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Sobrevivir a granada

Sílvia Pérez Cruz y Raül Fernandez Refree en el Circo Price
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Debo avisaros de algo, amigos, lectores, los que prestáis atención a mis palabras: aparezco rendida antes de empezar, en este juego que no es tal, donde no hay agua ni barcos, donde no se trata de tocar ni de hundir. Una no llega aquí por casualidad, no pasa por una puerta hecha de luces y colores y simplemente entra. No. Una, aquí, a este encuentro, viene aprendida, preparada, ensayando varias lenguas que no son la suya, buscando en diccionarios el significado de falsos amigos del castellano.

Y sí, me declaro vencida, lo reconozco, no puedo ofrecer ningún tipo de oposición. Tampoco quiero, también lo confieso. Solo puedo dejarme llevar por esas cuerdas vocales, esa boca que se ladea ligeramente, esos ojos cerrados que parecieran contener pujantes lágrimas que no terminan de salir, esa timidez superada ante un público cada noche desconocido, siempre expectante.

La semana previa habría sido de Corrandes D’Exili: localizar la letra del poeta de Sabadell que pasó dos décadas de postguerra civil en el exilio, Pere IV, entender tanto dolor, teletransportarme a una época anterior ignorada como tantas otras por nuestra olvidadiza memoria colectiva.

Pero ese es solo el punto de partida, escuchar todas las versiones que YouTube nos proporciona a cambio de archivar, para dios sabe qué, nuestros gustos y preferencias; saber que la última de las formas en la que ella la canta y él la toca, viene de muchas anteriores, de muchas horas frente a una partitura, de años de formación musical.

Sílvia Pérez Cruz (Palafrugell, Baix Empordà. 1983), hija de la murciana-empurdanesa Gloria Cruz, historiadora del arte y profesora de expresión artística y del gallego Castor Pérez, investigador de la habanera y guitarrista, va a aparecer media hora tarde un viernes 3 de julio en el Circo Price de Madrid.

A su costado, como el guardián de sus quiebros de voz, Raül Fernandez Refree (Barcelona, 1976), jugador incansable de los instrumentos de cuerda, loco excéntrico de la guitarra, productor referencia, calentaba motores mientras algunos terminaban de sentarse.

Demoró tres canciones en sacarse los tacones verdes y ocre que llevaba acompañando a un vestido naranja eléctrico y a Edith Piaf la homenajeó ya levantada, con una luz fija y única en la cara. Descalza cantó su Hymne à l’amour en un paseo por las bombas y las frutas de la “granada” de ambos –“con minúscula”– que el viernes despedían de manera definitiva.

Para entonces ella ya se había recogido el pelo varias veces, con ese tocado imposible, lleno de nudos que hace y deshace como si saliera y entrara de la ducha de casa. Mientras, Raül, silencioso, siempre en un discreto segundo plano que su categoría musical no termina de concederle, alternaba sus cuatro guitarras para hacer del Circo Price su propio laboratorio de sonidos.

Eran una pareja de jóvenes rindiendo homenaje a la música, versionando por vez mil y una, una historia que nada tenía que ver con la anterior ni con la siguiente. “Queríamos hacer un disco con el que disfrutar y lo queríamos hacer ya”, explicó Silvia muy bajito ante un público que únicamente intervendría para romper los silencios con ovaciones cerradas.

Para abrir boca siguieron el orden del disco, no se olvidaron de Lluís Llach ni su Abril 74, y desde el primer aliento instauraron un código de compañerismo y complicidad honesta con los cerca de 1.600 asistentes que llenaron el foso.

“Companys, si enyoreu les primaveres lliures/ amb vosaltres vull anar/ que per poder-les viure/ jo me n'he fet soldat” (Compañeros, si buscáis las primaveras libres/ con vosotros quiero ir/ que para poder vivirlas/ me hice soldado), declararon intencionalmente.

Quedaban por delante varias historias de desamor, en inglés, en alemán y en castellano que Sílvia iba introduciendo antes de removernos las tripas a todos, con esa daga que tiene por voz, que asesta continuas puñaladas y de vez en cuando se veía entre el público un gesto de limpiarse las lágrimas, se escuchaba respirar profundo.

Y llegó la primera bomba de esta “granada”, con Mercè de María del Mar Bonet, la calma saltó por los aires. Refree no dejó de agitarse durante los más de seis minutos que debió durar la canción, contraído contra el lomo de la guitarra, ejercitando unas rodillas que parecían soportar todo el peso de los acordes.

