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Miserias y sorpresas del que busca piso en Madrid
Toca buscar piso. En Madrid. En el centro. O no tanto. Dentro de una circunferencia cuyo epicentro es el Reina Sofía. La cuestión es permanecer en el mismo barrio para variar poco una rutina amable. Con las mudanzas se descubre que un axioma conocido, donde caben dos caben tres, no es aplicable a la pareja con hijos. La pareja cabe en un cuchitril. Con hijos no necesita el doble de metros: necesita el triple y, cuando las crías rondan la independencia, dos cuartos de baño. Así que la economía familiar rompe una frontera. Como diría la carta del banco, se pasa de tres dígitos medios, a cuatro dígitos.
Nos mudamos de un piso cómodo pero viejo, en el que, con cada desperfecto, nuestro modestísimo casero repetía, por correo electrónico con membrete de despacho de abogados, que el desgaste por el uso corría a cargo del inquilino, sin importar que lo usado fuera el cableado eléctrico con setenta años, una vetusta cocina de gas a la que un buen día le fallaron las manillas, una moqueta tan percudida que soltaba un olor semejante al del almohadón de plumas del cuento de Quiroga. Reparamos el cableado, costeamos la vitrocerámica, pusimos plataforma de madera… Cuando nos hartamos releímos el contrato. No sé por qué parece una cosa cuando entras y otra cuando sales. Pues bien, una cláusula obligaba a indemnizar al casero con un mes de alquiler por cada año no cumplido. A veces la cuestión no es el dinero, o no solo, sino el orgullo. También ponía que debíamos dejar la vivienda pintada. Lección: leer los contratos como si te tocara salir de ahí mañana.
Comenzamos a buscar piso el último año de vigencia del contrato. Hay cosas no negociables, además de la zona: calefacción central, dos baños, tres habitaciones, vista exterior. Nos apuntamos a Idealista y a Fotocasa. El método, nada original: revisar el correo a primera hora. Si había algo, contactar y concertar una visita. También llamar a los anuncios naranjas que surgieran al paso. Cómo ese color de alerta ha modificado el paisaje de la ciudad, sobre todo a pie de calle, con los locales antes vívidos, ahora vacíos.
Comenzamos a mirar casas para convertir la elegida en nuestro hogar. Con agencia o sin intermediario. Encontrábamos pisos bien construidos, pero con muebles de mercadillo de los sesenta. Es decir, en los sesenta ya estaban para el basurero. Son tópicos el mueble inmenso de falsa caoba que ocupa la única pared digna de colgar cuadros, y que servía para unos televisores que ya no existen; los espejos, siempre con una esquina rota; los sofás temigosos; las lámparas de chatarra dorada y montón de brazos; el mueble de entrada con tapa de mármol… nada que tuviera demanda en el Mercado de Motores. Nosotros siempre decimos: nos interesa sin muebles. Algunos acceden a hablar. Este sí, ese no. Todos fuera. La última vez el dueño llamó a los chicos de Betel, los heroinómanos reformados que tienen un par de tiendas de segunda mano con las que financian su obra social. Ellos llegaron, echaron un vistazo y dijeron: ni gratis nos lo llevamos. El casero tuvo que pagarles para que cargaran con los trastos.
Otros pisos estaban vacíos, pero la construcción era de hormiguero. Pasillos larguísimos que pueden ocupar hasta la tercera parte del total de metros cuadrados, servicios que casi están en la casa del vecino, ventanas a patios donde podría ponerse el tablón de la Rayuela cortazariana para pasar al otro lado, enormes salones y dormitorios donde la mesita de noche hay que abrazarla como un osito de peluche. Algunos son producto de la fragmentación de una gran casa en ocho o diez habitáculos. Pero otras son construcciones nuevas, en la que los planos parecen dibujados por poceros, y no por arquitectos.
