Desde una ventana, #Venezuela
En la calle, la gente ondea banderas, exhibe pancartas manuscritas sobre papel o cartón. Sobre las cabezas, sus teléfonos móviles, empuñados como otros ojos: ojos con memoria que serán cruciales para romper el bloqueo informativo. La fuerza de la visión de los hechos compartidos a través de las redes digitales es incontestable.
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Plano: hombres vestidos de civil, con el rostro cubierto por un casco, desmontan de sus motos. Uno de ellos corre al tiempo que saca su pistola de atrás del pantalón. Va al encuentro de los manifestantes. Un policía pasa a su lado y nada hace. Se escuchan los disparos. Cuarenta balas en veinte segundos. Por los intervalos de las detonaciones se deduce que ha habido al menos tres tiradores.
Contraplano: se escucha el sonido metálico y rítmico de la cacerola, mientras los atacados corren, la mayoría pegada a las paredes.
—Mira, marico, ése en el suelo, ahí tirado, güevón, vamos todos, güevón.
Y los que huían, regresan a por uno de los suyos. Los pistoleros están al otro lado, blindados, agazapados en la emboscada tendida. Qué importa. Los jóvenes regresan. No dejan a ninguno de los suyos atrás. Como más tarde se leerá en un cartel: “Tú tienes balas, yo tengo bolas”.
Y vuelven cuando todavía detonan los disparos.
—¡Un caído!
—¡Le dieron en la cabeza!
En el asfalto, un joven agoniza. Tiene una mascarilla de farmacia en la boca y la nariz, casi ineficaz para ahuyentar los gases lacrimógenos, ya usuales en la represión del gobierno contra los estudiantes. Viste camiseta negra, lleva un morral a la espalda.
—¡Chamo, están matando gente, loco!
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Plano cenital. Los pistoleros corren en sentido contrario, huyen. Uno empuja una moto, le escolta un militar bien apertrechado. Pasan al lado de uniformados y civiles con prendas rojas que miran cómo se alejan.
El asesinato es grabado por la cámara de quien se arriesga a mirar desde una ventana. Filma para no callar. Para que algo sea más eficaz que sus gritos impotentes desde la altura. Para denunciar. Su vídeo es prueba y lo divulga, aunque eso delate su posición, su hogar, el sitio donde se resguarda su familia.
Esa memoria filmada se repite una y otra vez. Puede detallarse: uno de los pistoleros vestido de civil dispara a quemarropa. Retroceder aún más en la cinta, como si un juez repreguntara al testigo. Un matón en moto no supo controlarla y su máquina cayó al piso, apagada. Y uno de los que estaba al frente del repliegue de los estudiantes le arroja una piedra y le encara. Algo le dice antes de que empiecen los balazos. Ese individuo no huirá, como los demás estudiantes. Se quedará allí, en medio, como si se supiera inmune a los tiros. También verá de cerca cómo estalla el cráneo del joven asesinado. No intentará ayudarlo. Seguirá allí, en tierra de nadie, hasta que vuelva por donde vino.
Los disparos y la respuesta de los manifestantes:
—¡Malditos!
—¡Un caído!
—¡Le dieron en la cabeza!
—¡Chamo, están matando gente, loco!
Los gritos en bucle; loop del instante de la caída. Como un recuerdo que se hace obsesión.
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Se filma como quien observa por la mirilla con el aliento contenido, sin saber qué verá. Puede que suceda algo en ese ángulo cotidiano. Nada pasa, sólo unos estudiantes que regresan de una manifestación. Hasta que les disparan. Esa esquina, hasta entonces una visión insípida de una de las tantas esquinas viejas del centro de Caracas, se convierte en el lugar de un homicidio miserable: a un joven desarmado le han aniquilado por la espalda.
Y cuando la muerte se cuela en el objetivo de la cámara puesta en el alfeizar, como por no dejar, quien la controla exclama con voz de hombre joven: “¡Cayó uno!”, y atrás una voz de mujer mayor: “¡Ay, hirieron a uno, dios mío!”. Y solloza: “Mataron a un muchacho. Ay, dios mío, era a lo que tenía miedo”.