Sílvia se la había dedicado a Dani, el regidor del Price, que en la prueba de sonido le habría confesado su predilección por este tema. Y así, sencilla, normal, generosa con sus compañeros de noche, se destrozó la voz y el alma para comenzar la extenuación que ya no se detendría.

Primer gran aplauso, largo, compacto: “Pensé que a lo mejor no os iba a gustar”, añadió ella al final del reconocimiento y ya traía, a forma de aderezo, el Acabou chorare de los Novos Baianos, que marcó una época en la música brasileña de las últimas décadas.

Dulce y sencilla, imitó el zumbido de la abeja, jugó con el portugués como si también fuera su idioma y Raül se convirtió en un bahiano más, despojado de estilos y corsés, para crearle un ritmo a medio camino entre la bossanova y la música popular brasileña (MPB).

Y siguieron ruta, entre estilos, ritmos, nacionalidades. Le tocó el turno a la música latinoamericana, al contemporáneo Fito Páez que vio cómo su Carabelas Nada –que arranca hablando de Chico Buarque y las gafas que Páez debió perder en algún viaje– se entrelazaba con su compatriota y gurú de la música popular argentina, Atahualpa Yupanqui y su Piedra y Camino.

Sin complejos, y en el que podría haber sido un homenaje a Mercedes Sosa, ella se atavió con el bombo legüero, típico del norte de Argentina, para seguir con un tema que no tenían previsto para el último concierto de “granada”: “No la tocamos mucho, pero yo lo acabo de ver claro”, compartió Refree mientras agarraba el banjo.

Así invitaron al recital a la chilena Violeta Parra. Con su Puerto Montt está temblando nos llevaron otra vez a la música tradicional latinoamericana, tan fuera del mercado como original y fuente de inspiración para parte de la música actual que quiere brotar en aquel continente.

Pero ellos, caprichosos, disfrutones, extremadamente libres y sabedores de la venia del público, que se deleitaba con el último concierto de “granada”, decidieron acabar a mitad del camino.

“Me gusta cantar esta canción porque tiene versos muy largos”, empezó ella en dicho medio camino para explicar las razones que les llevaron a musicalizar la Elegía a Ramón Sijé.

“En todos los conciertos llegamos a este punto y cada vez es más importante”, avisaba él antes de dedicarle su metálica versión del poema de Miguel Hernández, a su compañera de estos últimos años, con la que el viernes cerraba ciclo artístico.

Sílvia ya había cambiado su silla por el cajón flamenco, presagiando que esta Elegía no dejaría indiferente a nadie, mucho menos a ella.

Avanzaba el “yo quiero ser llorando el hortelano”, pasaba por “no hay extensión más grande que mi herida” y en el circo hecho teatro esa noche se iba creando un clima angosto, carente de aire, donde a ella se le oía cohibida, llena de miedo o llena de lágrimas.

A muchos, me atrevo a decir que nos dolía el estómago, sentíamos un rugir ansioso en alguna parte del cuerpo, veíamos la muerte de Ramón Sijé de repente, allí plantada, oíamos llorar a Miguel Hernández, requeriéndole el regreso, para “hablar de muchas cosas” bajo “las aladas almas del almendro de nata”.

Y sin descanso, sin oportunidad para romper la tensión, Refree cambió sutilmente de tercio para continuar el martirio brutal, doloroso, intenso y maravilloso a la vez, todo dentro de una misma coctelera.

Llegó Morente, y Raül no dejó pasar la oportunidad en la condensada versión del Que me van aniquilando del fallecido maestro. El guitarrista siguió con su locura, con sus quintas en el mástil, sus acordes brutos, limpios y cargados de intención, mientras Sílvia se desgañitaba, se dejaba las manos contra la madera del cajón, hasta que, sincronizados, acabaron y ella no pudo aguantar el llanto.

El público, nosotros, inocentes, complacidos y extenuados, no pudimos menos que ponernos en pie para que Sílvia tomara nuestros aplausos como bálsamo, como impasse, como vasto agradecimiento.

Cinco minutos de ovación con el escenario vacío hasta que ambos se recuperaron y cansados regresaron “a la isla” que habían creado para esa noche en el Price.

“Nunca me había pasado esto, perdón”, se disculpó Sílvia ante la recíproca emoción de los ya compañeros de esa noche, a los que había recomendado “cuidar a los amigos”.