Es agotador imaginar en cada una de esas casas los muebles propios, la vida cotidiana, las noches de invierno, los ratos íntimos. Un día, encontramos una bonita casa. Nos la muestra la pareja que se muda. Franceses que regresan. Tiene un solo pero: la cocina es del tamaño de un armario. El resto, compensa. Llamamos al dueño, ya está alquilado. Hace una hora, dice, y deja margen a la esperanza: llamad en la noche por si algo se tuerce. Esa noche, nos ratifica que ya firmó con los que llegaron primero. Al otro día, aparece en Fotocasa un chollo. Un piso luminoso y grande, cerca de los cines de versión original, a mil euros incluyendo servicios. Demasiado hermoso para ser realidad. Imágenes con varias horas de Photoshop. Se reconocen porque la vista a través de la ventana tiene la misma nitidez que el primer plano. El contacto, un correo electrónico. Responde alguien que dice haber comprado el piso para su hijo, que estudiaba en la Complutense pero se ganó una beca en Harvard. Quiere a una familia con hijos, que cuide su piso. Se presenta: cría caballos cerca de Oxford. Un correo después dice que la llave la deja a través a Airbnb, pues él no quiere viajar: ha perdido dinero trasladándose para que al final no le alquilen el piso. Al siguiente, tira del anzuelo: quiere que le depositen dos meses por adelantado, que promete devolver en caso de no cerrar el trato. No sé si alguien pique esa carnada. Intercambiar esos correos fue, al menos, algo divertido y didáctico mientras buscábamos piso.
No hay que pensar, sin embargo, que vivir de alquiler solo tiene desventajas. Al contrario. Primero, no pende una hipoteca sobre la nuca. Leí hace poco que el diez por ciento de los endeudados pagan una vivienda que ahora, con la corrección de precios, vale mucho menos de lo que les queda por pagar, sin contar intereses. Eso debe doler cada vez que miras el techo. Y si la vecina de abajo se compra un perrito de los que llaman lamechochos, que ladra quince horas al día con su vocecilla aguda, te mudas. Si el barrio te aburre, te mudas. Si construyen una torre justo donde antes tenías un árbol, te mudas. Y si todo se va a la mierda, siempre queda la libertad de irse a la costa, como aquel padre y su hijo de la novela de McCarthy.
Al fin, un piso. Yo vivo mirando por la ventana. Soy de los que ven hacia fuera cuando llego a un lugar. Y esta casa tenía vista 360 grados sobre Madrid. Al frente, en el salón y el dormitorio, el no tan lejano edificio de Telefónica en Gran Vía. Atrás, en la cocina y los otros dormitorios, el sur inmenso y llano. Girar la cabeza y dominar el este y el oeste. Lo enseña un corredor en cuyo Whatsapp se identifica con un montón de corazones y la foto de una niña. Muy tierno. Dice haber hecho dinero en el sector inmobiliario. Haber cerrado tratos en prostíbulos con algunos imputados. Le asquea la política. Se confiesa de Podemos. Me dice: acabo de vender un hotel completo del dueño de este piso. No necesita el dinero. Por fortuna, mi mujer mira hacia dentro. Le convence el piso, pero hay muebles y un falso techo bastante feo en el salón. Sacamos los muebles y tiramos el techo, dice el corredor. Apretón de manos. No lo enseñará más, promete. Mañana envía el contrato. En menos de un mes estará para entrar.
El contrato llega, y leemos las siete páginas. Tiene más cláusulas abusivas que el piso actual con nuestro modestísimo casero. En pocas palabras, unida la letra pequeña, dice que si al día siguiente de alquilar revienta la fontanería, por ejemplo, lo tiene que pagar el inquilino. Que si se deja el piso antes del año, hay que pagar esos meses completos. Además no quiere sacar sus electrodomésticos mohosos. Pero ya aprendimos la lección. Le decimos al corredor de corazones que tales cláusulas tiene que quitarlas. Él jura que sí, que el dueño tiene demasiada pasta, que no es problema, que son cosas de la hija. Que él lo soluciona. Pasan dos días, tres. El mes va a terminar y con él, el contrato de la casa que dejamos. Ya hemos avisado que nos vamos. Cuando lo hicimos, el modestísimo casero reaccionó como las compañías telefónicas y el síndrome del teleoperador: rebajas, mejoras, cambio de móvil.
Días después, el corredor nos dice que nada, que la hija no quiere dar su brazo a torcer. No quiere borrar ni una letra. ¿Nos mudamos así? ¿Qué puede pasar? ¿Se malograrán la nevera, el lavaplatos, el horno nada más enchufarlos? ¿La vieja humedad ya sanada, delatada por un par de manchas, puede rebrotar? ¿Una densa neblina permanente podría bloquear la vista para siempre? No calculamos las probabilidades, pero sienta bien decir que no. Al terminar de pronunciar algo más que esas dos letras al corredor apesadumbrado, salta una nueva alerta de vivienda. Otro piso ideal, más grande, mejor ubicado, precio similar, contrato sencillo que cabe en un folio. Ahora vivimos ahí.