Y esa visión otorga otra perspectiva de la muerte: los estudiantes corren. ¿Por qué? No hay información en esta mirada. Llegan a la emboscada. Disparos a mansalva. La primera ráfaga no produce víctimas. Los estudiantes entran por una calle en su espanto. Pero regresan por donde vinieron a pesar de la presencia de los pistoleros. ¿Por qué? Empieza el segundo acto del tiroteo. La bala treinta y cinco, quizás la cuarenta, tumba al joven estudiante de ropas oscuras, como su piel, como su cabello. Venía a prisa y cae de bruces. Cuando el que se derrumba no interpone las manos, cuando ni siquiera lo intenta, es porque ha sido fulminado. La velocidad hace que arrastre el rostro y el cuerpo por el cemento, hasta que la fricción le detiene.
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Uniforme de camuflaje en la ciudad, gris en vez de verde, para camaleones de cemento y hormigón que usan cascos, botas, lentes, chalecos antibala negros. Los funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebín) disparan sus escopetas al montón, con parsimonia, protegidos por una de las columnas del antiguo banco Latino. Unos pasos más allá, un gordo de bluyines, camiseta negra manga larga y mitones, pero con el equipo militar que le arma y le blinda. Está tras el muro de un estacionamiento, saca el revólver, lo empuña con ambas manos y ensaya la posición aprendida en las prácticas de tiro: una pierna de apoyo adelantada, ambas flexionadas. El gordo dispara dos veces hacia la multitud. Luego parece indeciso, como si se preguntara “¿un par de tiritos más?”. Enfunda. Vuelve a mirar y luce satisfecho. Detrás, los dos uniformados siguen acuclillados al lado de la columna, recargando el arma. El gordo se retira a paso de maratonista aficionado hasta llegar donde los dos uniformados. Como quien pasea, el trío se aleja por el medio de la calle, dando la espalda a los que ellos han atacado. Entonces uno de los uniformados, quizás preguntándose para qué poner munición en el fusil si no es para accionarlo, da media vuelta y dispara.
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El joven estudiante de ropas oscuras, como su piel, como su cabello, es Bassil Dacosta. En cuanto cae, uno de sus compañeros, el que iba detrás de él, le socorre. Está bajo fuego y se detiene, sin importar cuán expuesto está ante los pistoleros. Entonces llegan los que han regresado para no dejarlo tirado sin auxilio. Lo voltean, lo intentan acomodar, miden sus signos vitales. Lo cargan entre tres. La premura indica que todavía late su corazón. Pero su cabeza, lánguida, bambolea. Los ojos abiertos y perdidos. El rostro magullado por la caída sobre el suelo mugroso. La sangre mana por el cráneo. Empapa su cabello negro y encrespado, y su cara morena e imberbe. Su cabeza maltrecha se apoya en el hombro de un motorizado dispuesto a llevarle al hospital. No hay ambulancias que le socorran, no hay instituciones del Estado para los que están de este lado. Sólo las motos. Los hombres que le rodean, todos muchachos con gorras de béisbol y franelas, con los brazos manchados por la sangre que los pistoleros del gobierno han derramado, intentan acomodarle en ese asiento sin asas ni nada que sostenga el cuerpo.
Otra imagen incrustada en la retina digital: el rostro alzado de Bassil, ya sin mascarilla, la boca entreabierta, los ojos cerrados, por un hombre que intenta acolchar el suelo con la palma de su mano.
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En otra calle de Venezuela, un estudiante se abandona al arresto: dos hombres vestidos de civil, demasiado elegantes para la revuelta con camisas manga larga y gomina en el pelo corto, le sujetan por el brazo y la nuca. A su lado, un tercero con el arma desenfundada.
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Bassil tenía veinticuatro años y estudiaba Mercadeo en la Universidad Alejandro de Humboldt. Se convierte en la primera persona asesinada en estas jornadas de protesta por las fuerzas que el gobierno patrocina y protege, ya sean institucionales (ejército, policía) o paraestatales (colectivos armados). Vendrán más.
