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Anna Halprin: ¿Por qué bailar?
Se tiende a pensar que la capital de la danza postmoderna en los años 60 era Nueva York. Se recuerda siempre el nombre de Merce Cunningham, pero a veces a costa de olvidar el de Anna Halprin, que, desde su sede en San Francisco, encarnó el corazón de aquella revolución.
Icono de la danza americana, iconoclasta, rompedora de tabúes… sobre Anna Halprin se ha dicho de todo. Efectivamente, a sus 96 años, ha acumulado tanto rupturas como cambios de dirección, renovando de arriba abajo los modos de representación habituales en la danza.
Distanciándose del repertorio mítico de las grandes figuras de la danza moderna, como Martha Graham (1894-1991), Doris Humphrey (1895-1958) o Charles Weidman (1901-1978), fue ella quien, desde San Francisco y al principio de los años 60 estableció el tono de aquello que se ha conocido como « danza postmoderna ». Una crítica a diestro y siniestro, en todos los frentes, que ahonda tanto en el papel de la improvisación y la interpretación como en el lugar del intérprete, el espectador o la música. Fueron los seguidores de sus enseñanzas los que llevaron dicha revolución a la Costa Este. Algunos de ellos, como Trisha Brown, Simone Forti o Yvonne Rainer participarían de la aventura radical del Judson Dance Theater (1962-1964), que preconizaba una saludable simplicidad que relegaba al armario toda la quincalla psicológica que había llegado a asfixiar a la danza. Pero ser una precursora no es suficiente, ya que en los años 60, como recuerda con humor la periodista Holly Brubach, en California no podía pasar nada serio, o eso se pensaba, ya que la suavidad del clima se oponía al rigor del de la Costa Este, fuente innegable de creatividad según la moral calvinista en vigor, que asimilaba el mérito al sufrimiento. En consecuencia, Anna Halprin tardó en ser alcanzada por la celebridad. A la postre, ese retraso acabaría por revelarse beneficioso, ya que la distancia se muestra particularmente fructífera cuando permite la tranquila exploración de nuevos territorios. Por eso, fuera del peligro del guirigay mediático y bajo el sol californiano, no dejará de hacerse una y otra vez la pregunta : ¿Por qué bailar ? Una interrogación en la que profundizará a lo largo de todo su recorrido en busca de un recuerdo que la persigue desde su más tierna infancia.
La constelación danzante
En Portraits of Faith, un vídeo de 2013, Halprin explica que cuando tenía 5 años aistía todos los sábados con sus padres al culto en la sinagoga en un barrio de Chicago. Allí, desde la zona reservada a las mujeres, observaba a su abuelo levantar los brazos al cielo, patalear en el suelo y entregarse por completo al fervor de la plegaria colectiva. Con su barba blanca y el pelo rizado, se parecía al retrato que ella se había compuesto de Dios: un sabio venerable y melenudo, igual que su abuelo. Una vez terminada la liturgia, iba a reunirse con él. Nathan sólo hablaba yiddish ; la estrujaba entre los brazos, y volvían a casa. En el camino de vuelta, Anna tenía la impresión de marchar en danza con el mismísimo Dios. Hoy en día, el impacto de esta escena no ha acabado de resonar. Anna no ha dejado de intentar acercarse a una forma de danza que para ella tuviera la misma fuerza y autenticidad que la que arrastraba a su abuelo.
La constelación Halprin mantendrá en su composición una relación particular con esta herencia. A ella volverá una y otra vez mientras recorra su trayecto, y no forzosamente sobre su aspecto religioso sino más bien como una puntuación bondadosa que le permite continuar con su trabajo, asumir la soledad que implica toda marcha contra la norma. El título de su tesis (Hebreos, un pueblo danzarín, 1942), defendida ante el departamento de Danza de la Universidad de Wisconsin, ya hace alusión al tema. Pero lo más impresionante a lo que se puede echar un ojo en internet sigue siendo la danza creada para exorcizar su cáncer (1975). La vemos de espaldas, con una larga capa con capucha: grita, llora, gime, igual que un animal herido, frente a la radiografía de su cáncer, mostrando el lugar del tumor. Recita el Kaddish, la oración de los muertos de la tradición judía, con el fin de purificar esa parte de sí misma asediada por lo tenebroso. Poco después, la facultad constata la desaparición de la enfermedad, su remisión completa. Aparte de su cualidad casi chamánica, nunca reivindicada por Anna Halprin, el aspecto extremo de las acontecimiento traduce toda la importancia que ella otorga al instante presente. Es llamativa la analogía entre ese cara a cara turbador y la identificación total de su abuelo con el rito, analogía que será conjugada con obstinación en todas sus coreografías.
