclamaba El fin de la historia y el último hombre no sabía que la historia es irónica y habría de darle la razón. Tiempos de posmodernidad celebraban el fin de los sueños y utopías, la permanencia eterna de un presente fragmentario. Había caído el Muro, la cocaína circulaba por la City y Manhattan era una fiesta. “Ya no habrá más guerras, hambrunas, dictaduras,…”, decían. “El verdadero comunismo es el norteamericano”, decían. No circulaban noticias de la epidemia, aunque ciertos textos crípticos que ocasionalmente aparecían en periódicos de provincias expresaban raros malestares y aprensiones, breves quejas sobre inestabilidades emocionales, pérdidas de memoria colectiva, multitudes ensimismadas. “Senilidades prematuras de plumíferos de periferia. Nada preocupante”, sostenían las autoridades a cargo de la salud pública.
Primero fue YouTube. En poco tiempo se anegó de vídeos en los que orondos barbudos en camiseta de Hells Angels explicaban parsimoniosamente la utilidad de los artículos de supervivencia que guardaban en el sótano para el día de la invasión zombi. Algún sofisticado rifle Sniper, modestas y efectivas Remington 870, aunque en general todo era muy casero: machetes, palancas, hachas, linternas, cerillas y bidones. Ellos lo sabían. Lo esperaban. No perdían tiempo en argumentar sobre la existencia de zombis. Ya estaban por todas partes y ellos solo esperaban el momento pánico en que habrían de recurrir al utillaje del sótano. También por entonces, los estantes de librerías de aeropuerto se habían poblado con relatos sobre muertos paseantes, sobre el arte de la supervivencia, sobre merodeadores, escarbadores y recolectores de restos. No tardaron en mostrarse a la luz muchedumbres de supervivientes. Al anochecer, afluían grupos de scavengers por las sucias aceras de Madrid (supongo que en todas las ciudades ocurría lo mismo, pero ya había dejado de viajar y ver la tele). Primero los cartoneros rumanos; después los recolectores de ojo experto que vendían sus hallazgos al día siguiente en los alrededores del Reina Sofía, extendidos en mantas, como si las instalaciones del arte posmoderno del otro lado de los muros del museo se hubiesen trasladado a la calle; por último, los ancianos avergonzados que simulaban curiosidad y rebuscaban alimentos caducados. Desahuciados, empujados por la marea zombi de sus países, barrios, hogares y trabajos, habían aprendido a sobrevivir entre los intersticios de la ciudad, sabían encontrar los momentos y lugares. Habían dejado de pensar en pasados y futuros y exploraban las zonas del presente donde aún no llegaba la invasión. Sus cuidadosos movimientos me informaban de los avances de la peste.
En esos días, me asomaba por la ventana a comprobar la extensión de la epidemia. Observaba las miradas huidizas, los signos de la resignación, los murmullos indignados. Había dejado de creer en las noticias y leer los periódicos. Ya solo observaba las señales. Procuraba no visitar demasiado los lugares peligrosos, donde los caminantes abundaban, para evitar el contagio. No obstante, de cuando en cuando, por necesidad o por curiosidad, acudía a los centros comerciales, a las calles peatonales, a los parques temáticos en que el turismo ha convertido a las ciudades de provincia. Sabía que el contagio era probable, no por mordiscos como explicaban las películas de serie B, sino de formas más sutiles y efectivas. No me descuidaba: ejercitaba técnicas de evitación, escamoteo, ocultamiento y huida. Procuraba no tentar demasiado a la suerte. Y tenía mi propio almacén, mi survival kit que me permitía no tener que culebrear buscando recursos.