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Un policía de negro, bien apertrechado, camina junto a una pared con grafitis. Camina calmado, quizás para no hacer ruido, y da instrucciones con la mano. Cuando pasa junto a una pintada percudida que dice “Leidy te amo”, empieza a correr. Ha visto algo, una presa. En la esquina se le une otro policía que porta un rifle. Y se ve a la presa que cazan: un hombre muy delgado con franela blanca. Otro grafiti indica dónde transcurre la cacería: en San Cristóbal. El hombre perseguido no corre rápido. Es un rezagado de un grupo que huye. El más débil de la manada, la carne habitual de las hienas. Mira hacia atrás con preocupación, pero aunque los policías se acercan, no acelera. El plano se acerca: es una persona mayor, cuyas piernas resentidas no responden. Cuando uno de los policías le alcanza, se detiene con los brazos caídos. No hay resistencia alguna. Cuando le jalonan, se sienta en el suelo, rendido. Se le acerca el policía con el rifle agarrado como un bate de béisbol y le golpea por detrás en la columna y la base del cráneo. Laxo, la cabeza golpea contra el pavimento. Está inconsciente. El policía del fusil regresa hasta él y le patea en la cara. Le dejan ahí, en medio de la calle.
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En una de las imágenes del traslado de Bassil, cuando se le sube a la parte de atrás de una camioneta, después de fracasar en el intento de llevarlo en moto, hay otro joven que en pocas horas morirá por otro disparo detonado desde la oscuridad impune. Con la cachucha volteada, la cara descubierta y el gesto consternado, le lleva por el brazo izquierdo, junto a otros cuatro o seis jóvenes, que intentan levantarlo hasta la pick-up. Es Robert Redman, caraqueño de 31 años, que se define en su perfil de Twitter como piloto privado, montañista, maratonista, bolichero, guarimbero, forista de Noticiero Digital y demócrata liberal.
—Cómo es posible que los malditos de la policía nacional permitieran a los colectivos chavistas disparar como lo hicieron!! #Malditos —tuiteó en su cuenta @EscualidoReload, a las 21:15h, del 12 de febrero de 2014.
Cuatro minutos después enviaría una fotografía con el rótulo: “Queman entrada de la sede la Magistratura TSJ en Chacao”.
Poco más tarde, dice a @9Auriel: “Me tocó cargar al chamo que murió. Hasta hace poco tenía su sangre en mi brazo, pero ya llegué a la casa”.
Estaba en su hogar. Sucio, ensangrentado, probablemente se limpió y comió. Desde allí tuiteó también: “Hoy me pegaron una pedrada en la espalda, un cascazo por la nariz; tragué bomba lacrimógena, cargué al chamo que falleció. ¿Y tú qué hiciste?”. Quizás no descansó y volvió a la calle. A las 22:01h respondía a @ramonmediavilla: “Habrá muerto por disparos de su mismo bando porque nosotros no teníamos armas con qué defendernos”.
Veintitrés minutos después subía otra imagen con el texto: “Arde Chacao”, y a la media hora otro tuit: “#almomento Herido en antebrazo de perdigón de plomo en Chacao”. En un intercambio de mensajes con @Aslanatenea, quien le pide “Cuídate, por favor!”, envía el último tuit de su vida, dando su posición, “en Chacao”, sobre las once de la noche.
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Ante la ventana desde donde se puede mirar Venezuela, aparecen persianas. Se denuncia el bloqueo de internet por parte de los operadores, telefónicas nacionalizadas. Sin embargo, los testigos no callan y encuentran fisuras para compartir su memoria en las redes digitales.
En Valencia, una marcha encabezada por un joven con la camiseta de la selección de fútbol venezolana, toca el silbato, alza el brazo. Una multitud le sigue. En otra ciudad, de despejada avenida, abundan las gorras tricolor. La lleva una anciana con camisa de flores, una chica de camiseta blanca, hombres de franela negra, uno con bermudas. Calzan chanclas y zapatos deportivos. Una multitud multicolor.
En una población homogénea en su heterogeneidad y mestizaje, el discurso oficial propicia un enfrentamiento racial. Al no poder distinguir al venezolano según su fisionomía o el tono de su piel, lo vistió. Al no poder discriminarlo por etnia o religión, el gobierno creó su tribu particular: los rojos. Quien porta ese color como una segunda piel vive enfrentado a los demás, los que no profesan la fe en el líder. Pero esta multitud que esgrime sus celulares contra la desinformación viste con ropa de cualquier color.
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Una pancarta, manuscrita en cartones o folios, como casi todas: “Abuelas por Venezuela”.
Otra: “Prefiero arriesgarme protestando, a salir de casa y que una bala robe mis sueños”.
Otra: “Estoy cansada de vivir con miedo”.
