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La turbulencia

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En el momento de su muerte, que tuvo lugar en Chicago en 1973, nadie había visto la obra de Henry Joseph Darger (nacido en 1892). Nadie había visto los centenares de dibujos y de collages cuidadosamente guardados en baúles. Ni siquiera los más cercanos sospechaban de su actividad artística. Es más, ni un solo lector se había inclinado sobre las decenas de millares de páginas que este escritor compulsivo había acumulado a lo largo de su vida. Fueron precisas una carambola de circunstancias y la intuición del fotógrafo Nathan Lerner, propietario de la habitación alquilada en el 851 de la Avenida Webster, para que el colosal batiburrillo producido por el artista a lo largo de los 40 años que vivió en ella no acabase en un contenedor de basura. Hasta podría hablarse de un milagro, ya que Darger, en la cama del hospital, le había pedido a Lerner, a la sazón su legatario universal: “tírelo todo”. Y fue cuando éste entró para tirar a la basura los estratos de materiales apilados cuando la guarida reveló todo su misterio. La habitación ya no se volvió a alquilar; Nathan Lerner la convirtió en cuarto oscuro, aprovechando que el paso del tiempo había cubierto las paredes de una pátina polvorienta surgida de la estufa de carbón del anterior inquilino.

Con el tiempo, la obra de Darger recorrió su camino, conquistó el corazón de los coleccionistas apasionados y acabó por alcanzar el mercado. Franqueó los sucesivos umbrales del reconocimiento, primero con el salvoconducto del art brut, hasta que se integró en el arte contemporáneo; la prueba está en que puede contemplarse en las paredes de los Museos de Arte Moderno de París y Nueva York. Y menos mal, ya que la etiqueta de art brut, como todas las etiquetas, acaba siendo una categoría tan volátil que tanto describe una cosa como su contraria. Desde Dubuffet, sus seguidores arrojan ahí dentro, indistintamente, a autodidactas, pirados y otros tipos raros; los anglosajones han compensado este exceso reagrupando bajo la bandera de outside art a los marginales y el arte popular, lo que tampoco aclara demasiado, ya que a fin de cuentas hay tantas particularidades como individuos. Y sin embargo algo hemos de agradecer a las categorías, ya que gracias a ellas Darger ha llegado hasta nosotros.

En efecto, el sigiloso Darger, bedel de día y pintor y polígrafo de noche, escribió a partir de la década de 1910 y a lo largo de 20 años los sucesivos capítulos de una obra de 15.000 páginas que relatan la Historia de las Vivian Girls, en lo que se conoce como los Reinos de lo Irreal y de la Guerra glandeco-angeliniana causada por la revolución de los niños esclavos. Su escritura se vio expandida en la pintura; hacia los años 30, no solamente retomará los acontecimientos de la guerra atroz sino que se emancipará a la vez de la matriz inicial, dirigiéndose a horizontes menos catastróficos pero amenazantes en cualquier caso. El conflicto enfrenta a las naciones católicas, Abbeiannia, Calverinia y Angelinia, contra Glandelinia, la nación atea que ha sometido a los niños. Dada la fecha de su redacción, es posible encontrar ecos del delirio carnicero que poseyó al Viejo Continente durante la Gran Guerra.

Darger también sucumbió al embrujo de la guerra de Secesión, que vio a los confederados, partisanos de la esclavitud, luchar contra los partidarios de la Unión. Por cierto, los glandelinos, como horripilantes esclavistas que son, visten uniforme gris con botonadura doble, como los sudistas. Las siete Vivian Girls, princesas de Abbeiannia, tienen precisamente la misión de acabar con la esclavitud de los niños y poner fin al cruel reinado de los glandelinos, tan aficionados a las evisceraciones y a todo tipo de torturas infligidas a los niños. En medio de esta batalla general, las siete mensajeras se convierten en espías, en heroicas estrategas, en virtuosas de las armas de fuego que desbaratan una y otra vez las trampas de sus enemigos con la fuerza de sus diez años. Tanto en sus libros como en sus dibujos, Darger describe un mundo belicoso atravesado por el riesgo, sometido a gran tensión, expuesto a diversos peligros, consagrado obsesivamente a la oposición entre los adultos y los niños. Estamos lejos, muy lejos de una visión inocente de la infancia, de la ñoñería acidulada de las viñetas de la época, y todavía más de la fantasía asociada al universo del Mago de Oz en los catorces libros que se publicaron entre 1901 y 1914, aunque Darger se inspiró, si bien libremente, en ellos.

Una infancia violenta, siempre acosada por la autoridad: eso es lo que resuena en sus pinturas y lo que traza, como filigranas, las líneas de su destino. Internado en una institución para niños retrasados, experto en fugas, mozo en un hospital católico, asiduo asistente a los servicios religiosos, en Historia de mi vida (Story of my Life, 1968-1972, siete mil páginas) cuenta las vicisitudes de su camino, da cuenta de sus más que difíciles relaciones con sus superiores y habla de su carácter levantisco (incluso “malo”, como llega a precisar). Pero en esa autobiografía de varios millares de páginas Darger no dedica más que doscientas a su propio retrato, pues encuentra preferible concentrarse en los estragos de un tornado que devastó Illinois. Ese fenómeno tuvo lugar realmente en la primavera de 1906. El autor se vuelca en trasladarlo: le atribuye un nombre encantador e infantil, Sweet Pie (que es como si lo llamase Bizcochito), mientras se recrea en la descripción sin fin de los destrozos. Aquel tifón, que en sus memorias aparece antropomorfizado y con el don de la palabra, arrastra fatalmente a los innumerables niños atropellados por los glandelinos y no es sino otra muestra de la pasión que Darger profesa por todo tipo de catástrofes naturales, sean incendios o tempestades de nieve. Los cielos que dibuja serán siempre inquietantes, sobrecargados. Él mismo, en los Weather Reports (boletines meteorológicos) que mantuvo entre 1957 y 1967, iría anotando las divergencias entre las previsiones de las noticias y la realidad. Esa obsesión, patente en su escritura y en sus dibujos, revela no sólo la preocupación por los meteoros sino también el régimen del exceso que dominó toda su obra. El desmesurado formato de los dibujos, la profusa paginación de los libros, y sobre todo la representación de las Vivian Girls, tanto desnudas como vestidas, graciosamente provistas de órganos sexuales masculinos, suponen joviales transgresiones a todos los géneros imaginables.