Somos leyenda. Tardamos en darnos cuenta, pero empezamos a preocuparnos a tiempo e hicimos caso de los signos y síntomas del morbo que nos invadía. Los cambios eran muy sutiles y difícil de apreciar en aquel tiempo. Teníamos la suerte de haber visto La invasión de los ladrones de cuerpos y la serie de Los invasores, de haber leído La peste, todas ellas obras proféticas de lo que estaba por ocurrir. Eso nos daba cierta ventaja para observar el leve acartonamiento de las expresiones, la particular cadencia en el habla, la estandarización de las respuestas. La primera forma de la epidemia producía una pérdida casi total de las emociones complejas. Lo notabas porque los dedos acostumbrados al “like”, “don’t like” transmitían esa espasmódica respuesta al habla. Los afectados perdían los matices y sólo les quedaba un compulsivo “me gusta”, “me gusta”, “me gusta”… No hacía falta mirarles a la cara, los veías pasar con ese tumbao que llevan los zombis al caminar: agarrados a su smartphone, con la cabeza baja y los dedos enganchados a la pantalla. Poco más tarde su habla se desestructuraba y producía gruñidos y trozos de anuncios, de insultos de reality show o de opiniones de tertuliano. En las fases finales los veías en largas colas en los cines 3D, en multitudes que se arrastraban por los pasillos de los malls o, vestidos para la ocasión, correteando por los carriles de los parques con las orejas tapadas con cascos y la mirada perdida. Cuando nos dimos cuenta apenas tuvimos tiempo para guardar los bienes necesarios, ciertas armas efectivas y encontrar espacios-refugio donde resistir el tiempo de la epidemia.
Cuando llegó lo que llamaron Crisis, aproximadamente en el año nueve del siglo veintiuno de nuestra era, el origen de la enfermedad ya estaba claro. Había comenzado unas décadas antes, cuando la atención se convirtió en fuente de riqueza. Los técnicos de comunicación habían descubierto el share, que se habría de convertir rápidamente en patrón de todas las monedas. La cuota de pantalla devino la fuente de valor más importante. El dólar, los hidrocarburos, el arroz, incluso el agua, se habían vuelto demasiado inestables como medida universal de cambio, demasiado dependiente de los juegos de bolsa y poco efectivos como fundamento del poder económico. El tiempo de atención definía de manera precisa los límites del poder. El proceso de colonización de la atención sustituyó a las viejas formas de imperialismo económico. El control de las materias primas, las cadenas de montaje y el poder militarse habían dejado ya en las manos mercenarias de los países emergentes. La técnica y el arte de la seducción habían sustituido a las antiguas minas de capital. Se descubrieron en la cultura ilimitadas fuentes y formas de riqueza para expropiar. Se emplearon todo tipo de dispositivos diseñados para capturar la atención en todo instante, 24/7, sin descanso. Se cambiaron gobiernos para lograr el monopolio de los medios. Los señores del espectro se repartieron los anchos de banda como los viejos imperios se habían repartido cien años antes África, Asia y Suramérica. Apareció entonces el capitalismo de salón: los viejos astutos banqueros fueros sustituidos con adictos a las pantallas y a los indicadores de valor, nuevos banqueros zombis que apretaban el dedo de vender infectados ya por el virus retroactivo del “like-like”. Lo que llamaron Crisis hizo explícita la constitución del nuevo imperialismo de la atención. Como las viejas guerras del siglo XX, subproductos de los descontrolados que servían al capitalismo industrial, ahora se había entrado en una era de tsunamis financieros, de razias y expropiaciones que eran causa y producto de la falta de atención. El descontrol estaba a los mandos de control.
Somos leyenda. Aunque se agotan los recursos hemos encontrado técnicas y almacenes perdidos donde recuperar fuerzas. No fue fácil y muchos cayeron y quedaron en el camino. Muchos habían pretendido refugiarse en las técnicas de meditación, en los yogas y las reglas de autoayuda. La industria de la atención invadió rápidamente sus salas de relax y las convirtió en mercancía. Después acabó con las sectas de la ironía: lacanianos, zelotes seguidores de Zizek y Agamben, adoradores de la palabra sesgada, radicales adictos a las salmodias de la posmodernidad. Sus medicinas no sirvieron para resistir las efectivas técnicas de expropiación de la atención. Por último cayeron los culturetas y críticos distinguidos. Los encontraron leyendo a Melville, escribiendo metanarrativas y encandilados con las series de televisión alternativas. No fueron problema. No nombraremos aquí las armas secretas de la resistencia. No somos ingenuos y no mostraremos los artilugios de nuestro survival kit. Solo diremos que están a la vista, demasiado a la vista, por eso pasan desapercibidas. También los lugares de refugio. Nada está oculto pero a las máquinas de expropiación de la atención les es difícil encontrarlos. Cuando lo hacen se muestran confundidas. No contaremos tampoco nuestras técnicas de supervivencia. Baste decir que nos han permitido mimetizarnos entre los zombis y no ser colonizados. Sabemos cuál es el origen y cómo actúa el virus. Sabemos defendernos. Aún no conocemos la vacuna.
