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Venezuela para incautos

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El majestuoso Salón de Columnas del Círculo de Bellas Artes se ha convertido en un espacio de propaganda casi escolar: carteleras con minúscula información, imágenes de baja calidad, iluminación deficiente. Ningún detalle que pueda concederle el rango de “exposición” y nada que justifique que la institución madrileña empeñe su prestigio al contener, aunque sea por tres días, este despliegue de propaganda política y fuerza financiera. Quienes estudiaron el bachillerato en Venezuela, como yo,  allá en los ochenta, encontramos reminiscencias de aquella Semana Bolivariana que cada año celebraba el natalicio o la muerte o la firma o la subida y bajada del Chimborazo, o un delirio o una batalla, de Simón Bolívar. Los alumnos estábamos obligados a hacer una cartelera temática sobre alguna de las gestas patrióticas del prócer. Recuerdo que en mi instituto la dirección tuvo que intervenir con severidad cuando un alumno, de apellido con abolengo, aseguró que Bolívar había muerto de sífilis. No terminó en expulsión, pero prohibieron hablar sobre el tema. Algo parecido a ese germen mitológico escolar crece en el jardín de la propaganda chavista y cambia la cartulina y los rotuladores por carteles de imprenta para sostener su versión oficial.

El Círculo de Bellas Artes convertido en una especie de Ifema, un no-lugar para una no-exposición, que exige el documento de identidad para entrar. El DNI pasa por un lector digital y se imprime una acreditación al momento: “visitante” de la “Expo Venezuela de Verdad”.

—Primera vez que me piden el DNI para entrar a una exposición —digo a la señora de acento argentino que atiende.

—Es para que no entre todo el mundo.

—¿Y eso?

—Imagínate qué sería esto si pudiera entrar cualquiera.

Quizás ese “mundo” que no es bienvenido sean esos venezolanos emigrados que se han manifestado en la calle con pancartas hechas a mano. Otro país que no cabe en el discurso gubernamental.

La amable señora me advierte:

—Debes subir por aquel ascensor (el montacargas), marcar el tercero y bajar una planta, o subir dos por las escaleras.

En efecto, el ascensor no abre sus puertas en la segunda planta del Círculo de Bellas Artes, como es usual. El público debe entrar solo por la puerta que separa el salón de las escaleras, bien franqueada por personal de seguridad que mira la acreditación. Allí, un cartel de discoteca: “Se reserva el derecho de admisión”. Esta “exposición”, a primera vista, guarda dos sorpresas. La primera, que el personal no viste de rojo. El diseño, sí. Pero la gente, a pesar de que ese color uniforma y divide a los venezolanos como si fuera un rasgo racial, aquí no se exhibe. La segunda, que en toda la exposición solo hay tres cosas que necesitan enchufarse: una gigantesca pantalla gigante que está encima del balcón del salón, uno de los aparatos de votación automática de marca Smartmatic y algunas pantallas donde se alternaban dos fotos en cada una. Lo demás, aparte de los focos y bombillas, es cartelería y, más adelante, vitrina con los productos que exporta Venezuela: menos de una docena.

La estética, como se adivina en este punto, es pobre, chimba, como se dice en Caracas. Aquí, solo cutre. Y de lectura superficial rápida: pocas letras bastan para decir la “verdad” del gobierno de Nicolás Maduro, frente al vilipendio que permean los corresponsales y, sobre todo, las redes sociales: asesinatos de estudiantes en manifestaciones pacíficas, apresamiento de políticos, homicidios, desabastecimiento de todo tipo de productos, imposición de colocar la huella digital en las cajas de los supermercados para obtener autorización para comprar... Poca cosa frente a la gran proeza que se defiende en la docena de paneles.

Tres personas muestran una de las máquinas de votación informatizada con la que se pretende simbolizar la ecuación Democracia = Procesos Plebiscitarios. Alrededor de la máquina no aparece, ni los operarios usan, la palabra “captahuella”, ya dentro del vocabulario cotidiano del venezolano. No dicen que ese sistema de registrar la huella digital como medio infalible de identificación se ha utilizado para someter y apaciguar al opositor, pues ha permitido meterles en listas como la Tascón y la Maisanta, con las que el gobierno ahonda la brecha entre los unos (vestidos de rojo) y los otros. Aquí, la demostración invita a votar por quién ganará el mundial, quién será el mejor entrenador y quién el mejor jugador.

En apariencia expedita, invulnerable, incuestionable, el sistema de votación automatizado ha sido cuestionado en varias ocasiones, por una parte, por no dejar que los observadores internacionales accedan al software, y, más reciente, cuando Capriles denunció fraude ante los resultados que conferían la victoria a Maduro por poco más de uno por ciento. En esa ocasión se pidió auditoría total de los votos. El Poder Electoral denegó que se revisaran los cuadernos de votación con las firmas manuscritas y huellas dactilares de los votantes. Solo se podía ver el comprobante de votación, que se guarda en urnas a la antigua usanza. De todos modos, en esta “exposición” los ponentes aseguran que el sistema es tan fiable que hasta la Mesa de Unidad Democrática quiere hacer sus primarias con una de estas máquinas.

