Papel fotográfico y memoria
Encontrar fotografías que resguardan y fabrican un pasado. Dentro de una bolsa plástica que está dentro de una de papel que estuvo en la maleta de mi madre durante un viaje y antes en una caja de zapatos al fondo del armario hallo una fotografía donde estoy sobre los hombros de mi padre, seguramente viendo televisión, como a veces trepa mi propio hijo. Esa escena no la encuentro en mi memoria.
Mi recuerdo más antiguo es la luz que entraba por una ventana de una habitación del Hotel Savoy, en Caracas, y el contraste entre el pasillo oscuro y la luminosidad que se colaba por la cortina de la habitación. Y, al volver a mirar esa escena, surge la sorpresa y la incertidumbre: ¿en qué momento el hijo se aleja del padre? ¿Cuándo el padre deja de soportar, en ambos sentidos, de tolerancia y de soporte, al hijo? ¿Cuando se observa a sí mismo en el rostro del otro, como si fuera un retrato de El Fayum, de los que evoca Berger en la dicotomía de la mortalidad y el viaje a otra vida? Sin importar qué se resguarda y qué se olvida en las relaciones familiares, la fotografía es la perpetuación del instante, pero que existiera ese momento, paralizado en la fotografía, no indica que fuera significativo. Adquiere significancia después, gracias a la presencia constante de la imagen en la revisitación posterior que se hace al asomarse al álbum. El contenido de una fotografía no es mayoría, apenas una partícula que guía a quien quiere tirar del hilo. Lo conduce con maniqueísmo. El contenido tampoco es singular, suele corresponder a un estereotipo de la belleza o la fraternidad.
En una fotografía familiar antigua, lo que está dentro del encuadre valida lo real del instante, certifica que quienes aparecen estuvieron allí. El marco, dice John Szarkowski, demarca lo que el fotógrafo considera más importante. “Citar fuera de contexto constituye la esencia del oficio del fotógrafo. Su problema fundamental es sencillo: ¿qué incluirá y qué dejará a un lado? La línea que marca la decisión entre dentro y fuera corre a lo largo del borde de la imagen”. En esa subjetividad, la única certeza que ofrece es que existía lo que hay dentro del marco, y su materialidad, la imagen impresa de las viejas fotografías, lo atestigua. No obstante, su mensaje quizás no sea la realidad: la pose, ¿cuánto tiempo duró? ¿Y los recuerdos que existen pero que no fueron registrados por la cámara? Años y años que serían agujeros de la historia sin las películas mínimas que fabrica la memoria. ¿Se puede dudar de su realidad debido a que ahora nadie puede corroborar sus detalles?
Aunque parezca poco, la foto familiar —cuyo negativo iba a la fototienda y volvía en papel fotográfico— garantiza que existió, al menos, la fracción de un hecho. Y que cualquiera que aparezca estuvo allí. Obviedad que no lo es tanto pues, en los fotogramas que expulsa la memoria, ¿qué garantía hay de que no sean más que versiones, endulzadas o aliñadas con cianuro, de algo que pudo no existir o que no fue presenciado? De aquello que bien se puede haber internalizado, literaturizado incluso, a partir de otra narración, un discurso más sólido que se impuso a lo verídico. Una realidad que sepultó la propia. Como un comprador de rastrillo, seguro de que se puede conseguir algo de valor, rebusco entre los sobres y las bolsas que guardan las fotografías que atesoró mi madre para regalárselas a su nuera.
Al igual que existen recuerdos sin contraparte notarial, también hay imágenes que no fueron depositadas en el banco cerebral. En mi caso, por ese puñado de fotos de distintos formatos y calidades, sé que existen los años peruanos. Mi primer pasado: cumpleaños, piscina inflable en Chimbote, un jardín, un salón, un niño cuya imagen (el peinado, la vestimenta, la pulcritud) dice más de sus padres que de sí. O no. ¿Era mío ese gesto?