La naturaleza en danza
Estar ahí, he ahí el reto. Hizo falta tiempo para emerger de los años 40 a los 50, una veintena de años antes de florecer con la Generación Beat, que como ella se iba a interesar más en las cosas cotidianas, con la puesta en ruta, pero que sobre todo estaba empeñada en saltar el abismo que separa la vida del arte, o el arte de la vida. Pero antes de ganar ese horizonte, una palabra sobre Lawrence Halprin, su marido desde 1940, sin el cual esta aventura no habría podido llevarse a cabo. Inscrito en la misma universidad que ella, pero en la especialidad de Horticultura, el azar de las circunstancias quiso que se reencontrasen más tarde. O, ya que el destino no incurre en la tacañería, durante una visita al taller de Frank Lloyd Wright por sugerencia de Anna, Lawrence descubrió su pasión por la arquitectura. Gracias a una beca se incorpora al taller de Walter Gropius en Harvard, donde imparte cursos el ex director de la Bauhaus, huido del nazismo. El estudiante de horticultura acaba formándose como arquitecto paisajista y se empeña en aplicar lo social al urbanismo, siempre interesado en el espacio público y su relación con el medio ambiente; será un punto de referencia constante para Anna. No sólo compartirán métodos sino que organizarán talleres a medias. También será él quien la incite a elegir San Francisco antes que Nueva York; él quien, al principio de los 50, dibujará los planos de la ampliación de su casa de Kentfield, los planos de la plataforma de danza que desempeñará un papel determinante en la evolución de Anna Halprin. Ese espacio al aire libre, flotante a metros del suelo y flanqueado por encinas y sequoias se convertirá, con buen tiempo o bajo la lluvia, en el estudio privilegiado de Anna. Lugar de repeticiones, escenario de espectáculos con capacidad de hasta 150 espectadores, este « escritorio de la danza », pues así se ha proyectado, baila con los árboles que lo delimitan y que en algunas partes lo invaden. Allí bailó Merce Cunningham un día de 1957, lo mismo que los futuros participantes del Judson Dance Theater del que ya hemos hablado, en el curso de una residencia épica en el verano de 1950. Cerca del cielo, a merced de los elementos, Anna se reafirma en su concepción de un cuerpo que, inscrito en la naturaleza, será algo más que una simple sucursal al servicio de las ideas, sino la fuente viva de las experiencias que nos esperan. Se trata de descubrir los recursos del cuerpo más que someterlo a las exigencias de un escenario cualquiera, por rutilante que sea. En todo caso, esa es la lección que ha retenido de Margaret H’Doubler, la extraordinaria pedagoga de la que recibió clase en la universidad de Wisconsin. Sin ser bailarina, no dejaba de insistirles a sus alumnos en que considerasen el movimiento de los huesos y de los músculos que ella les iba indicando minuciosamente y que debían poner a prueba en el curso de sus improvisaciones.