—En esos casos, ¿les dan los equipos?

—Se prestan con nuestros técnicos.

—¿Gratis?                                                                                                 

—No, ellos pagan.

—Cuánto.

—No sé.

Hace tiempo que pienso en la singularidad venezolana. Cómo ha podido el país, que ha gozado de una bonanza inusitada por el alto precio del barril de petróleo durante quince años, y sin oposición real ni efectiva, llegar a niveles de debacle social, económica y moral. Por qué la caída en picado no ha sucedido en Brasil, Ecuador, Bolivia. Como epifanía surge el verbo. El efecto de la retórica. Del discurso incendiado de simplismo y dicotomía. Primer paso, la creación del enemigo invisible, bajo abstracciones: los oligarcas, los neoliberales, el imperio, los burgueses. Señalar el aire. Ahí están, quieren devorarte. Los fantasmas, como las conspiraciones y los intentos de magnicidios, nunca se materializan ni siquiera en un puñado de pruebas, pero poco importa. Están allí, siempre entorpeciendo, siempre confabulando.

El verbo cala. El nosotros contra ellos, aunado a las prebendas que causaron un efecto doble en quienes la recibían: cómplices y mendigos. Debido a la destrucción del aparato productivo —que hubiera permitido buscar trabajo y ganarse la vida— por medio de políticas para neutralizar capital e iniciativa privados, solo quedaba, para aquella parte de la población que creía en el discurso que emitía Chávez, vestirse de rojo. Ser venezolano es “recibir” lo que el dador supremo quiere darle. El dador supremo es muy generoso, desde luego. Hasta 1998, el dador supremo en Venezuela fue el Estado. Cuando llegó Chávez, lo desmanteló para crear agentes paraestatales que sirvieran al culto a la personalidad. A partir de 1999 ya no daba papá Estado. El que daba era Chávez. Aún hoy lo hace a través de Maduro.

Si algo muestra entrelíneas esta “exposición” es ese simplismo retórico efectivo. Así que, a partir de ahora, vamos a concentrarnos en el lenguaje empleado y su mensaje. El gran cartel que recibía a los visitantes se titulaba “Poderes públicos venezolanos: ejercicio auténtico de soberanía” y exponía en algo más que setenta líneas cómo los cinco poderes públicos (Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Ciudadano y Electoral) son “expresión soberana de la República que el Pueblo (así, en mayúscula) decidió construir hace 16 años”. Detengámonos un momento para entender qué significa “pueblo” en este contexto: coartada y entelequia. Eufemismo del caudillo. Pueblo = Caudillo. Otra ecuación clave.

Volvamos al primer cartel. Los poderes públicos “autónomos” son “escogidos por una mayoría de la Asamblea Nacional y no por instancias del gobierno”. Desde luego, no mencionan la reforma que hizo el Poder Legislativo de mayoría chavista en 2009, ante la perspectiva de perder las elecciones de 2010. Antes, se asignaba el número de escaños de acuerdo al porcentaje de votos recibidos, fuera nominal o en listas. Un hombre, un voto. La Ley Orgánica de Procesos Electorales dividió el país en circunscripciones, algo más de cien, cuyas fronteras no fueron trazadas con tacitas de té sobre el mapa, sino con los datos de beneficiados por las misiones del gobierno (ese sistema paraestatal de propaganda personal del caudillo). A aquellas con mayoría oficialista se les dio, así porque sí, más escaños a elegir, amparados en un enrevesado sistema de distribución de votos. Los estados de mayor población, y con mayoría opositora, tenían un techo de diputados: tres. Y en estas bolsas encerraron a los electores que no les favorecían en las encuestas. Por ejemplo, en un estado de población media, Carabobo, el principio de proporcionalidad hubiera dividido el parlamento en cinco para un bando y cinco para el otro. Con el estado dividido según la nueva ley, el chavismo tuvo ocho diputados con medio millón de votos y la oposición dos, con algo más de 450.000. Tampoco se narran los comienzos de esa autonomía de los poderes: después de la palabra, fue el dedo. Y se asignó, entre los incondicionales, a todos los representantes de los poderes, durante la “transición”, un periodo oscuro y sin ley que transcurrió como colofón al “proceso constituyente” en que no había más ley que los designios de una docena de fieles a Chávez, y señalados por él, reunidos en el “Congresillo”.