¿Y Lima? ¿Dónde está la hermana de mi abuela que vivía recluida en su dormitorio, negándose a salir y a ser fotografiada? ¿Era su invisibilidad voluntaria una forma de condenar que se contase su historia de mujer desengañada y solitaria? ¿Y el olor a madera húmeda, a anticucho, a lana que impregnan esos recuerdos? ¿Y el crujir de la casona vieja de Los Pinos? Las fotos hablan con las presencias. Callan, entonces, todo lo demás. El marco incluye, es la historia oficial. El fotógrafo excluye. Sólo la memoria registra la ausencia. Los ausentes se descubren por descarte, por reconstrucción.
La lejanía de los idos, los emigrados, se mantiene en la diferencia de formatos, en la huella disímil del revelado. He vivido siempre de mudanza. En la piscina del Anauco Hilton usaba flotadores amarrados a las costillas. Eso dicen las fotos. En ese sillón donde me veo recostado con mi padre manipulé sus cajas de fósforos. Se incendió y mis manos sufrieron menos que la tapicería. Mis padres ahogaron el fuego con un cojín. Mi madre me curó con Picrato. No hay resplandores en las fotos de los cajones. La tragedia se desterró del álbum de familia con la llegada de Kodak.
Playa, piscina, montaña. Las cámaras aparecen en los lugares que rompían la cotidianidad. Su registro no documenta una vida pero notifica la extravagancia, la extrañeza, el no-lugar, la apariencia de felicidad, de
atletismo de ficción familiar que se revelaba y revisitaba para contradecir lo consuetudinario. En la rutina predigital, la cámara familiar, que solía ser una, a la que a veces se añadía otra Polaroid, no fisgoneaba tras las puertas, no capturaba la monotonía. Así, la apropiación del instante conformaba un tiempo sin miedos, paréntesis del alma, exploraciones de sensaciones novedosas que surgían con el universo del otro lado del obturador, el que debía ser para siempre. Es esa historia oficial que se reafirmaba a la hora de elegir las fotos reveladas para el portarretrato. Así, el paisaje vacacional les (nos) pertenecía para siempre. Un espejismo previo a la era del videoclip. Ése es el cometido del álbum de familia, cuyas piezas se enmarcan y exhiben. Aún hoy, aunque sean salvapantallas.
En algún momento sucede el encuentro entre el registro visual de la fotografía y los fragmentos de imagen en movimiento que guarda la memoria. Reconocer ese lugar, aunque no el tiempo exacto. Aparejarlo con una experiencia vivida, grabada a fuego, y cuya abstracción ya puede fijarse en un espacio concreto, en una persona que nunca viste desde afuera: tú mismo. Una silueta que era bruma. Encontrarte ahí de pronto, y comprender, a partir de tu entidad física, el por qué de las circunstancias. O creer que esa información adicional de la fotografía (el detalle que hay dentro del marco, que a su vez ignora y esconde lo demás, incluyendo al fotógrafo) aporta alguna explicación y no sólo attrezzo. Pero ahora, quizás no antes, está allí la duda sobre lo previo y lo posterior al instante. Cómo reconstruir, entonces, una vida a partir de fotogramas, tan subjetivos como el propio recuerdo verbalizado o escrito.