Los sembradores de terror intentan acallar las protestas. Un fotograma y otro muestra a hombres con cascos y chalecos, la mayoría sin uniformes que dejen ver que son fuerzas de un Estado, sin portar ninguna identificación, pateando, arrastrando, golpeando, deteniendo a civiles.
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En la esquina donde asesinaron a Bassil hay ramos de flores y cirios blancos. En la pared negra se escribe con tiza:
“Moriste luchando.
Te recordaré como un héroe”.
En el suelo:
“Tu bala llevaba mi nombre,
el nombre de todos nosotros.
Fui yo quien cayó muerto
y mis amigos me cargaron
sobre sus hombros.
Mi padre y mi madre te lloran
porque ya no te sentarás a la mesa,
Bassil”.
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En Puerto Ordaz, a las cuatro de la madrugada, los estudiantes se enfrentan con los brazos alzados y las manos limpias a los militares que les alumbran con los focos de sus tanquetas de guerra. Les disparan bombas lacrimógenas. Los estudiantes se ahogan.
Maracaibo, Valencia, Caracas, Guanare: avenidas y autopistas repletas de gente. El color rojo sólo se ve en la tercera franja de la bandera de Venezuela. Otro cartel, manuscrito en un cartón: “Hablan como Marx, gobiernan como Stalin y viven como Rockefeller mientras el pueblo sufre”.
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Una pancarta: “Lamento que mi protesta colapse tu tráfico pero tu indiferencia colapsa nuestro país”. José Méndez, diecisiete años, fue asesinado por un hombre que aceleró intencionalmente para pasar por una calle cortada por la protesta. Unas imágenes le capturan cuando reclama desde fuera de su vehículo, con gesto enfurecido. El cuerpo del chico no fue suficiente obstáculo.
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Últimas Noticias reconstruye, a partir de materiales disponibles en la red, cómo fueron los hechos que sucedieron alrededor del asesinato de Bassil. Los vídeos y fotografías atestiguan que:
—Al terminar la manifestación, un grupo de estudiantes se dirigió a la esquina Monroy.
—La Policía Nacional Bolivariana bloqueó las calles adyacentes con despliegue de efectivos armados y protegidos con escudos. La barrera policial del norte, en la esquina de Tracabordo, se abrirá para dejar pasar a los pistoleros. A uno de ellos se le filma junto a funcionarios uniformados del aparato de inteligencia. Luego se sabrá que el pistolero vestido como civil es uno de ellos.
—A las tres de la tarde, agentes del Sebín llegan en motos junto a otros vestidos de civil. En una fotografía se cuentan diecisiete motos con veinticuatro hombres en la calle Sur 11, entre Tracabordo y Ferrenquín. En la primera moto, detrás del piloto, “un hombre de camisa caqui, pantalón bluyín y casco”. Con ellos está el gordo que había sido filmado antes, disparando contra la multitud. Esta vez el gordo va en una de las motos oficiales, en solitario. También se señala a un “hombre de franela” en una Kawasaki Versys 1000.
—Cuando llegan los manifestantes y se acercan a una de aquellas motos, que está caída en medio de la calle, el “hombre del pantalón verde y camisa clara” dispara. Dos motos de la Guardia Nacional se alejan a poca velocidad al empezar el tiroteo. Al otro lado, los estudiantes se dispersan corriendo. Otro de los funcionarios llegados en moto dispara también. Viste chaqueta negra.
—El “hombre del pantalón verde” toma posición. El de la chaqueta negra también. Ambos se acercan a la esquina por donde han huido los estudiantes. Ése es el momento entre la primera y la segunda tanda de disparos.
—Bassil corre hacia la calle Este 2, pero regresa por la Sur 11, donde ha sido la emboscada, para intentar volver por donde vino. Una carrera similar a la de sus compañeros.
—En una imagen a contraplano, el momento en que asesinan a Bassil es señalado por un civil a lo lejos, que apunta hacia el cuerpo. En primer plano de esta fotografía, las caras de sus verdugos, dos boquiabiertos, los demás con la mandíbula apretada: un hombre de bluyín y camisa negra con una pistola, delante de un Sebín uniformado; el de camisa clara y pantalón verde, con el casco de moto puesto, también con pistola; otro de negro con un arma larga y detrás el de la camisa caqui que lideraba la partida de motorizados que fue al encuentro de los jóvenes.
