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Lujo y caridad

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La caridad, que en el siglo XIX era un pasatiempo de los ricos, hoy en día, ya en manos de banqueros, clubes deportivos, políticos, actores, empresarios, publicistas o técnicos de mercado, se convierte no pocas veces en un gran negocio. Cuando menos, salta a la vista que la relación actual entre altruismo y publicidad (o autobombo) se ha complicado sobremanera, y que el uso publicitario que se hace de la imagen de quien supuestamente ayuda a socorrer al necesitado se materializa en prácticas que no por ser habituales resultan menos inmorales y despreciables.

Hace un tiempo vi en una revista femenina de las pijas (aunque lo mismo podría haber sido en cualquier suplemento dominical de periódico) un reportaje titulado “Lujo y Solidaridad” que consistía en fotos de tipas muy ricas y/o poderosas vinculadas a distintas fundaciones solidarias, retratadas junto a modelos vestidas lujosamente. En ese caso, como en otros muchos, quieren que asociemos (¿inconscientemente?) una carita guapa o un cuerpo estilizado con una marca o causa, sin que necesariamente medie ahí ningún tipo de argumento lógico. Y al parecer les funciona bien. Con esa finalidad publicitaria se crean grupos y asociaciones de frivolidad criminal en los que caen no pocos de los llamados artistas y famosos en general. Pero, ¿es que nadie ve contradicción ni inmoralidad en estas cosas? ¿Se trata quizá de una confusión moral planificada?

“En las masas, las ideas más opuestas pueden coexistir sin estorbarse unas a otras y sin que surja de su contradicción lógica conflicto alguno. Ahora bien: el psicoanálisis ha demostrado que este mismo fenómeno se da también en la vida anímica individual, así en el niño como en el neurótico.” (Sigmund Freud: “Psicología de las masas y análisis del yo”, 1921).

Sufrimos entonces, como masa, una regresión colectiva al peor infantilismo, a una especie de estúpida neurosis. No cabe duda de que la televisión, las estrellas de la canción, del cine y del deporte, las Casas Reales y todo tipo de carne de revista frívola tienen gran parte de culpa en todo esto. Quizá los muy pudientes aficionados a la ostentación se autodisculpan y animan pensando en aquellos que gastan mucho más que ellos, que siempre los hay exhibiéndose por las mismas revistas y pantallas. Es una especie de competición absurda en la que a veces se juega con ese presunto altruismo.

Me dirán algunos que también la vanidad puede ser enemiga del egoísmo y conducir a ciertos ricos y vanidosos a producir, con menos esfuerzo, los mismos o mejores efectos que el más puro amor al prójimo. Otros, también estrategas del realismo y enemigos de lo que llaman teoría, añadirán que muchos aspectos de la política que hacen los políticos profesionales funciona de esa manera torticera. Pero yo no creo que el problema encuentre solución por ahí.

A juzgar por la omnipresencia en los medios de este tipo de cosas, las masas consumidoras las siguen con ojos babeantes, imitan a los ricos en su querer aparentar —dentro de las posibilidades y el ambiente de cada quisque—. Unos y otros son enfermos del consumo y la ostentación, algunos también del consumo y alarde de beneficencia, todo a través de los necesarios escaparates que hoy juegan un papel fundamental en todo el asunto.

Se da una colaboración rutinaria entre algunas fundaciones caritativas y la industria del lujo, con o sin la mediación de caras famosas. Algunos dicen que las celebridades deben ser utilizadas con extremo cuidado en esas campañas debido a los fuertes vínculos entre la cultura del famoseo y la del consumo, con sus valores de capitalismo ostentoso y egoísta. Sin embargo, muchas ONGs lamentarían la pérdida del apoyo de esas voces famosas, que a veces acaban convirtiéndose en meras mascotas corporativas. Pero no olvidemos la doble dirección de ese prestigio contagioso de los ricos, guapos y simpáticos: algunas parejas y personajes endiosados por las masas consiguen que las marcas de lujo, que también ellos anuncian, parezcan sagradas, como si estuvieran por encima del bien y del mal. Y ello contribuye poderosamente a la confusión que queremos denunciar aquí.

La publicidad se dirige a resortes irracionales del público consumidor, pero mediante técnicas que no tienen nada de irracionales, técnicas planeadas, de eficacia comprobada en estadísticas y sesudos estudios de mercado.

“De nuevo nos encontramos ante uno de los aspectos más perturbadores de la civilización industrial avanzada: el carácter racional de su irracionalidad. (...). La gente se reconoce en sus mercancías, encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de alta fidelidad, su casa, su equipo de cocina. El mecanismo que une el individuo a su sociedad ha cambiado, y el control social se ha incrustado en las nuevas necesidades que ha producido.” (Herbert Marcuse: “El hombre unidimensional”, 1954).

Ya desde principios del siglo XX, y hoy más que nunca, hay millones de personas que, inducidos por la omnipresente publicidad, piensan y actúan en contra de sus propios intereses racionales, los de todos nosotros. Los ricos y famosos que se prestan al juego del chantaje sentimental y otras técnicas moralmente podridas, al tiempo que viven forrados en marcas de lujo, son parte del problema. Nos hemos hundido en una cultura global del “quiero y no puedo”, cuando lo que haría falta sería saber decir: “¡puedo y no quiero!” o “¡ni puedo ni quiero!”. Y, de propina, decir también, por ejemplo: ¡Meteos por ahí vuestro dinero, vuestras joyas, guardaespaldas, coches blindados de lujo y demás imbecilidades! Y no queráis confundirnos con contradictorias pretensiones de caridad dentro del gran despilfarro que también promocionáis. ¡Maldita caridad la que promociona al mismo tiempo el consumismo masivo e idiota!