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Revisitando lo popular

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Qué asquito produce el adjetivo “popular” aplicado a una obra de arte o literatura, tan maloliente como “divulgación”, que también adjetiva el desprecio en la lengua de los evaluadores de la calidad académica hacia ciertas obras de ciencia o pensamiento. Qué tiempos vivimos en que populus ha devenido en un término más despreciativo que vulgus. Y eso que las apuestas ya estaban altas. Voy a la Wikipedia (como todos, como siempre) y me encuentro con la cita de Horacio “Odi profanum vulgus et arceo” (Carmina 3, 1) (odio al vulgo ignorante y me alejo). “Vulgarización” denota un esfuerzo de acoplamiento al “gusto popular” que es el peor de los errores que puede cometer un escritor o artista (escritor, plástico, escénico, performativo). ¿Por qué hiede lo popular en la cultura?

Pierre Bourdieu ha explicado, con una claridad que debe sonrojar al artista, por qué lo popular está impregnado de miasmas. En sus dos obras magnas, Las reglas del arte y Manet, una revolución simbólica, desvela el secreto mejor guardado por el artista: que su carrera se debe al “arte” y que para ello tiene que contribuir a la reproducción efectiva de un campo intelectual donde será reconocido como miembro con una cierta categoría y en donde su trayectoria artística consistirá en acumular capital simbólico. En los comienzos de la carrera, su “seriedad” será su mejor o único capital. Por seriedad, explicaba Bourdieu, se entiende que ha de hacer saber que él se ocupa de lo importante,  lejos de los mindundis que entienden la obra como reflejo de la realidad o, peor aún, mucho peor, como concesión a alguna tesis ideológica o filosófica. 

Solo así irá acumulando capital simbólico. Comenzará publicando en editoriales mínimas o en salones de lo rechazado y lo marginal. Hará saber a otros que su ironía, alegoría y provocación son “arte verdadero” y estará pendiente de que la crítica que le alabe sea la adecuada y la oficial le dirija denuestos. No se dejará caer por cualquier salón y elegirá con cuidado sus círculos sociales para emitir los gestos adecuados que den fe de la profundidad de su vocación y de su desprecio a quienes piense que están vendidos a otros intereses. Tal vez más tarde, cuando haya acumulado suficiente capital simbólico, se deje tentar por las grandes editoriales, por escribir editoriales o críticas en los medios consagrados (hay que vivir al fin y al cabo) y, ya desde lo alto, disminuirá su preocupación por las opiniones resentidas de quienes comienzan. Bourdieu, magistralmente, lo explica analizando dos obras capitales de la invención del campo artístico: La educación sentimental de Flaubert, una obra donde se parodia tanto la novela de tesis como el Bildungsroman, y Desayuno sobre la hierba de Manet, también una cruel parodia de la pintura pastoril del romanticismo. Se puede decir que el arte comienza cuando se abandona la cultura de tesis.

¿Es tan claro todo esto? ¿No es acaso La educación sentimental también una novela de tesis y una novela política? Claro que lo es. La elección del personaje principal, Frédéric, y de su trayectoria de “aprendizaje” (de fracaso generacional) es todo menos neutra. El joven rico, guapo inteligente y sensible que recorre los salones del Segundo Imperio tratando de “triunfar” y llegar a ser artista, pero que se queda enredado en sus propios sueños, a diferencia, del propio Flaubert cuya obra sería la respuesta a esta vida fracasada: “Mira, yo no triunfo en los salones, pero he sido capaz de escribir tu historia con mucho trabajo y dedicación”. Flaubert arguye así con la misma publicación de la novela, a favor de la tesis en la que la conquista del espacio simbólico por parte del artista ya es en sí una conquista social, que los pobres paletos realistas que quieren escribir las revoluciones del 48 nunca lograrán. El espacio simbólico se conquista cuando el creador es capaz de imponer a la sociedad un objeto, una obra que califica como arte: “esto es arte. Lo he logrado”. De Baudelaire y Flaubert a Duchamp y Warhol se reitera el mismo patrón de comportamiento. El carácter político de obras como La educación sentimental nace de la misma fábrica que origina el campo simbólico del arte. El creador rico en capital simbólico, alejado ya de lo popular, se impondrá como gestor del gusto y la sensibilidad de las conciencias de la época.  Ahora bien, el “esto es arte” es ya una opción política que toma una posición en la distribución de las sensibilidades. Ya no se dirige al público ni al pueblo sino a los miembros del campo simbólico, artistas y críticos, que son de los que espera una respuesta en forma de reconocimiento y poder cultural.

Esta ha sido la herencia del modernismo bien gestionada y ampliada en el postmodernismo, hasta hacer creer a mucha gente que la neutralidad formal del arte es la única opción política posible, que el compromiso interno con la lógica del campo es el único camino que tiene el creador consciente de su vocación.  

