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Un alto en La Venencia

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Esta es una de las mesas más pequeñas. Está pegada a la pared, en medio de una concavidad del suelo de madera. Desconozco la edad de la curvatura del suelo pero reconozco que no me importa más allá de que, a veces, tenga que calzar la mesa para que el fino no caiga desparramado.

Aquí, en esta mesa de dos, sólo me he sentado sola y con Xisco. La primera vez que acudí en solitario al 7 de la calle Echegaray, acabé aquí, bajo el escudo del Betis, al lado de la librería de encuadernados que versan sobre vinos, sobre Madrid.

También en esta mesa desmenucé cacahuetes, terminé una copa de oloroso, leí a Carlos Fuentes y escribí alguna que otra página de las muchas libretas que forman mi estantería.

Tras una puerta lúgubre, que ofrece la entrada a más oscuridad, se halla la Venencia, superviviente taberna del barrio de las letras que toma su nombre del recipiente homónimo, a la que los parroquianos y despistados sólo llegarán tras sortear a una docena de relaciones públicas de los locales contiguos.

El vino corre a raudales —es lo único que hay además de agua del grifo— y recuerdo que una pareja que se había reencontrado tras décadas y anteriores matrimonios me explicó alguna vez que este lugar, cerca del Congreso de los Diputados, es así desde siempre.

—La Venencia es Venencia al mediodía, cuando vienen los abuelos—, me dijo entonces él, de cuyo nombre no consigo acordarme.

Ella sería vecina del barrio —“siempre viví en Antón Martín”— y tendría fijo el recuerdo de este bar familiar, marrón oscuro, con una gata de nombre Lola y cada vez más turistas bien informados.

—Desde que lo conozco, por lo menos veinte años, siempre han tenido los mismos aperitivos, aceitunas y cacahuetes, a veces patatas fritas—, continuaría ella tras explicarme cómo la vida da vueltas y volvió a unirle a su compañero que silencioso alcanzaba a darle la razón con la mirada.

Esa charla me pilló con Santi y Laura, en la mayor de las mesas, una cuadrada que rodilla con rodilla acoge a un máximo de ocho fieles bebedores, aquellos que tienen a este rincón como un escondite venerado para huir del bullicio capitalino.

Y pese a no querer publicidad, ni tener un letrero de grandes dimensiones, bombillas de colores o uno de los muchos pesados y pluriempleados relaciones públicas, el 7 de Echegaray es cada vez más popular entre los turistas que se alejan apenas quinientos metros de la Puerta del Sol. 

A partir de las 21 horas, este estrecho bar hecho de madera es ya un hervidero, aunque los extranjeros y los jóvenes subidos de alcohol no hayan empezado a formar el griterío que de inmediato vendrán a rebajar los dueños del local, pertenecientes a diferentes generaciones de la misma familia.

Las fotos tampoco están permitidas, así como molestar a Lola, que desde su cómoda roída por el tiempo y bañada hace mucho por un barniz oscuro, vigila y transita el lugar captando siempre la atención de los ajenos.

A los carteles de las ferias del vino de Jerez que decoran las paredes, les acompaña alguna que otra referencia a la República, tres barricas desde las que sale el preciado líquido y un gran espejo que sirve de selfie para cuando el cliente aprovecha que los camareros no miran y ahora sí, capta la instantánea.

Creo que gracias a Mateo, amante como yo de lo cañí, conozco este lugar. También él me habría llevado años atrás, antes de exiliarse a Bruselas, al Lacón, a apenas una calle de la Venencia y donde aún ponen callos con garbanzos como acompañante de la caña o el vino de la casa.

El grupo de amigos, de entre 25 y 30 primaveras, que aun consideramos a bien valorar lo viejo sin convertirlo en vintage, instauramos ya hace un tiempo la ruta Lacón-Venencia para despedidas, reencuentros, celebraciones y lloreras.

En ambas parroquias no echamos de menos cachimbas árabes, falsos guacamoles, cómodos sofás, desparejadas sillas o tercios a 3,50. Aquí, acostumbramos —presente no melancólico—, a planear viajes, proyectos, revistas, amores.

Desde estas, eso sí, desencoladas sillas, presenciamos escenas repetitivas tanto como la carta de tapas del lugar: el vendedor español de flores y el bangladesí de gafas de luces, japoneses emborrachándose al segundo oloroso, holandeses flipando con la textura de la mojama de atún y las huevas.

En una ciudad en la que todo sucede es extraño poder encallarse en una cara, en un personaje, en una rutina más allá de la laboral. Pero aquí, entre las nueve mesas de diferentes tamaños y la barra con una caja registradora que ya querrían muchas tiendas de Malasaña, los pedidos se repiten, las broncas de los camareros también y Lola que, según se levante, ignora o se deja acariciar por los clientes más gatunos.

De la Venencia dicen en las redes, donde ella no querría estar, que es “un lugar único, fuera de lo común” y aseguran que aún en 2015 se encuentra “lejos de convencionalismos y modas”. También están los más poéticos que, en las webs de calificación de bares, afinan la pluma: “retroceder en el tiempo es una virtud”.

La www, tan democrática como la democracia que nos acuna, también escupe ciertas costumbres de los camareros que, pasada la una de la madrugada, apagan las luces e invitan, a veces rudos, a ir desalojando el lugar, ya esté el vino en el buche o aún en la copa.

No obstante, piropos y polémicas aparte, es hasta aquí donde caminan los pies cansados de los que huimos del caro y chic bullicio de las terrazas de Santa Ana, de los bares apestados de jóvenes al borde del coma etílico de Espoz y Mina, de las cada vez más comunes ametralladoras de la Policía Nacional en el kilómetro cero.

Aquí venimos a parar los que aún salimos algún que otro domingo a desgañitarnos en masa, los que festejamos los catorces en abril, los que, a base de perseverancia, acostumbramos el paladar al dulzón y al seco del vino andaluz.

También vienen los que aún visten con pana, los que insistimos en ir en bicis tiradas por nuestras propias piernas, los cabezones y melancólicos de lo que nunca conocimos, de un tiempo en el que un vino y una mesa de dos o de ocho bastaba para entablar una conversación, para preguntar qué tal hoy, qué harás mañana.