Un buen ejemplo es La batalla de Calverhine, obra realizada entre 1920 y el comienzo de los treinta: un inmenso collage de tres metros de largo y algo más de uno de ancho, vencido bajo el peso de los papeles y elementos superpuestos y coloreados y las capas de barniz. Entre el humo de las explosiones, los soldados se precipitan los unos contra los otros en un caos infernal. El cielo nocturno, estremecido por las explosiones de la artillería, participa de la masacre de las furiosas tropas, ejemplo paradigmático de la estrecha relación, tan propia de Darger, entre los cataclismos humanos y los naturales. Este alarde pictórico que Choghakate Kazarian, comisario de la exposición de París, compara con La batalla de san Romano, pintada por Paolo Uccello en 1456, representa el origen del relato imaginado primero y pintado más tarde por Darger. Es decir, el punto de partida de las hostilidades donde las naciones católicas comenzaron su lucha contra los glandelinos, abyectos acosadores de niños. En las fotografías de su dormitorio-taller se distingue La batalla de Calverhine apoyada contra la pared, como si todo se hubiese realizado a la sombra que proyecta. En efecto, y esto es significativo, la saga se inicia en ese lugar, y es en ese espacio donde se desencadena todo el proceso. Darger lanza al camino a sus regimientos, disponiendo minuciosamente el espectáculo que se avecina. Elabora los planos de los territorios invadidos, dibuja el terreno donde se desarrollan todas las operaciones, diseña las banderas de cada unidad y nombra a centenares de generales cuyos nombres, prudentemente, consulta en sobres para no equivocarse en su rango. Calverhine constituye la materia prima de un brote monstruoso que ira amplificándose.  A primera vista, un espectáculo así parecería insoportable incluso sin mencionar las escenas de sadismo extremo fomentadas por los glandelinos. Y sin embargo, cuando se examina el curso de esta aventura, todo parece ajeno, como suspendido, distanciado, y curiosamente eso se sustenta en la técnica, digamos en la elección de los medios. Resulta que Henry Darger estaba convencido de que no sabía dibujar. Para superar su incapacidad calcaba con papel carbón. De ahí el meticuloso muestrario de su cuarto, donde acumulaba atadas son sumo cuidado las revistas ilustradas, los periódicos y los tebeos en los cuales encontraba sus modelos.

El trazo negro o azul con el que esbozaba los personajes revela que recurría al calco, que rellenaba con una viva coloración en acuarela o guache. Como efecto inesperado, la composición en colores planos instala a cada personaje en su propia superficie, concediéndole un frágil refugio frente a la amenaza del mal, una especie de retirada, la momentánea resistencia a entregarse a la desmesurada crueldad que lo asedia. La técnica permite de paso multiplicar y cruzar cuanto se quiera los calcos, como se ve de manera muy evidente en el caso de los blenginos: extrañas criaturas fantásticas que protegen a los niños y cuya naturaleza medio animal, medio humana, pertenece a los dos reinos. Dotado de cuerpo de dragón, cola de serpiente, alas de mariposa, cornamenta de carnero, e incluso torso de ondina, el blengino celebra con su gran envergadura el triunfo de la hibridación generalizada. Por eso Darger se veía obligado a diversificar constantemente sus fuentes documentales, o lo que es lo mismo, a acumular en su apartamento todo lo que recogía en la calle. Un procedimiento tal favorece la escalada de los motivos decorativos que, en los últimos años, se imponen al horror, lo cual no quiere decir que en los antes tormentosos cielos brille ahora el sol. Es comprensible que, acompañado por tal turbulencia, Darger tendiera al encierro en su fortaleza, donde se dedicó a conversar con los demonios que lo asaltaban sin tregua. Sólo hay una cosa que recuerdan sus vecinos, y son los murmullos del misterioso inquilino: probablemente las conversaciones que mantenía en voz baja con sus numerosos invitados, que se acercaban a vigilar las fases de preparación de la obra que les garantizaría la existencia. El asunto debía de despertar encendidas discusiones, ya que por lo visto Darger, perseguido por su elenco de fantasmas, cambiaba sin cesar de registro de voz.

Ya que hemos tenido la suerte de disfrutar de una obra en principio condenada a la destrucción, dediquemos un pensamiento a la melancólica fotografía sin fecha de Darger y su único amigo, William Schloeder, tomada en el parque de atracciones de Riverview en Chicago, que luego se demolió y fue sustituido por un centro comercial. Los dos amigos están sentados delante de un trampantojo que representa el andén de un tren de la época de la fiebre del oro, y sonríen a cámara. Encorbatados y vestidos como príncipes, nuestros dos hermosos desconocidos, arrojados al anonimato de sus vidas, tienen a los pies una pancarta con una leyenda irónica: We’re on our way (Estamos de camino). Ahora está claro que vienen hacia nosotros.

 

La exposición dedicada a Henry Darger en el Museo de Arte Moderno de París puede visitarse hasta el 11 de octubre. 

Traducción: Bárbara Mingo.