Venía pensando en estas cosas después de visitar la exposición en el Museo Reina Sofía de la obra de Constant Niewenhuys (Constant), La Nueva Babilonia. Merece un recorrido tranquilo por muchas razones, pero sobre todo porque es un documento de arqueología política del arte: es una obra que da fe de un momento histórico, del tiempo (años cincuenta y sesenta) donde aún eran visibles las utopías estéticas. Y sobre todo porque es un modo distinto de pensar el capital simbólico flaubertiano. Constant (1920-2005) fue un pintor, escultor y practicante de artes múltiples holandés que durante la Guerra permaneció escondido para no colaborar en el trabajo forzoso que los nazis imponían a los artistas. En los años cuarenta participó como fundador del grupo CoBrA (1948-1951), un colectivo de artistas holandeses de la vanguardia, muy comprometidos políticamente con otra opción distinta de la relación del gesto artístico con el tiempo en que se vive y cuyo manifiesto instituyente sería necesario revisitar:

“En el vacío cultural sin precedentes que ha seguido a la guerra [...] cuando la clase dominante ha llevado al arte a una posición de total dependencia [...] Se ha establecido una cultura del individualismo condenada por la misma cultura que la ha producido porque su convencionalismo impide el ejercicio de la imaginación, el deseo y la expresión de la vida [...] En tanto las formas artísticas sean una imposición histórica no podrá haber un arte popular ni siquiera cuando se hacen concesiones al público mediante la participación activa. El arte popular se caracteriza por expresar vida de un modo directo y colectivo. Está a punto de nacer una nueva libertad que permitirá a la gente satisfacer sus impulsos creativos. Como resultado de este proceso, la profesión artística dejará de ocupar su posición de privilegio. Ésta es la razón de que algunos artistas contemporáneos se resistan a ello. En el periodo de transición, la creación artística está en guerra con la cultura existente, a la vez que anuncia el advenimiento de una cultura futura. Debido a este aspecto dual, el arte tiene una papel revolucionario en la sociedad.”

Contant fue amigo de Guy Debord en 1957 y participó en la Internacional Situacionista, uno de los movimientos que más ha influido en el arte la cultura y la política contemporánea. También el manifiesto situacionista nos habla de tiempos de imaginación:

“Contra el arte fragmentario, será una práctica global que contenga a la vez todos los elementos utilizados. Tiende naturalmente a una producción colectiva y sin duda anónima (en la medida en que, al no almacenar las obras como mercancías dicha cultura no estará dominada por la necesidad de dejar huella). Sus experiencias se proponen, como mínimo, una revolución del comportamiento y un urbanismo unitario dinámico, susceptible de extenderse a todo el planeta; y de propagarse seguidamente a todos los planetas habitables.”

La cultura situacionista niega la separación del arte y la sociedad, la autonomía del arte como norma interna. Se revela contra la división “técnica” del trabajo entre el lego y el artista: “Al llegar a ser todo el mundo artista en un plano superior, es decir, inseparablemente productor-consumidor de una creación cultural total, se asistirá a la disolución rápida del criterio lineal de novedad”. Los situacionistas crearon un nuevo modelo anti-especialista de aficionado-profesional que niega el determinismo que parecería implicar la lógica del campo de Bourdieu. 

Merece la pena leer con cuidado estos dos manifiestos sin los que no puede entenderse el otro modo de relacionar arte, política y populus. La Nueva Babilonia es una propuesta de organización utópica del espacio para una Humanidad liberada de la dicotomía entre trabajo esclavo y creación estética. Fue inspirada por la cultura gitana: nómada, resistente, basada en la música (Constant diseñó una ciudad movible para un asentamiento gitano en Alba en 1956). Como todos los situacionistas, pensaba que la modelación de la experiencia en la sociedad capitalista se realiza de formas muy sutiles, entre ellas a través del diseño del espacio en el que habitamos y que el artista puede ofrecer alternativas transformadoras. Creía en una ciudad cambiante, unitaria, reciclada, donde caminar ya fuese un acto creativo. No se entendería la estética de Sol en el 15M sin la pervivencia de estas ideas, por un milagroso hilo conductor que une dos épocas con muchas connotaciones paralelas.

Algunos autores lúcidos como Juan Martín Prada, en su libro Otro tiempo para el arte. Cuestiones y comentarios sobre el arte actual recorren opciones donde la intención de transformar la experiencia estaría emergiendo como otra posible opción a la lógica de la distinción. Remedios Zafra en su (H)adas. Mujeres que crean, “prosumen”, teclean ha cuestionado la dicotomía entre productor-consumidor. Ambos se fijan en lo que ocurre en las dimensiones artísticas de internet, pero en otros muchos campos del arte visual e incluso la escritura se producen fenómenos similares. Su trabajo cuestiona la ceguera elitista a la presunta pasividad de lo popular y plantea una alterposibilidad de que la sensibilidad sea una calle de doble dirección donde lo popular y lo artístico se constituyan mutuamente.

No importa si Bourdieu acierta en la descripción sociológica de los modos en los que se constituyen los campos simbólicos. Tampoco importa aquí la pregunta que todos se hacen acerca de si se va a borrar la frontera entre arte amateur y profesional. Lo que importa es que la noción despreciativa de lo popular que se ha heredado en el imaginario de quienes aspiran a hacer carrera cultural es una noción sesgada y con una clara posición política que niega al vulgo la capacidad creadora. 

Todo esto es bien conocido por los estudiantes de arte y arquitectura, por la gente que se dedica a estética o simplemente por quienes se interesan por el arte contemporáneo, al menos por la gente más abierta a otras zonas de lo posible. Hemos atravesado un desierto de desprecio de las iniciativas radicales como las de Constant, el situacionismo o Fluxus. Estoy leyendo estos días una tesis muy interesante sobre la negación, olvido y silencio de nuestra propia tradición radical, en particular sobre el trabajo de Juan Hidalgo y el grupo Zaj, que en los primeros sesenta representó esta corriente radical contra la “vanguardia” seria y bien establecida. Es tan sorprendente como alentador que jóvenes voces cuestionen la memoria y pidan cuentas por una lógica del arte que ha impuesto el olvido de esta tradición. Es un cierto signo de que hay hilos en la Historia que no se rompen del todo. Quizá estas obras hayan sido gestos, solo gestos, pero también posiblemente sean acciones que puedan contribuir a romper el muro que Frederick Jameson diagnosticó como el peor mal de nuestro tiempo: el muro en la imaginación, en un tiempo donde es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.