—El pistolero de pantalón verde corre hacia el norte, donde está la Guardia Nacional y los civiles pro-oficialistas. Nadie hace ni siquiera un gesto de reproche.
—Otro de los pistoleros recoge los casquillos del suelo. Sube a su moto y se refugia tras los escudos de la Guardia Nacional.
—En otras imágenes se ve que algunos motorizados que estuvieron con los pistoleros en aquel momento, entraban y salían de la marcha. Pasan junto a los estudiantes, penetran el tumulto, salen. Como una premonición, los motorizados filtrados en la protesta pasan al lado de un joven que despliega su pancarta hacia los militares: “Salí a luchar por Venezuela. Si no regreso, me fui con ella”.
—En otra foto se ve a un varón con capucha, casco y pañuelo que sólo deja ver sus ojos, bluyín y mochila, como un estudiante más, escalando la barrera policial ante la pasividad de los funcionarios. En otra toma se le aprecia saliendo de allí a cara descubierta, ya sin casco, sin capucha, sin suéter, sin bandolera. Como un funcionario que ha llegado al final de su guardia y que se marcha a casa.
—Entre las esquinas Tracabordo y Monroy asesinaron también a Juan Montoya, miembro de un colectivo armado, quizás infiltrado en la manifestación. En la red social no parece haber testigos de su muerte.
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En la ventana aparecen víctimas de tortura en los calabozos: golpeados, electrocutados, violados con un fusil. Denuncian, muestran sus cuerpos magullados. Dan la cara.
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La Guardia Nacional detiene a Darío Ramírez, un concejal electo del municipio de Sucre. Esposado, se lo llevan desde las oficinas del partido Voluntad Popular. Un hombre de pelo largo y franela tricolor intenta dialogar con los dos uniformados que lo jalan del brazo, cada uno por un lado. No se detienen, salen a la calle, uno le dice al otro:
—Corre, corre, corre.
—¡Me están llevando detenido, grita! —exclama Ramírez, que intenta oponerse al arrastre, que fija el cuerpo encogido y dificulta la maniobra de los militares. Uno de los militares pasa al frente e intenta moverlo por las axilas. Se acerca un tercer soldado, que lo empuja por un brazo. Pero por detrás se acercan cinco civiles. Uno de franela blanca corre hacia ellos, se interpone en el recorrido con los brazos abiertos, como si quisiera abrazarlos. Bloquea el paso cuando una mujer aparece en el plano. Grita:
—Suéltale, coye.
Detrás de la avanzadilla, la multitud que también se acerca. Ramírez sigue resistiéndose. Se revuelve, se intenta zafar. Llega otro guardia más y comienzan a jalar a Ramírez, pero los civiles ya lo sujetan también y hacen fuerza en sentido contrario. Un flaco salta y patea al tercer guardia. Los guantes militares aflojan y se alejan. La multitud les increpa:
—¡Malditos!
—¡Hijos de puta!
La operación de rescate no ha demorado más que unos segundos.
A la carrera, dos hombres llevan a Ramírez, aún esposado, al otro lado de la calle, hasta una avenida donde espera el de pelo largo y camisa tricolor, que indica que lo suban a una moto. Maniatado, Ramírez sube, se agarra de donde puede antes del acelerón.
—No lo soltaron —dice el de pelo largo a cámara—. Se lo quitamos de las manos. Pero todo tiene que ser pacífico.
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Las imágenes que ya pertenecen a la memoria colectiva, que logran la abolición de la distancia al compartirla, dan resultado y se identifica a dos de los pistoleros que abrieron fuego contra los estudiantes: Melvin Collazos, comisario del Sebín, y Jonathan Rodríguez, sargento del Ejército y escolta del ministro de Interior y Justicia, Miguel Rodríguez Torres. Llegaron al edificio de la Fiscalía con el ministro y salieron de allí sólo para confrontar a los que ya habían terminado con su protesta. Como quien hace turismo. De una de esas pistolas salió la bala que mató a Bassil, cuyo ataúd tendrá una pelota de fútbol encima. Era hincha del Deportivo Táchira.