En este cartel dice que los “venezolanos y venezolanas (…) rechazamos los ataques a la democracia con 24 elecciones en 16 años”. Y sigue exponiendo datos: “Solo en 2014 se realizaron 263 consultas al pueblo”. Una por cada día laborable. A veces dos.  Un pueblo que va a votar, o a aclamar, de lunes a viernes. He escuchado que uno de los puntos positivos del populismo es, precisamente, popularizar (suelen llamarlo “democratizar”) la política, con este tipo de consultas, a veces plebiscitario a veces asambleario. ¿Pero quiere una persona productiva, interesada en sus asuntos, acudir a un centro de votación cada día? ¿Puede decidir sobre un tema quien no tiene ni remota idea? ¿Quiénes son los que sí pueden pasar sus horas en esas asambleas: parados, desocupados, mantenidos o quienes tienen un sueldo sin acudir a un puesto de trabajo? ¿Es una alternativa convertir el centro de votación en parque de juegos para los hijos y así matar dos pájaros de un tiro? Sin embargo, de las centenas de “votaciones” no hay mayor información: ni el grado de participación, ni qué se decidió. ¿Se usaron las Smartmatic en ellas? ¿O la “democracia participativa”, como la denominó Chávez en un juego de palabras que curiosamente no encontré en el Círculo de Bellas Artes, es algo más que un puñado de personas que gritan y agitan banderas?

La retórica es mística, patriótica, heroica, religiosa: “El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e invocando la protección de Dios, el ejemplo histórico de nuestro Libertador Simón Bolívar y el heroísmo y sacrificio de nuestros antepasados aborígenes y de los precursores y forjadores de una patria libre y soberana, con el fin supremo de refundar la República…” desde luego, el texto se acompaña de una foto de Hugo Chávez bajo el retrato de Bolívar, “el americano más prominente del siglo XIX”, el influjo áureo de la nostalgia bélica, la gran batalla que todavía no ha superado la psiquis del victimismo latinoamericano. La excusa perfecta para justificar la irrupción de un cacique benévolo e iracundo a partes iguales.

Al recorrer los paneles se encuentra otro titular: “Procesos electorales 1999-2015, 19 elecciones en 16 años”. ¿Y no eran 24? ¿O dijeron antes 263? No es un baile de cifras, es un perreo que continúa para retratar a la industria petrolera: aportes a la nación en bolívares (111.072 mil millones, pero con cambio a dólares oscilante y variable, sujeta a una devaluación inmensa: 900% entre 1999 y 2012 según el cambio oficial, y de 3.400% en el mercado paralelo), y luego en dólares “al desarrollo social” (23.341 mil millones). Hay que suponer que son cifras anuales. Hay que suponer también que son cifras de 2014. Ante la falta de información, confiar en los datos oficiales que no citan fuentes. Qué más da, porque lo que sí dicen es que la empresa estatal de petróleos “es una columna central de la estabilidad económica, del futuro del país, en esta lucha por la independencia que estamos dando”. Así que qué importan los hechos, los resultados, las cifras.

Lucha, independencia, Bolívar, Chávez, batalla, misión… siempre la metáfora de la guerra, la paranoia perpetua, los trazos imaginarios de las fronteras, el acoso del enemigo acechante.

En este perreo de cifras hay también cierta manipulación naif en los gráficos. Por ejemplo, en “Esperanza de vida”, que subió de 72% a 75%, entre 1998 y 2014, la barra del 75%, pintada de rojo, es cuatro veces más alta que la de 72% (como si ese 72% fuera un 20%). En ese sentido, está mejor hecho el gráfico de “Inversión pública en salud (en miles de bolívares)”, aunque sospecho, benévolamente, que el “miles” es miles de millones, aunque ningún responsable se percate de la errata, tan humana. 0,2 en 1995/ 7,9 en 2005/ 20,4 en 2009/ 88,8 en 2013. Lo que no se dice es que el aumento es muy relativo debido a la devaluación y a la inflación, que hasta 2012 tuvo un promedio de 20% anual pero que en 2013 era de 56,2% y alcanzó 68,5% el año pasado. Con un cálculo al vuelo, me parece que 88,8 mil millones de bolívares de 2013 es mucho menos que 0,2 mil millones de bolívares de 1995, una vez que se deduce inflación y devaluación anual. Si me equivoco, disculpen. Es culpa de la lambada. La lambada estuvo de moda cuando yo salía del colegio y, quizás por eso, todo lo que encuentro en la “exposición” me parece tan escolar.