De todo aquello que podría jurar que ocurrió durante los años que viví en el edificio Padamo, quizás lo único verídico sea la melodía del heladero y el sabor intenso de uva artificial de los BatiBati. Unos años después, en la Mayher, acostumbraba a subir a la espalda del patio, a un cerro donde podía mirar las casas vecinas. A la derecha vivía una familia china y por su jardín paseaban gallinas y otros animales de corral. Yo solía caminar por los techos de la casita de servicio, del cuarto de las bombonas de gas y de la casa, y por la cornisa estrecha que los separaba. En esa casa sentí la soledad. Y esa sensación es más fuerte que todas las visiones, impresas o no. El silencio de una casa grande puede acalambrarse para siempre en los huesos. Como crecer en los ochenta era estar condenado al papel tapiz, asfixiante, casi siempre de flores; como ahora el gotelé ocupa las casas como ácaros decorativos. Papel tapiz de azulados pétalos trillizos que se borraron de la memoria pero que aparecen en las fotos disimulados con carteles, afiches y recortes de animales y jugadores de béisbol, escudos, banderines y objetos. Metáfora ésta del disimulo y el artificio que también fabrica un individuo al reconstruir su memoria. Obligada, quizás, estrategia de sobrevivencia, antídoto del suicidio o la frustración permanente.
En estos papeles, reliquias de un técnica obsoleta, se presiente la importancia del recuerdo y la perpetuidad, la importancia real y la que le confería la familia, a pesar de los ordinarios vicios del fotógrafo amateur, que ahora, cuando se puede apreciar y eliminar al instante la imagen en pantalla para repetir la captura, parecen entrañables: si hay algo que despierta la melancolía es esa humanidad atestiguada por el pulso aficionado y el dedo torpe que produce la imagen borrosa, la mancha del dedo en el lente, el plano fuera de encuadre, el flash que encandila, aplana y lava los rostros. Un dedo que a veces ocupaba todo el marco, un pulso que podía anular todo detalle.
Al tocar ese papel grueso, impreso, tritono o con una cuatricromía degradada, desconocedor del retoque digital, sabes que sí, que la historia puede ser una mentira pero no tu presencia en ese lugar. Gérard Macé afirma que “como el mundo de las apariencias es propicio a las paradojas, nos parece que la realidad existiría un poco menos si fuésemos capaces de darle la vuelta para ver su reverso y sus dobles, en los espejos, las imágenes del sueño y los marcos de agua: fenómenos pasajeros, apariciones efímeras”. Así sucede con la foto familiar. Existe su reverso en el mismo papel, en las caligrafías con una dedicatoria, una información complementaria, a veces para el ser lejano a quien se le envía por correo postal, otras para sí mismo. Pero también en la intangibilidad y la deducción posterior: observas la poca destreza de quien acciona la cámara casi siempre en un instante de alegría, una felicidad que se exige: sonrían, miren al pajarito, digan cheers. Y, de esa manera, el fotógrafo se retrataba a sí mismo, a su pesar. Mirar la fotografía malnacida evoca a quien la tomó, que aparece tras ella en una conjunción casi factual de la imagen capturada y la representada. El retratado mira: se juntan así la vista que mira y la vista del mirado, como afirma François Cheng, y “ambas vistas se encuentran para formar una perfecta adecuación, un milagroso estado de simbiosis, y todo ello de un modo despreocupado, como en un estado de gracia”.
La memoria reconstruye a su manera y a veces quiere negar la evidencia del pestañeo que descontextualiza el momento y su secuencia en el discurso temporal. Al mismo tiempo, da contexto a la vivencia abstraída y esculpida por la mente. Son fuerzas opuestas que conviven con tensión para plantear las preguntas que rompan el anquilosamiento que siempre acecha al recuerdo, o que lo muta en silencio. Quizás sea necesaria la intervención, más que destrucción, de esas formas estáticas de recuerdo para desacralizar y redimir. Para hacer las paces. Porque, como ha escrito Berger sobre los retratos de El Fayum, “confirman que, pese a todo, la vida fue y es un don”.
Doménico Chiappe
Doménico Chiappe (Lima, 1970) es periodista y escritor. Es autor de libros como la novela Tiempo de encierro (2013) o el ensayo Tan real como la ficción (2010). Cédula de identidad, su libro de crónicas sobre Venezuela, apareció a finales de 2014. Su trabajo multimedia ha sido incluido en la antología ELC2. Vivió en Caracas e Isla de Margarita entre 1974 y 2002. Actualmente reside en Madrid.