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Otra bala perfora el cráneo de Génesis Carmona, veintiún años, Miss Carabobo de 2013, ganadora de la mención Turismo del certamen Miss Venezuela. La llevan a la UCI de la clínica Guerra Méndez, en Valencia, en una moto. Su cuerpo va entre el conductor y un joven que la lleva en brazos, como a un niño dormido, intentando sostener su cabeza. Del lado izquierdo, su largo cabello rubio con raíces oscuras, su hermoso rostro pálido apuntando el cielo, su limpio perfil, su brazo enredado en el cuero de su cartera. Del otro, sus pies cubiertos por zapatillas. Llega a la clínica viva, la estabilizan, pronostican que perderá la visión. Sin embargo, muere.
De Valencia, donde asesinaron a Génesis, proviene otra imagen, la de la arremetida de un grupo de simpatizantes del gobierno, llamados por el gobernador del estado Carabobo, Francisco Ameliach, desde su cuenta @AmeliachPSUV:
—UBCH a prepararse para el contraataque fulminante. Diosdado dará la orden —con el hashtag #gringosyfascistasrespeten.
En la vanguardia van dos hombres que están armados. Uno de ellos dispara, con ambas manos en la pistola. Va de civil con la camiseta marrón. El otro está de rojo y, en el instante capturado por la fotografía, esconde el arma en un trapo también rojo. Los testigos, que perpetúan su acusación en los vídeos, mostrarán a los grupos armados, identificarán a algunos de los involucrados. El gobierno responderá que “la bala vino de atrás” y culpará a los propios manifestantes. ¿Acaso un civil desarmado que va por el medio de la calle no corre cuando comienzan a dispararle?
En otro vídeo, tomado en la avenida Cedeño de Valencia, se ve que un encapuchado con camisa azul eléctrico dispara cuatro balas en un segundo hasta que se le encasquilla el arma. Permanece ahí, rodeado de gente, alguna vestida de rojo, que le señala posibles blancos. Dos minutos después, en esa misma esquina, se reúnen tres pistoleros, y aprietan el gatillo once veces en tres segundos. Llegarán más y avanzarán contra los estudiantes.
Contraplano: los manifestantes se plantan ante el grupo pro-gobierno. No corren, algunos dan media vuelta, pero otros están dispuestos a avanzar.
—Vénganse, bróder, no vale la pena. Vénganse para atrás, qué van a hacer ahí —dice quien filma—. Están armados.
Alguien cercano grita a los agresores: “No se tapen la cara, no te tapes la cara”.
(Tiros y fin del vídeo).
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(Quien mira y graba su visión se arriesga. Los que filmaron a los pistoleros de Valencia lo sabían. Bajo su ventana, la avanzadilla de los colectivos se agrupaba para atacar a los manifestantes. La cámara se disimulaba tras una barandilla, un muro, una cortina, y temía ser descubierto. Pero no desistían en el intento de registrar los hechos.)
—Pendientes si los ven (filmando), de panas.
—Mira, mira a ese mamagüevo, como lleva la pistola.
—¿Quién?
—El de gris.
—El de azul rey también. Allá, míralo, ¿lo viste? Allá está en la esquina, allá.
—Mira, va a tirar, va a tirar, va a tirar.
—Ese desgraciado.
(Disparos.)
—Uy, cómo sonó esa vaina.
—No veo, no joda.
—Graba a ése.
—Quiero ponerla más cerca.
—Ponlo más cerca.
—Bueno, cómprate una videocámara.
—Pendiente, pendiente, deja de estar abriendo mucho (la cortina).
—Ay, dios los cuide.
—Quiero filmar la cara al desgraciado.
(Disparos.)
—Y eso es una pistolota, oyó.
—No abras mucho.
—Tienes que grabar al de azul.
(Con la mayoría de la gente avanzando por el medio de la calle, desde donde lanzan piedras, señalan o se detienen en las motos, siempre al descubierto, ¿por qué los pistoleros se agazapan tras las esquinas? Temen a la cámara que transforma en vídeo la visión, como si fuera la imagen grabada en las neuronas. Temen el safari fotográfico con que son cazados por los civiles. El disparo digital, el zoom.)
—El de azul y aquel de gris también tiene una.
—Ya me tienen arrollada, ya no puedo ver.
—Y yo tengo las piernas aquí flexionadas.
—Shhh, cállense pues.
—Cuidado, nos van a escuchar.
—No nos escuchan por el ruido.