Por otra parte, en el mismo cartel hablan de tres millones de “operaciones quirúrgicas” del “programa de salud visual” en Cuba, y seguramente en el apartado de inversión se incluye la “Misión barrio adentro” o sus continuaciones, donde se “importan” médicos cubanos para que atiendan a quien acuda, al margen del sistema sanitario público, en casas decoradas con fotos de Chávez y Fidel y otros próceres de la revolución cubana. Estuve allí hace un par de años y, sin apenas mirarme, me dieron un sucedáneo de ibuprofeno. Hay espacio para las promesas también, para la campaña permanente. Como si el gobierno que asalta Madrid con su propaganda no tuviera tres lustros con un poder casi total: 20.000 médicos se forman en “universidades de reciente creación”. Me pregunto qué ha pasado con las otras universidades públicas, que también imparten medicina, como la Central de Venezuela y todas las demás regionales, en donde los estudiantes estaban obligados a trabajar dos años en zonas rurales antes de graduarse. Me consta que ahí estaban: los encontré incluso en las remotas selvas irrigadas por el Orinoco. Pero a ellos, puesto que las universidades se han mantenido al margen del chavismo, no se les menciona. Se opta por “crear” un conglomerado paralelo de “universidades”.

Dice otro cartel: “4,7 millones de personas han dejado de pasar hambre en los últimos 16 años”. Y esto, aunque sin saber cómo llegaron a este número, me lo creo. Por aquellas calles venezolanas he caminado y preguntado al chavista de a pie, el que apoya al gobierno (al menos hasta el inaudito desabastecimiento de alimentos generalizado en el país).  “Ahora comemos chuleta, antes qué comíamos”, me dijo una mujer un día y se me quedó grabado como la gran frase que permitió que la retórica mesiánica, revanchista y autárquica calara hasta los huesos, se incrustara en el pensamiento popular, creciera como bola de nieve que se convierte en alud y no deja más alternativas que agachar la cabeza. Más datos: “la desnutrición en menores de cinco años ha disminuido del 5,3% al 3,4%” y “la subnutrición ha caído del 21% al 2%”. No citan fuentes, pero es posible. Solo que ahora, la ineptitud, la dilapidación, la falta de visión y la corrupción pasan factura: según un organismo que antes reconoció la lucha contra la pobreza del gobierno venezolano, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), y que siempre parecía un aval internacional, Venezuela fue el único país de la región donde la brecha y la severidad de la pobreza se incrementaron, con una tasa de pobreza en aumento: pasó de 25,4% al 32,1% entre 2012 y 2013, siempre según datos oficiales. Un estudio recién publicado, realizado por tres universidades venezolanas, indica que la pobreza ha superado los niveles previos a 1998, cuando era de 45%: en 2014 ya era de 48,4% de la población.

En la “inclusión social” se dan varias cifras triunfalistas: desde 2007 el paro está por debajo del 7%, pero al lado hablan de que el “sector informal” (es decir, aquellos que sobreviven sin declarar ingresos, generalmente con la reventa ambulante) es de 39,7% en 2014. Dice: “Por mandato constitucional, el salario mínimo debe incrementarse a medida que aumenta la inflación”, pero el sector informal, cabría comentar, no se beneficia de ese ajuste automático. De hecho, siempre según la Cepal, “solamente en la República Bolivariana de Venezuela se produjo una caída significativa del salario medio real (del -4,4%), como resultado principalmente de la aceleración del proceso inflacionario”.

Una y otra vez lo que no se dice, pero que podrían completar las frases con paréntesis: “842 emisoras de radio, 119 cadenas de televisión en abierto” (todas en línea con las instrucciones del gobierno, o se les clausura, como a Radio Caracas Televisión, que fue el primer canal privado del país); “Más de 500.000 hogares cuentan con Televisión Digital Abierta” (para no ver las cadenas nacionales que asaltan el espectro de televisión y radio, en el que el mandatario puede hablar durante varias horas); “43 parques nacionales” (el primero de 1937, el penúltimo de 1993. Los chavistas solo han creado uno en 16 años, hace un par de meses); “Una red de museos, catorce a nivel nacional” (los más importantes ya existían antes de 1998 y también eran gratuitos); “Está prevista la dación en pago” (sí, desde que tengo memoria). Paremos un momento en otra cifra: 700.000 viviendas de protección oficial en 3 años. Como en otras ocasiones, no hay manera de comprobar la veracidad de la información. Cuando afirmaban que eran 350.000 a principios de 2013, una organización no gubernamental de larga trayectoria en la defensa de los derechos humanos calculó que no llegaban a 100.000. Para entonces, incluso con los datos oficiales, el gobierno de Chávez seguía siendo el que menos casas por año había entregado a la gente de bajos recursos. Pero aquí los logros no se contrastan. Ante la perplejidad, la credulidad. Cosas del discurso.

Y llegamos por fin a aquello que no había en la Semana Bolivariana del colegio. Una barra con ron venezolano gratuito. Pero, a esta hora, está cerrada. Habrá que esperar. O irse fuera, y comprar el licor en el supermercado y beberlo en la acera, como hacíamos, mis amigos y yo, cuando estudiábamos en el instituto.