Zombie survival kit
Somos leyenda. Dos décadas investigando el virus y aún ignoramos la vacuna. Cuando en 1992 Francis Fukuyama proclamaba El fin de la historia y el último hombre no sabía que la historia es irónica y habría de darle la razón. Tiempos de posmodernidad celebraban el fin de los sueños y utopías, la permanencia eterna de un presente fragmentario. Había caído el Muro, la cocaína circulaba por la City y Manhattan era una fiesta. “Ya no habrá más guerras, hambrunas, dictaduras,…”, decían. “El verdadero comunismo es el norteamericano”, decían. No circulaban noticias de la epidemia, aunque ciertos textos crípticos que ocasionalmente aparecían en periódicos de provincias expresaban raros malestares y aprensiones, breves quejas sobre inestabilidades emocionales, pérdidas de memoria colectiva, multitudes ensimismadas. “Senilidades prematuras de plumíferos de periferia. Nada preocupante”, sostenían las autoridades a cargo de la salud pública.
Primero fue YouTube. En poco tiempo se anegó de vídeos en los que orondos barbudos en camiseta de Hells Angels explicaban parsimoniosamente la utilidad de los artículos de supervivencia que guardaban en el sótano para el día de la invasión zombi. Algún sofisticado rifle Sniper, modestas y efectivas Remington 870, aunque en general todo era muy casero: machetes, palancas, hachas, linternas, cerillas y bidones. Ellos lo sabían. Lo esperaban. No perdían tiempo en argumentar sobre la existencia de zombis. Ya estaban por todas partes y ellos solo esperaban el momento pánico en que habrían de recurrir al utillaje del sótano. También por entonces, los estantes de librerías de aeropuerto se habían poblado con relatos sobre muertos paseantes, sobre el arte de la supervivencia, sobre merodeadores, escarbadores y recolectores de restos. No tardaron en mostrarse a la luz muchedumbres de supervivientes. Al anochecer, afluían grupos de scavengers por las sucias aceras de Madrid (supongo que en todas las ciudades ocurría lo mismo, pero ya había dejado de viajar y ver la tele). Primero los cartoneros rumanos; después los recolectores de ojo experto que vendían sus hallazgos al día siguiente en los alrededores del Reina Sofía, extendidos en mantas, como si las instalaciones del arte posmoderno del otro lado de los muros del museo se hubiesen trasladado a la calle; por último, los ancianos avergonzados que simulaban curiosidad y rebuscaban alimentos caducados. Desahuciados, empujados por la marea zombi de sus países, barrios, hogares y trabajos, habían aprendido a sobrevivir entre los intersticios de la ciudad, sabían encontrar los momentos y lugares. Habían dejado de pensar en pasados y futuros y exploraban las zonas del presente donde aún no llegaba la invasión. Sus cuidadosos movimientos me informaban de los avances de la peste.
En esos días, me asomaba por la ventana a comprobar la extensión de la epidemia. Observaba las miradas huidizas, los signos de la resignación, los murmullos indignados. Había dejado de creer en las noticias y leer los periódicos. Ya solo observaba las señales. Procuraba no visitar demasiado los lugares peligrosos, donde los caminantes abundaban, para evitar el contagio. No obstante, de cuando en cuando, por necesidad o por curiosidad, acudía a los centros comerciales, a las calles peatonales, a los parques temáticos en que el turismo ha convertido a las ciudades de provincia. Sabía que el contagio era probable, no por mordiscos como explicaban las películas de serie B, sino de formas más sutiles y efectivas. No me descuidaba: ejercitaba técnicas de evitación, escamoteo, ocultamiento y huida. Procuraba no tentar demasiado a la suerte. Y tenía mi propio almacén, mi survival kit que me permitía no tener que culebrear buscando recursos.