—¿Pero esos son los chavistas?
—Claro, ¿no los ves que van todos de rojo?
(Tiro.)
—Na’ güevoná de loco.
—Es el de marrón de gorra gris.
—Aquel que va allá.
—Esconde ese teléfono, ¿oíste?
—Pendientes, que hay gente que está pendiente y que está señalando.
—¿Para acá?
—No, pero por ahí.
—Bueno, mosca.
—Si alguno de esos ve para acá y ve que estamos filmando, nos jodimos.
—Coño, pero guarden la mierda esa.
—Esos no se van a dar cuenta.
—Quédate quieto.
—Mira a la tipa lanzando piedras.
—Esos no se van a dar cuenta porque la adrenalina que tienen… esos no van a estar pendientes.
—Cuidado que están viendo para acá.
—Quién.
—Pero dejen los miedos.
(Tiros.)
—Miren a ese mamagüevo. Están todos armados, güevón.
—Sí, están armados hasta los dientes.
—¿Todos estos?
—Sí, toditos.
—Súbanla más, ¿abro la ventana?
—Acércalo.
(Tiros.)
—Mira.
—Grábalos allá, grábalos allá.
(Tiros y petardos.)
—Ay, chamo, dios los cuide.
—Ajá, mosca de este lado, viene gente, viene gente.
(Tiros.)
—Ay, dios.
—Que se vayan.
—No, porque van a arremeter contra los estudiantes.
(Tiros.)
—Los encapuchados son los que están armados.
—Mira el que tiene la cámara, de chaqueta gris.
—No es cámara, es una pistola. Un revólver.
—¿Cuál?
—Mira a este gordo, este viejo que llegó ahí. Ése se está haciendo el güevón porque se puso ahí de repente.
—Mira cómo va.
—Le está diciendo algo.
—El que está en la esquina.
—Esos dos están armados.
—Mira, llegaron dos más armados. Todos esos que vienen aquí están armados, mira.
—El de rojo, el de negro.
—El de camisa azul.
—Todo este combito que viene ahí.
—Mosca porque el de negro le dijo algo al de azul.
—¿Pero esto (la cámara) se ve?
—No se ve.
—¿No se ve? Pendiente es lo que es.
—Mira, están viendo para acá, Ahí está.
—Sácate la capucha para verte la cara.
—Ese maldito.
—Ey, ey, ey.
(Fin de la grabación.)
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Ese día, otra imagen, la de un adolescente de pequeño tamaño, suéter verde con capucha, rostro descubierto, enfrenta a un grupo de policías antidisturbios con una hoja en el pecho, donde ha escrito: “Disparas a quien juraste proteger”.
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Más asesinatos se perpetúan en la memoria colectiva: Cinco personas colocan más cajas y bolsas de basura en la pista. Le prenderán fuego en medio de la avenida. Una inocua acción de protesta que se conoce como guarimba. Les sorprende un todoterreno de la Guardia Nacional. Se bajan siete militares. Los sorprendidos civiles corren. Cinco militares les persiguen y dos empujan las bolsas al medianil de la calle. Bajan otros dos guardias. Un minuto después se escuchan balazos sobre el ruido de las cacerolas. Otro tiro.
En el campo de visión vuelven a entrar los cinco guardias, que regresan a su patrulla. Van despacio. Uno de ellos dispara hacia el final de la calle, en un giro rápido. Se reúnen al pie de la camioneta. Hay un noveno militar al otro lado de la calle. Ha detenido a un sujeto con camiseta negra y bluyín. Se le unen otros tres guardias pero, antes que lleguen, el sujeto corre en calle abajo. La persecución dura poco. Estalla un disparo y se oye:
—¡Ay, lo mataron! —grito de mujer que proviene de la calle.
Repetición. El loop de la infamia revela que, cuando van tras el sujeto, hay un cuarto guardia, más lento, que no va en línea con sus compañeros, sino que se abre en diagonal. En cuanto los militares cercan al hombre, que se detiene en la acera, contra una pared, este guardia, a pocos metros, le dispara. Era un blanco fácil, inmóvil y desarmado.