El rechazo a la imitación
Fiel a su formación, en los cursos que ha impartido tanto a niños como con sus propios bailarines siempre se ha opuesto a la reproducción mecánica del movimiento. Nunca se ha presentado como un modelo a seguir. La danza debe ser orgánica. No se trata de repetir una secuencia preestablecida y de irla afinando progresivamente. No, cada uno debe dar con el camino hacia su movimiento, inspeccionar el perímetro, extraer de ahí lo necesario. Esa es la razón de que Anna Halprin no imponga un repertorio que descifrar paso a paso, sino que se sirve de una partitura en la que hay indicaciones de las labores que hay que realizar. De este modo, para Parade and Changes (1965), que causó revuelo en Nueva York debido a que los bailarines se quedaban desnudos delante del público, la partitura de ese movimiento en concreto indica : « Con los ojos fijos en el público, comenzad lentamente a quitaros la ropa a un ritmo regular. Cuando estéis desnudos, exagerad la respiración y después vestíos de nuevo. Concentraos en una persona del grupo y repetid la acción. Hacedlo por tercera vez ». Poco importa que en nuestros días la desnudez haya dejado de provocar protestas generalizadas, ya que a lo que hay que prestar atención es al método. Los bailarines a los que se invitaba a aplicar esas instrucciones conocían de sobra el objetivo de la acción que iban a emprender, pero lo que hacía falta aún es que supieran cómo enfrentarse a ella. La obligación de descubrir las cosas por sí misma, el rechazo sistemático a la imitación y la manera de solicitar y aplicar la aportación propia de cada bailarín caracterizan todas las danzas de Anna Halprin. No obstante, no se limitará a un mero trastocamiento de las reglas, sino que se dirigirá a la propia forma de la representación. Incapaz de aceptar que sea preciso dejarse encerrar en los límites del teatro, Halprin tomará la calle, los parques, los hangares, y no contenta con modificar los usos, integrará al público en el remolino que ha echado a rodar. City Dance, el desmesurado acontecimiento con que recibió el bicentenario de los Estados Unidos, el 24 de julio de 1977, transformó San Francisco en un gigantesco escenario desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde. Por supuesto sus bailarines participaron en el proyecto, al igual que otros espectáculos diseminados por la ciudad y que atrajeron a niños, narradores, terapeutas, actores, músicos y, en mitad de toda aquella efervescencia, a los habitantes que, también contagiados de la ebullición, se iban uniendo espontáneamente a la marcha. Esa jornada festiva es un compendio de todos los temas que le preocupan, especialmente si se compara con la razón de ser de la danza, en el lugar profundo que relaciona la vida de los individuos con la vida de sus familias y de sus comunidades.
Aquí vuelve a quedar claro que la danza asociada a la naturaleza nunca se ha visto disociada de su impacto social. El dance deck ya había promovido esta visión del cuerpo como manera de formar parte del mundo, una relación concretada por la estupenda serie de fotos Still Dance (1998-2002), en la que la artista plástica Eeo Stubblefield pone en escena a Anna, desnuda en los entornos más insólitos de los alrededores de la Bahía de San Francisco, al borde de la playa, en un pozo de lodo recubierto de arena, y le pide que improvise. No se puede evitar relacionar estas fotografías con las de la artista Ana Mendieta, que en sus Silueta (1973-1980) toma la naturaleza como metáfora de su cuerpo, dejando su impronta en la tierra y dejándose cubrir por la misma. En el caso de Anna Halprin, esta exigencia la conducirá a afirmar que la danza no está reservada sólo a los bailarines, una fórmula que ella aplicará sin relajo. Después de los disturbios de Los Ángeles (1965) entre afroamericanos y policía, ella hace danzar juntos a blancos y negros en su Ceremony for Us (1969). No duda en manifestarse en la calle, esgrimiendo afiches monocromos mudo, en la acción conocida como Blank Placard Dance. Forzando las categorías asociadas a la época en que estuvo enferma, trabaja con los enfermos de sida al igual que con los ancianos en Senior Rocking, de 2005. Después de más de 20 año,s bailarines y no bailarines se congregan año tras año para homenajear al planeta, corriendo o bailando. eso es Planetary Dance. ¿Qué es lo que hace correr a Anna Halprin ? La respuesta yace en el mantra con que ella responde a quien la interroga : « Es la experiencia de la vida la que alimenta mi danza, para que ella a su vez alimente la experiencia de mi vida ».
En portada, La profetisa (Anna Halprin, 1958), foto de William Heick.
De arriba abajo, Anna Halprin en un fotograma extraído del documental Breath Made Visible (Ruedi Gerber, 2009); hombres bailando en Kentfield en julio de 1966; un momento de City Dance en El Embarcadero, San Francisco (foto de Charlene Koonce); un detalle de Blank Placard Dance; fotograma de Breath Made Visible donde se puede ver un momento de Senior Rocking.
