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Un cerebro de casi mil páginas

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Hay que ver la que se monta en Madrid con “La noche de los libros”. Como soy diurno al modo de las aves, tardé mucho en entender lo que significaba. Creía, en un mood benjaminiano, que era una iniciativa de resistencia contra el futuro, como si el personal sanitario organizase una jornada en “la noche de la sanidad pública” contra su desaparición. Porque, claro, cuando empezó la cosa de los nubarrones del texto digital (mira que llamarlo “libro electrónico”, que ni es libro ni es electrónico, que electrónico es el cacharro que lo acoge), parecía el signo de la cercanía del apocalipsis del libro. Pero, mira, han pasado unos añitos y ahí sigue. Por mucho tiempo: ¡Cent’anni!. Y muchos siglos más.

Como conozco gente que te saca enseguida eso de “¡tengo un iPad con cinco mil libros!” (“y tú que los leas, gilipollas, que has debido leer cincuenta y ocho en toda tu vida y eso contando los de la carrera”, pienso, pero no lo digo), y a renglón seguido te sueltan lo de “eso de los libros ya está obsoleto, te lo digo yo, es que no tiene sentido, con lo que ocupan, y con lo que cuestan, cuando puedes tener miles y miles en un iPad”, creo que voy a tener que explicarme, o sea, a explicar por qué creo razonablemente que al libro le queda mucho tiempo.

Tengo que confesar que no siento amor por los libros —eso del “amor a los libros” me parece un cuento chino, como el amor mismo—, lo mío es puro deseo. Hasta que no leí El coleccionista de Walter Benjamin no entendí bien lo que me pasaba. A mí lo que me gusta es la singular materialidad del artefacto, su objetualidad. Como al coleccionista, que se toma absolutamente en serio la individualidad del objeto, su perdurabilidad. Todavía abro en momentos bajos las páginas de los viejos volúmenes de los Breviarios del Fondo de Cultura Económica que tengo de los años setenta, cuando eran importados, en pasta dura. Los abro y los huelo. Me quedo un rato con la nariz entre las páginas. Esa tinta, ese papel biblia, el tacto, peso y el tamaño justo para el bolsillo.

De joven entendía que mis compañeros de curso robasen libros. Recuerdo a uno en especial. Era bajo, feo con avaricia, gordito, se lavaba poco y mal. Pero ligaba y robaba libros con una desenvoltura que no podíamos entender. Le llamábamos “Antidühring”, no sé si porque violaba las leyes del materialismo o las de la dialéctica. El cabrón entraba en una librería, muchas veces pasaba al otro lado del mostrador, de espaldas al dependiente, y se llevaba hasta media docena. No podía entenderlo. Lo mismo que sus ligues. Cuando vi La caída del imperio americano de Denys Arcand, en 1986, lo entendí. El más feo, el gordito de la panda, se había llevado a la cama a todas las parejas de los otros, altos y guapos como solo pueden serlo los canadienses altos y guapos. Una lo explicaba: “Disfruta tanto, tiene tanto deseo, que una no puede resistirse”.  Pues lo mismo le pasaba con los libros a mi compañero de curso. Yo nunca robé libros. Bueno, miento a medias, nunca los robé en mi país. Recuerdo haberlo hecho en Ginebra. Con la ayuda de un amigo, nos llevamos de sendas librerías los ocho volúmenes de la historia de la filosofía de François Châtelet. Todo un logro. No he vuelto a hacerlo, pero trabajar de lavaplatos para los suizos justificaba el esfuerzo. No sentía menos deseo por los libros ni por ellas que Antidüring, lo que pasa es que mis principios siempre han sido mis principios. Y puedo explicarlo.

He tardado tiempo en entender la explicación y ha sido gracias a mis colegas, no obstante compañeros y amigos, Antonio Rodríguez de las Heras y Enrique Villalba, que se han trabajado mucho el tema. El libro es un objeto perfecto. Así. Cualquier variación lo estropea. Como el botijo. Como el porrón. Como la bota. Ha sido perfeccionado por incontables mínimas contribuciones de una incontable lista de artesanos que han calado las profundidades de la identidad de la persona humana, del animal deseante que somos.

El libro entra primero por el cuerpo y luego por el alma. El dedo que pasa la página, la mano que sostiene el lomo, la espalda que mantiene la mirada, el ojo que se concentra en la mancha negra enmarcada en un blanco tan significativo como el  texto. Siglos de editores, linotipistas, artesanos del papel, encuadernadores, ilustradores, sabios humildes que crearon el artefacto que habría de rehacer el cerebro de la especie humana con mucha más eficiencia que las fuerzas de la evolución biológica.

Los teóricos de la violencia de la novedad que se llama “progreso” no entienden de la resistencia de las cosas. La humildad de los objetos que nos hacen, como las paredes, como las mesas, como los pantalones y la falda, como el calor que necesita nuestro cuerpo sin la piel de los mamíferos que no son primates y que hemos hecho de fuego y cobertores, como los espejos que nos enseñan la identidad que otros ven y que sin ellos nunca sabríamos, como esos trozos de cerebro impresos en la materia que son las imágenes y las letras.

He visto tantos profetas de la obsolescencia, he visto tantas victorias absolutas que luego el tiempo retornó frágiles, que he aprendido a llevar el escepticismo de la epistemología a la tecnología. Recuerdo la historia de las maquinillas de afeitar eléctricas. Iban a terminar con la primitiva hojilla. Como si milenios de afiladores hubieran sido en vano. Ahí están. Como reliquias de la obsolescencia de los novatores.

Estoy seguro de que ya se ha entendido lo que quería decir: que ciertos objetos permanecen porque cambian nuestro cerebro, porque transforman esa red de redes que es el tejido neuronal. Eso es lo que quería decir: que mi cerebro es poco más que un deseo de casi mil páginas. 

 

Imágenes: biblioteca y librería bombardeadas en Londres en 1940 por la aviación nazi