Los asesinos se alejan mirando a los edificios, desde donde les gritan y hacen sonar las cacerolas. Llega una moto a toda velocidad, que escolta al todoterreno, que ha girado ciento ochenta grados. Se detienen junto al cuerpo, pero no lo recogen. Lo dejan tendido sobre la acera. Una fotografía muestra que sus verdugos le han dado la vuelta. En el pecho no tiene entrada de bala. El militar le disparó por la espalda. Es un joven de pelo corto en la soledad de la muerte. Un homicidio más que quedó grabado, junto a los lamentos de quienes lo presenciaron, del rencor que despierta la prepotencia y la impunidad, que se traduce en un grito ya escuchado muchas veces en estos testimonios:
—¡Malditos!
Un graffiti aclara el origen del grito: “Maldito sea el que alce su arma contra el pueblo”.
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No es la “violencia” la que se cobra la vida de quienes protestan contra la inseguridad y la escasez. Son los funcionarios del gobierno quienes asesinan a seis personas en tres días. A Geraldine Moreno, estudiante de citotecnología en la Universidad Arturo Michelena, le desfiguraron el rostro con un tiro de perdigones. El militar de la Guardia Nacional Bolivariana que disparó estaba tan cerca que en la escasa superficie de su cara se enterraron más de treinta dardos de plomo. Lo hizo cuando ella estaba en el suelo, a mansalva. Perdió ambos ojos del impacto. Protestaba en el conjunto residencial Bayona Norte, en Yazajal, cerca de Naguanagua, a las ocho de la noche del 19 de febrero. Ingresó en el hospital Metropolitano Norte en estado crítico. Para reunir el dinero con que comprar medicamentos y sufragar las intervenciones quirúrgicas, su familia, de escasos recursos, divulgó un primerísimo primer plano de cómo estaba el rostro de la joven de veintitrés años. La imagen se comparte junto a otra, donde la morena de amplia y perfecta sonrisa posa con su gorra tricolor, con la bandera de Venezuela.
Las palabras usadas durante quince años por la retórica chavista para condenar a sus opositores lucen desnudas y vacías por los hechos, por los orígenes de los asesinados. No son “oligarcas”, “ricos”, “mercenarios”. Son pueblo, más pueblo que la burocracia que se ha apoderado de los recursos del país. Una burocracia transnacional. Geraldine morirá horas después.
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Los testimonios visuales delatan a los homicidas y son incontestables. Las ventanas son enemigas de la impunidad. Las ventanas de las casas y de las redes sociales. Los grupos armados, tanto los estatales como los paraestatales, toman medidas de fuerza cuando se ven cercados por tantos ojos, cuya visión es imborrable. Donde suenan cacerolas, la Guardia Nacional lanza bombas lacrimógenas, a los balcones, a las ventanas.
En una esquina de Caracas, en un puñado de segundos, se cuentan veintidós motos. En cada una dos uniformados. El de atrás dispara a las ventanas. Desde arriba le lanzan dos bombas molotov. Los uniformados desmontan y peinan las calles adyacentes con sus balas, hacia delante y hacia arriba.
—¡Malditos! —les gritan.
Los policías se dan por satisfechos con el escarmiento cuando las dos botellas rotas apenas humean.
Otro vídeo desde una ventana: con la cacha del fusil, soldados de la Guardia Nacional rompen los cristales de los automóviles estacionados, y los incendian.
Las fuerzas del Estado ya van a por los celulares y contra las ventanas. En la avenida Urdaneta, esquina de Candilito, la Guardia Nacional detuvo a Alejandro Márquez, ingeniero de cuarenta y tres años, e intentó despojarlo del teléfono con el que grababa. Márquez huyo, le dispararon, tropezó, se golpeó la cabeza. El militar llegó a su lado, le golpeó aún más y le quitó el celular. Permanece en coma. Muere.
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¿Cuántas veces más se revivirán las muertes de Bassil y los demás asesinados, antes de que esta memoria colectiva logre encerrar a los verdugos y deplorar a los que, debiendo proteger a las víctimas, no actuaron?
Doménico Chiappe
Doménico Chiappe (Lima, 1970) es periodista y escritor. Es autor de libros como la novela Tiempo de encierro (2013) o el ensayo Tan real como la ficción (2010). Cédula de identidad, su libro de crónicas sobre Venezuela, apareció a finales de 2014. Su trabajo multimedia ha sido incluido en la antología ELC2. Vivió en Caracas e Isla de Margarita entre 1974 y 2002. Actualmente reside en Madrid.