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Construir la ciudad desde uno mismo
Creo que se llamaba Rafa, pero han pasado ya muchas semanas de estrés y ritmo frenético y no consigo poner mi mano en el fuego para nombrar a este joven de unos 35 años, andaluz que se atreve con el catalán y nuestro guía por un día en el centro social ocupado Can Masdeu, a las afueras de Barcelona.
Rafa, por bautizarle de manera que pueda continuar con una narración más o menos ordenada, nos vio llegar pasadas las 12 del mediodía, ya tarde según la programación de los domingos en esta residencia comunal en la que vive una treintena de personas entre adultos y niños. Pese a llegar tarde y hacer esperar a Oriol, cuando llegamos a Can Masdeu, los visitantes puntuales aún esperaban a que acabara la charla que se impartía en la casa para empezar el recorrido.
Nosotros, para matar el tiempo entre huertos y urinarios secos –“con un ventanuco que tiene unas de las vistas más impresionantes Barcelona”, o eso dijo Adrián–, optamos por el gazpacho que ya entraba a mediados de mayo, y la cerveza artesanal, todo made in Can Masdeu elaborados con productos del lugar.
A estas alturas del año ya pegaba el sol en la ciudad Condal pero, afortunada por su orografía, la brisa del mar lograba subir hasta las colinas que dan comienzo o final a la urbe que tiene ya a una activista al frente del ayuntamiento.
Pero Can Masdeu está antes de eso. Este lugar y esta gente, que aprovechó una antigua leprosería, propiedad del Hospital de Sant Pau, para dar vida a otra forma de relacionarse con las ciudades y con las personas, estaban antes de que muchos vislumbraran el camino que había que tomar.
En este centro social ocupado, los senderos se forman con centenares de sacos de patatas, blancos en algún tiempo anterior, tapados por malas hierbas y algo de heno o lo que a simple vista parecen virutas de madera. De repente, sin apartar mucho la mirada de las lechugas y los tomates que premeditadamente comparten una de las filas del huerto comunitario, aparecen varios tetrabricks rosa, de leche de arroz que, a preguntas de los visitantes, Rafa califica como trampa para caracoles: está todo inventado.
Can Masdeu es, bajo su propia definición, “una red de proyectos que resisten al ritmo de las estaciones la voracidad de una ciudad sin límites”. Es, bajo nuestra mirada, una declaración de intenciones.
Al final de los huertos, hay una espacio ovalado, hecho a base de barrotes que crean un lugar de encuentro, de discusión, desde el que Rafa nos explica cómo resistieron a un intento de desalojo, con final feliz tras más de 30 horas de asedio policial.
“Desde aquí tirábamos comida y agua a los que se habían colgado desde el techo, que no estaban estrictamente dentro de la casa, por lo que no los podían desalojar”, explica mientras los visitantes nos mirábamos alegres de la imaginación humana.
En dicho intento de desalojo, los refuerzos ciudadanos llegaron desde las inmediaciones de Can Masdeu. Vecinos de los barrios de alrededor se acercaron con comida para los chicos que defendían su casa, y los huertos no solo de ellos, sino de muchos que no viven en el centro social ocupado pero también llenan de vida sus rincones.
Y es que Can Masdeu, a pesar de estar fuera de Barcelona, sin acceso al agua ni al cableado de luz público, hecho que endurece las condiciones en verano en la huerta y en invierno en los cuerpos, vive de cara a la capital catalana.
Lejos de esconderse, retraídos ante un mundo y una forma de vivirlo que no comparten, ofrecen un modelo de organización nuevo, humilde, honesto y autosuficiente y lo muestran con el fin de que se expanda: “Si no es acompañados, no es nuestra revolución”, rezan sus principios.
Y desde su leprosería reconvertida en centro social, abierto a todos los que tengan la curiosidad de conocerles –desde grupos de turistas a escuelas de primaria, pasando por el vecindario– plantan y recolectan su comida, acumulan su agua de la lluvia con la que riegan, se duchan y beben, construyen sus muebles en la ebanistería, disfrutan con la calma pausada de la naturaleza y finalmente comparten el día a día entre iguales.
Aquel día de mayo, Oriol, Adrián y yo, tan solo compartimos tres o cuatro horas con Rafa y el resto de curiosos visitantes, que no hacíamos más que interrogar a este andaluz que se atrevía con el catalán, que antes de comenzar la ruta por los espacios comunes, fue a buscar un sombrero de paja, sabedor de que el sol de mayo podía hacer estragos incluso en un acostumbrado labrador.
Después, tras buscar la sombra posterior al paseo, examinar los libros sobre deportes y hábitos saludables, feminismo, alimentación, revoluciones, filosofía, política, economía…que ordenados esperaban a que los tomaran con esperanza de devolución voluntaria, volvimos al asfalto de Barcelona.
Andrea nos esperaba en casa, en la ciudad que de repente nos parecía gris, porque ya no estaba Rafa, ni había huertos, ni pozos demasiado poco llenos para el verano que estamos sufriendo. En su lugar, el metro y la línea verde, casi una hora para retornar a Sants e imaginar una ciudad más vivible, y contarle a Andrea que tenemos que volver con ella, para seguir tomando ideas y algún día, dentro de poco, cuando además de las ideas tengamos las fuerzas, acompañarles en la revolución.