Estábamos ante el broche de oro del concierto, de la gira de “granada”, de ese paseo musical por los grandes intérpretes de los sentimientos. Esa noche ya habían querido a Llach, Simón Díaz, Schumann, Piaf, Bonet, Os Novos Baianos, Páez, Yupanqui, Parra, Miguel Hernández y a Morente, y pese al cansancio, la noche aún no acababa.

Era difícil seguir, pero tenían recursos para cualquier circunstancia, hasta la más inesperada, y aún guardaban “al único que sobrevive siempre: Albert Pla”. Llegó Albert para relajar el ambiente con su canción homónima en la que se disculpa ante su padre porque quiere ser torero y no hay forma de cambiar su deseo. En los coros, Refree dio aire a su par y ambos se reconocieron en los versos de Pla como ese hombre y esa mujer que se ven en la playa y que “somos nosotros”.

Y aunque ya no podía ni traducir las canciones en los segundos que dejaba entre tema y tema, ella no renunció a la canción de sus padres, Vestida de Nit, ni a la que yo llevaba toda la semana esperando, Corrandes D’Exili, que quedó desdibujada por el espectáculo anterior.

Ya parecía que la noche se agotaba, que nada podría superar la Elegía y el Que me van aniquilando, pero cómo no, apareció Lorca para revertir la noche. Sílvia se animó, recuperó fuerzas y contó cómo habían llegado a Federico, a Cohen y otra vez a Morente.

“Yo que siempre llego tarde a los sitios, un día llegué emocionada y le dije a Raül que teníamos que tocar esta canción. Él me dijo que era difícil porque ya la había cantado mucha gente. Pero al final no era una cuestión de hacerlo mejor sino de disfrutarla”, logró decir la de Palafrugell.

El Pequeño Vals Vienés retumbó en el Price, Raül dio rienda suelta (más si cabe) a la imaginación y jugó con el contacto físico de la guitarra con los amplificadores, buscando sonidos imposibles, eléctricos, extraños, que a muchos en otro momento nos habrían sonado demasiado estridentes pero que hasta Lorca, esa noche, habría permitido.

Sílvia, rejuvenecida tras desfallecer, hizo los honores subiendo y bajando, gritando y castigando con el silencio intencionado de su voz a los que solo queríamos que no acabara la noche, que “granada” siguiera durante años, que Sílvia y Raül, Raül y Sílvia, como un binomio equilibrado pero independiente, nos siguieran acompañando en la dura tarea de vivir.

Y aunque inevitablemente se acercaba la medianoche, los bises eran de obligado cumplimiento, tal como adelantaron: “Bueno, ahora nos vamos de mentira”, se sinceraba para luego ir más allá, rogando que “por favor siempre sea de mentira”.

Cumplieron, se escondieron detrás del telón oscuro durante un par de minutos y regresaron con el objetivo de seguir el plan inicial, pero llegaron las peticiones que, generosos, contestaron con improvisaciones.

Un original Cucurrucucú Paloma para contentar al público que apoyó una solicitud anónima desde la platea y un escueto y semi a capela Alfonsina y el Mar, que también trajo a Madrid algo de la Sílvia Pérez Cruz de años atrás.

Ya casi al cierre del local, ni cortos ni perezosos, y pese a que no sabían si el ambiente estaba “pa esa guasa”, pidieron la colaboración del público que hasta el momento no se había atrevido a dar una voz por encima de la otra.

“Son solo dos vocales, la o y la a, y solo al final de la canción así es que no os pongáis nerviosos”, introdujo ella con poca seguridad de que fuera el mejor momento para añadir un poco de humor versionando Rehab de Amy Winehouse y Single Lady de Beyoncé con la colaboración vocal de Refree.

Tras la ruptura divertida, era ya el momento de partir y así lo anunciaban con el consiguiente lamento de los asistentes, entregados a la causa. Tenía que llegar el Gallo rojo, gallo negro, de Chicho Sánchez Ferlosio que se convirtiera en himno contra la dictadura, para inexorablemente decirle adiós a “granada”.

No quedaba más que insistir en que “cuando canta el gallo negro es que ya se acaba el día, si cantara el gallo rojo, otro gallo cantaría” para dejarnos borrachos de esperanzada reivindicación, de que otros días mejores siempre están por llegar. Y que esos días, puede que nos traigan bombas o puede que nos traigan frutas, ojalá nos traigan a Refree y a Sílvia, pero sobre todo más canciones para poder sobrevivir a “granada”.