Miserias y sorpresas del que busca piso en Madrid
Toca buscar piso. En Madrid. En el centro. O no tanto. Dentro de una circunferencia cuyo epicentro es el Reina Sofía. La cuestión es permanecer en el mismo barrio para variar poco una rutina amable. Con las mudanzas se descubre que un axioma conocido, donde caben dos caben tres, no es aplicable a la pareja con hijos. La pareja cabe en un cuchitril. Con hijos no necesita el doble de metros: necesita el triple y, cuando las crías rondan la independencia, dos cuartos de baño. Así que la economía familiar rompe una frontera. Como diría la carta del banco, se pasa de tres dígitos medios, a cuatro dígitos.
Nos mudamos de un piso cómodo pero viejo, en el que, con cada desperfecto, nuestro modestísimo casero repetía, por correo electrónico con membrete de despacho de abogados, que el desgaste por el uso corría a cargo del inquilino, sin importar que lo usado fuera el cableado eléctrico con setenta años, una vetusta cocina de gas a la que un buen día le fallaron las manillas, una moqueta tan percudida que soltaba un olor semejante al del almohadón de plumas del cuento de Quiroga. Reparamos el cableado, costeamos la vitrocerámica, pusimos plataforma de madera… Cuando nos hartamos releímos el contrato. No sé por qué parece una cosa cuando entras y otra cuando sales. Pues bien, una cláusula obligaba a indemnizar al casero con un mes de alquiler por cada año no cumplido. A veces la cuestión no es el dinero, o no solo, sino el orgullo. También ponía que debíamos dejar la vivienda pintada. Lección: leer los contratos como si te tocara salir de ahí mañana.
Comenzamos a buscar piso el último año de vigencia del contrato. Hay cosas no negociables, además de la zona: calefacción central, dos baños, tres habitaciones, vista exterior. Nos apuntamos a Idealista y a Fotocasa. El método, nada original: revisar el correo a primera hora. Si había algo, contactar y concertar una visita. También llamar a los anuncios naranjas que surgieran al paso. Cómo ese color de alerta ha modificado el paisaje de la ciudad, sobre todo a pie de calle, con los locales antes vívidos, ahora vacíos.
Comenzamos a mirar casas para convertir la elegida en nuestro hogar. Con agencia o sin intermediario. Encontrábamos pisos bien construidos, pero con muebles de mercadillo de los sesenta. Es decir, en los sesenta ya estaban para el basurero. Son tópicos el mueble inmenso de falsa caoba que ocupa la única pared digna de colgar cuadros, y que servía para unos televisores que ya no existen; los espejos, siempre con una esquina rota; los sofás temigosos; las lámparas de chatarra dorada y montón de brazos; el mueble de entrada con tapa de mármol… nada que tuviera demanda en el Mercado de Motores. Nosotros siempre decimos: nos interesa sin muebles. Algunos acceden a hablar. Este sí, ese no. Todos fuera. La última vez el dueño llamó a los chicos de Betel, los heroinómanos reformados que tienen un par de tiendas de segunda mano con las que financian su obra social. Ellos llegaron, echaron un vistazo y dijeron: ni gratis nos lo llevamos. El casero tuvo que pagarles para que cargaran con los trastos.
Otros pisos estaban vacíos, pero la construcción era de hormiguero. Pasillos larguísimos que pueden ocupar hasta la tercera parte del total de metros cuadrados, servicios que casi están en la casa del vecino, ventanas a patios donde podría ponerse el tablón de la Rayuela cortazariana para pasar al otro lado, enormes salones y dormitorios donde la mesita de noche hay que abrazarla como un osito de peluche. Algunos son producto de la fragmentación de una gran casa en ocho o diez habitáculos. Pero otras son construcciones nuevas, en la que los planos parecen dibujados por poceros, y no por arquitectos.