Construir la ciudad desde uno mismo
Creo que se llamaba Rafa, pero han pasado ya muchas semanas de estrés y ritmo frenético y no consigo poner mi mano en el fuego para nombrar a este joven de unos 35 años, andaluz que se atreve con el catalán y nuestro guía por un día en el centro social ocupado Can Masdeu, a las afueras de Barcelona.
Rafa, por bautizarle de manera que pueda continuar con una narración más o menos ordenada, nos vio llegar pasadas las 12 del mediodía, ya tarde según la programación de los domingos en esta residencia comunal en la que vive una treintena de personas entre adultos y niños. Pese a llegar tarde y hacer esperar a Oriol, cuando llegamos a Can Masdeu, los visitantes puntuales aún esperaban a que acabara la charla que se impartía en la casa para empezar el recorrido.
Nosotros, para matar el tiempo entre huertos y urinarios secos –“con un ventanuco que tiene unas de las vistas más impresionantes Barcelona”, o eso dijo Adrián–, optamos por el gazpacho que ya entraba a mediados de mayo, y la cerveza artesanal, todo made in Can Masdeu elaborados con productos del lugar.
A estas alturas del año ya pegaba el sol en la ciudad Condal pero, afortunada por su orografía, la brisa del mar lograba subir hasta las colinas que dan comienzo o final a la urbe que tiene ya a una activista al frente del ayuntamiento.
Pero Can Masdeu está antes de eso. Este lugar y esta gente, que aprovechó una antigua leprosería, propiedad del Hospital de Sant Pau, para dar vida a otra forma de relacionarse con las ciudades y con las personas, estaban antes de que muchos vislumbraran el camino que había que tomar.
En este centro social ocupado, los senderos se forman con centenares de sacos de patatas, blancos en algún tiempo anterior, tapados por malas hierbas y algo de heno o lo que a simple vista parecen virutas de madera. De repente, sin apartar mucho la mirada de las lechugas y los tomates que premeditadamente comparten una de las filas del huerto comunitario, aparecen varios tetrabricks rosa, de leche de arroz que, a preguntas de los visitantes, Rafa califica como trampa para caracoles: está todo inventado.
Can Masdeu es, bajo su propia definición, “una red de proyectos que resisten al ritmo de las estaciones la voracidad de una ciudad sin límites”. Es, bajo nuestra mirada, una declaración de intenciones.
Al final de los huertos, hay una espacio ovalado, hecho a base de barrotes que crean un lugar de encuentro, de discusión, desde el que Rafa nos explica cómo resistieron a un intento de desalojo, con final feliz tras más de 30 horas de asedio policial.
“Desde aquí tirábamos comida y agua a los que se habían colgado desde el techo, que no estaban estrictamente dentro de la casa, por lo que no los podían desalojar”, explica mientras los visitantes nos mirábamos alegres de la imaginación humana.
En dicho intento de desalojo, los refuerzos ciudadanos llegaron desde las inmediaciones de Can Masdeu. Vecinos de los barrios de alrededor se acercaron con comida para los chicos que defendían su casa, y los huertos no solo de ellos, sino de muchos que no viven en el centro social ocupado pero también llenan de vida sus rincones.
Y es que Can Masdeu, a pesar de estar fuera de Barcelona, sin acceso al agua ni al cableado de luz público, hecho que endurece las condiciones en verano en la huerta y en invierno en los cuerpos, vive de cara a la capital catalana.
Lejos de esconderse, retraídos ante un mundo y una forma de vivirlo que no comparten, ofrecen un modelo de organización nuevo, humilde, honesto y autosuficiente y lo muestran con el fin de que se expanda: “Si no es acompañados, no es nuestra revolución”, rezan sus principios.
Y desde su leprosería reconvertida en centro social, abierto a todos los que tengan la curiosidad de conocerles –desde grupos de turistas a escuelas de primaria, pasando por el vecindario– plantan y recolectan su comida, acumulan su agua de la lluvia con la que riegan, se duchan y beben, construyen sus muebles en la ebanistería, disfrutan con la calma pausada de la naturaleza y finalmente comparten el día a día entre iguales.
Aquel día de mayo, Oriol, Adrián y yo, tan solo compartimos tres o cuatro horas con Rafa y el resto de curiosos visitantes, que no hacíamos más que interrogar a este andaluz que se atrevía con el catalán, que antes de comenzar la ruta por los espacios comunes, fue a buscar un sombrero de paja, sabedor de que el sol de mayo podía hacer estragos incluso en un acostumbrado labrador.
Después, tras buscar la sombra posterior al paseo, examinar los libros sobre deportes y hábitos saludables, feminismo, alimentación, revoluciones, filosofía, política, economía…que ordenados esperaban a que los tomaran con esperanza de devolución voluntaria, volvimos al asfalto de Barcelona.
Andrea nos esperaba en casa, en la ciudad que de repente nos parecía gris, porque ya no estaba Rafa, ni había huertos, ni pozos demasiado poco llenos para el verano que estamos sufriendo. En su lugar, el metro y la línea verde, casi una hora para retornar a Sants e imaginar una ciudad más vivible, y contarle a Andrea que tenemos que volver con ella, para seguir tomando ideas y algún día, dentro de poco, cuando además de las ideas tengamos las fuerzas, acompañarles en la revolución.