Traducción del francés por Bárbara Mingo.
Anna Halprin: ¿Por qué bailar?
Se tiende a pensar que la capital de la danza postmoderna en los años 60 era Nueva York. Se recuerda siempre el nombre de Merce Cunningham, pero a veces a costa de olvidar el de Anna Halprin, que, desde su sede en San Francisco, encarnó el corazón de aquella revolución.
En Portraits of Faith, un vídeo de 2013, Halprin explica que cuando tenía 5 años aistía todos los sábados con sus padres al culto en la sinagoga en un barrio de Chicago. Allí, desde la zona reservada a las mujeres, observaba a su abuelo levantar los brazos al cielo, patalear en el suelo y entregarse por completo al fervor de la plegaria colectiva. Con su barba blanca y el pelo rizado, se parecía al retrato que ella se había compuesto de Dios: un sabio venerable y melenudo, igual que su abuelo. Una vez terminada la liturgia, iba a reunirse con él. Nathan sólo hablaba yiddish ; la estrujaba entre los brazos, y volvían a casa. En el camino de vuelta, Anna tenía la impresión de marchar en danza con el mismísimo Dios. Hoy en día, el impacto de esta escena no ha acabado de resonar. Anna no ha dejado de intentar acercarse a una forma de danza que para ella tuviera la misma fuerza y autenticidad que la que arrastraba a su abuelo.
La constelación Halprin mantendrá en su composición una relación particular con esta herencia. A ella volverá una y otra vez mientras recorra su trayecto, y no forzosamente sobre su aspecto religioso sino más bien como una puntuación bondadosa que le permite continuar con su trabajo, asumir la soledad que implica toda marcha contra la norma. El título de su tesis (Hebreos, un pueblo danzarín, 1942), defendida ante el departamento de Danza de la Universidad de Wisconsin, ya hace alusión al tema. Pero lo más impresionante a lo que se puede echar un ojo en internet sigue siendo la danza creada para exorcizar su cáncer (1975). La vemos de espaldas, con una larga capa con capucha: grita, llora, gime, igual que un animal herido, frente a la radiografía de su cáncer, mostrando el lugar del tumor. Recita el Kaddish, la oración de los muertos de la tradición judía, con el fin de purificar esa parte de sí misma asediada por lo tenebroso. Poco después, la facultad constata la desaparición de la enfermedad, su remisión completa. Aparte de su cualidad casi chamánica, nunca reivindicada por Anna Halprin, el aspecto extremo de las acontecimiento traduce toda la importancia que ella otorga al instante presente. Es llamativa la analogía entre ese cara a cara turbador y la identificación total de su abuelo con el rito, analogía que será conjugada con obstinación en todas sus coreografías.
Estar ahí, he ahí el reto. Hizo falta tiempo para emerger de los años 40 a los 50, una veintena de años antes de florecer con la Generación Beat, que como ella se iba a interesar más en las cosas cotidianas, con la puesta en ruta, pero que sobre todo estaba empeñada en saltar el abismo que separa la vida del arte, o el arte de la vida. Pero antes de ganar ese horizonte, una palabra sobre Lawrence Halprin, su marido desde 1940, sin el cual esta aventura no habría podido llevarse a cabo. Inscrito en la misma universidad que ella, pero en la especialidad de Horticultura, el azar de las circunstancias quiso que se reencontrasen más tarde. O, ya que el destino no incurre en la tacañería, durante una visita al taller de Frank Lloyd Wright por sugerencia de Anna, Lawrence descubrió su pasión por la arquitectura. Gracias a una beca se incorpora al taller de Walter Gropius en Harvard, donde imparte cursos el ex director de la Bauhaus, huido del nazismo. El estudiante de horticultura acaba formándose como arquitecto paisajista y se empeña en aplicar lo social al urbanismo, siempre interesado en el espacio público y su relación con el medio ambiente; será un punto de referencia constante para Anna. No sólo compartirán métodos sino que organizarán talleres a medias. También será él quien la incite a elegir San Francisco antes que Nueva York; él quien, al principio de los 50, dibujará los planos de la ampliación de su casa de Kentfield, los planos de la plataforma de danza que desempeñará un papel determinante en la evolución