Es agotador imaginar en cada una de esas casas los muebles propios, la vida cotidiana, las noches de invierno, los ratos íntimos. Un día, encontramos una bonita casa. Nos la muestra la pareja que se muda. Franceses que regresan. Tiene un solo pero: la cocina es del tamaño de un armario. El resto, compensa. Llamamos al dueño, ya está alquilado. Hace una hora, dice, y deja margen a la esperanza: llamad en la noche por si algo se tuerce. Esa noche, nos ratifica que ya firmó con los que llegaron primero. Al otro día, aparece en Fotocasa un chollo. Un piso luminoso y grande, cerca de los cines de versión original, a mil euros incluyendo servicios. Demasiado hermoso para ser realidad. Imágenes con varias horas de Photoshop. Se reconocen porque la vista a través de la ventana tiene la misma nitidez que el primer plano. El contacto, un correo electrónico. Responde alguien que dice haber comprado el piso para su hijo, que estudiaba en la Complutense pero se ganó una beca en Harvard. Quiere a una familia con hijos, que cuide su piso. Se presenta: cría caballos cerca de Oxford. Un correo después dice que la llave la deja a través a Airbnb, pues él no quiere viajar: ha perdido dinero trasladándose para que al final no le alquilen el piso. Al siguiente, tira del anzuelo: quiere que le depositen dos meses por adelantado, que promete devolver en caso de no cerrar el trato. No sé si alguien pique esa carnada. Intercambiar esos correos fue, al menos, algo divertido y didáctico mientras buscábamos piso.
No hay que pensar, sin embargo, que vivir de alquiler solo tiene desventajas. Al contrario. Primero, no pende una hipoteca sobre la nuca. Leí hace poco que el diez por ciento de los endeudados pagan una vivienda que ahora, con la corrección de precios, vale mucho menos de lo que les queda por pagar, sin contar intereses. Eso debe doler cada vez que miras el techo. Y si la vecina de abajo se compra un perrito de los que llaman lamechochos, que ladra quince horas al día con su vocecilla aguda, te mudas. Si el barrio te aburre, te mudas. Si construyen una torre justo donde antes tenías un árbol, te mudas. Y si todo se va a la mierda, siempre queda la libertad de irse a la costa, como aquel padre y su hijo de la novela de McCarthy.
Al fin, un piso. Yo vivo mirando por la ventana. Soy de los que ven hacia fuera cuando llego a un lugar. Y esta casa tenía vista 360 grados sobre Madrid. Al frente, en el salón y el dormitorio, el no tan lejano edificio de Telefónica en Gran Vía. Atrás, en la cocina y los otros dormitorios, el sur inmenso y llano. Girar la cabeza y dominar el este y el oeste. Lo enseña un corredor en cuyo Whatsapp se identifica con un montón de corazones y la foto de una niña. Muy tierno. Dice haber hecho dinero en el sector inmobiliario. Haber cerrado tratos en prostíbulos con algunos imputados. Le asquea la política. Se confiesa de Podemos. Me dice: acabo de vender un hotel completo del dueño de este piso. No necesita el dinero. Por fortuna, mi mujer mira hacia dentro. Le convence el piso, pero hay muebles y un falso techo bastante feo en el salón. Sacamos los muebles y tiramos el techo, dice el corredor. Apretón de manos. No lo enseñará más, promete. Mañana envía el contrato. En menos de un mes estará para entrar.
El contrato llega, y leemos las siete páginas. Tiene más cláusulas abusivas que el piso actual con nuestro modestísimo casero. En pocas palabras, unida la letra pequeña, dice que si al día siguiente de alquilar revienta la fontanería, por ejemplo, lo tiene que pagar el inquilino. Que si se deja el piso antes del año, hay que pagar esos meses completos. Además no quiere sacar sus electrodomésticos mohosos. Pero ya aprendimos la lección. Le decimos al corredor de corazones que tales cláusulas tiene que quitarlas. Él jura que sí, que el dueño tiene demasiada pasta, que no es problema, que son cosas de la hija. Que él lo soluciona. Pasan dos días, tres. El mes va a terminar y con él, el contrato de la casa que dejamos. Ya hemos avisado que nos vamos. Cuando lo hicimos, el modestísimo casero reaccionó como las compañías telefónicas y el síndrome del teleoperador: rebajas, mejoras, cambio de móvil.
Días después, el corredor nos dice que nada, que la hija no quiere dar su brazo a torcer. No quiere borrar ni una letra. ¿Nos mudamos así? ¿Qué puede pasar? ¿Se malograrán la nevera, el lavaplatos, el horno nada más enchufarlos? ¿La vieja humedad ya sanada, delatada por un par de manchas, puede rebrotar? ¿Una densa neblina permanente podría bloquear la vista para siempre? No calculamos las probabilidades, pero sienta bien decir que no. Al terminar de pronunciar algo más que esas dos letras al corredor apesadumbrado, salta una nueva alerta de vivienda. Otro piso ideal, más grande, mejor ubicado, precio similar, contrato sencillo que cabe en un folio. Ahora vivimos ahí.