Somos leyenda. Tardamos en darnos cuenta, pero empezamos a preocuparnos a tiempo e hicimos caso de los signos y síntomas del morbo que nos invadía. Los cambios eran muy sutiles y difícil de apreciar en aquel tiempo. Teníamos la suerte de haber visto La invasión de los ladrones de cuerpos y la serie de Los invasores, de haber leído La peste, todas ellas obras proféticas de lo que estaba por ocurrir. Eso nos daba cierta ventaja para observar el leve acartonamiento de las expresiones, la particular cadencia en el habla, la estandarización de las respuestas. La primera forma de la epidemia producía una pérdida casi total de las emociones complejas. Lo notabas porque los dedos acostumbrados al “like”, “don’t like” transmitían esa espasmódica respuesta al habla. Los afectados perdían los matices y sólo les quedaba un compulsivo “me gusta”, “me gusta”, “me gusta”… No hacía falta mirarles a la cara, los veías pasar con ese tumbao que llevan los zombis al caminar: agarrados a su smartphone, con la cabeza baja y los dedos enganchados a la pantalla. Poco más tarde su habla se desestructuraba y producía gruñidos y trozos de anuncios, de insultos de reality show o de opiniones de tertuliano. En las fases finales los veías en largas colas en los cines 3D, en multitudes que se arrastraban por los pasillos de los malls o, vestidos para la ocasión, correteando por los carriles de los parques con las orejas tapadas con cascos y la mirada perdida. Cuando nos dimos cuenta apenas tuvimos tiempo para guardar los bienes necesarios, ciertas armas efectivas y encontrar espacios-refugio donde resistir el tiempo de la epidemia.
Cuando llegó lo que llamaron Crisis, aproximadamente en el año nueve del siglo veintiuno de nuestra era, el origen de la enfermedad ya estaba claro. Había comenzado unas décadas antes, cuando la atención se convirtió en fuente de riqueza. Los técnicos de comunicación habían descubierto el share, que se habría de convertir rápidamente en patrón de todas las monedas. La cuota de pantalla devino la fuente de valor más importante. El dólar, los hidrocarburos, el arroz, incluso el agua, se habían vuelto demasiado inestables como medida universal de cambio, demasiado dependiente de los juegos de bolsa y poco efectivos como fundamento del poder económico. El tiempo de atención definía de manera precisa los límites del poder. El proceso de colonización de la atención sustituyó a las viejas formas de imperialismo económico. El control de las materias primas, las cadenas de montaje y el poder militarse habían dejado ya en las manos mercenarias de los países emergentes. La técnica y el arte de la seducción habían sustituido a las antiguas minas de capital. Se descubrieron en la cultura ilimitadas fuentes y formas de riqueza para expropiar. Se emplearon todo tipo de dispositivos diseñados para capturar la atención en todo instante, 24/7, sin descanso. Se cambiaron gobiernos para lograr el monopolio de los medios. Los señores del espectro se repartieron los anchos de banda como los viejos imperios se habían repartido cien años antes África, Asia y Suramérica. Apareció entonces el capitalismo de salón: los viejos astutos banqueros fueros sustituidos con adictos a las pantallas y a los indicadores de valor, nuevos banqueros zombis que apretaban el dedo de vender infectados ya por el virus retroactivo del “like-like”. Lo que llamaron Crisis hizo explícita la constitución del nuevo imperialismo de la atención. Como las viejas guerras del siglo XX, subproductos de los descontrolados que servían al capitalismo industrial, ahora se había entrado en una era de tsunamis financieros, de razias y expropiaciones que eran causa y producto de la falta de atención. El descontrol estaba a los mandos de control.
Somos leyenda. Aunque se agotan los recursos hemos encontrado técnicas y almacenes perdidos donde recuperar fuerzas. No fue fácil y muchos cayeron y quedaron en el camino. Muchos habían pretendido refugiarse en las técnicas de meditación, en los yogas y las reglas de autoayuda. La industria de la atención invadió rápidamente sus salas de relax y las convirtió en mercancía. Después acabó con las sectas de la ironía: lacanianos, zelotes seguidores de Zizek y Agamben, adoradores de la palabra sesgada, radicales adictos a las salmodias de la posmodernidad. Sus medicinas no sirvieron para resistir las efectivas técnicas de expropiación de la atención. Por último cayeron los culturetas y críticos distinguidos. Los encontraron leyendo a Melville, escribiendo metanarrativas y encandilados con las series de televisión alternativas. No fueron problema. No nombraremos aquí las armas secretas de la resistencia. No somos ingenuos y no mostraremos los artilugios de nuestro survival kit. Solo diremos que están a la vista, demasiado a la vista, por eso pasan desapercibidas. También los lugares de refugio. Nada está oculto pero a las máquinas de expropiación de la atención les es difícil encontrarlos. Cuando lo hacen se muestran confundidas. No contaremos tampoco nuestras técnicas de supervivencia. Baste decir que nos han permitido mimetizarnos entre los zombis y no ser colonizados. Sabemos cuál es el origen y cómo actúa el virus. Sabemos defendernos. Aún no conocemos la vacuna.