de Anna Halprin. Ese espacio al aire libre, flotante a metros del suelo y flanqueado por encinas y sequoias se convertirá, con buen tiempo o bajo la lluvia, en el estudio privilegiado de Anna. Lugar de repeticiones, escenario de espectáculos con capacidad de hasta 150 espectadores, este « escritorio de la danza », pues así se ha proyectado, baila con los árboles que lo delimitan y que en algunas partes lo invaden. Allí bailó Merce Cunningham un día de 1957, lo mismo que los futuros participantes del Judson Dance Theater del que ya hemos hablado, en el curso de una residencia épica en el verano de 1950. Cerca del cielo, a merced de los elementos, Anna se reafirma en su concepción de un cuerpo que, inscrito en la naturaleza, será algo más que una simple sucursal al servicio de las ideas, sino la fuente viva de las experiencias que nos esperan. Se trata de descubrir los recursos del cuerpo más que someterlo a las exigencias de un escenario cualquiera, por rutilante que sea. En todo caso, esa es la lección que ha retenido de Margaret H’Doubler, la extraordinaria pedagoga de la que recibió clase en la universidad de Wisconsin. Sin ser bailarina, no dejaba de insistirles a sus alumnos en que considerasen el movimiento de los huesos y de los músculos que ella les iba indicando minuciosamente y que debían poner a prueba en el curso de sus improvisaciones.
El rechazo a la imitación
Fiel a su formación, en los cursos que ha impartido tanto a niños como con sus propios bailarines siempre se ha opuesto a la reproducción mecánica del movimiento. Nunca se ha presentado como un modelo a seguir. La danza debe ser orgánica. No se trata de repetir una secuencia preestablecida y de irla afinando progresivamente. No, cada uno debe dar con el camino hacia su movimiento, inspeccionar el perímetro, extraer de ahí lo necesario. Esa es la razón de que Anna Halprin no imponga un repertorio que descifrar paso a paso, sino que se sirve de una partitura en la que hay indicaciones de las labores que hay que realizar. De este modo, para Parade and Changes (1965), que causó revuelo en Nueva York debido a que los bailarines se quedaban desnudos delante del público, la partitura de ese movimiento en concreto indica : « Con los ojos fijos en el público, comenzad lentamente a quitaros la ropa a un ritmo regular. Cuando estéis desnudos, exagerad la respiración y después vestíos de nuevo. Concentraos en una persona del grupo y repetid la acción. Hacedlo por tercera vez ». Poco importa que en nuestros días la desnudez haya dejado de provocar protestas generalizadas, ya que a lo que hay que prestar atención es al método. Los bailarines a los que se invitaba a aplicar esas instrucciones conocían de sobra el objetivo de la acción que iban a emprender, pero lo que hacía falta aún es que supieran cómo enfrentarse a ella. La obligación de descubrir las cosas por sí misma, el rechazo sistemático a la imitación y la manera de solicitar y aplicar la aportación propia de cada bailarín caracterizan todas las danzas de Anna Halprin. No obstante, no se limitará a un mero trastocamiento de las reglas, sino que se dirigirá a la propia forma de la representación. Incapaz de aceptar que sea preciso dejarse encerrar en los límites del teatro, Halprin tomará la calle, los parques, los hangares, y no contenta con modificar los usos, integrará al público en el remolino que ha echado a rodar. City Dance, el desmesurado acontecimiento con que recibió el bicentenario de los Estados Unidos, el 24 de julio de 1977, transformó San Francisco en un gigantesco escenario desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde. Por supuesto sus bailarines participaron en el proyecto, al igual que otros espectáculos diseminados por la ciudad y que atrajeron a niños, narradores, terapeutas, actores, músicos y, en mitad de toda aquella efervescencia, a los habitantes que, también contagiados de la ebullición, se iban uniendo espontáneamente a la marcha. Esa jornada festiva es un compendio de todos los temas que le preocupan, especialmente si se compara con la razón de ser de la danza, en el lugar profundo que relaciona la vida de los individuos con la vida de sus familias y de sus comunidades.
En portada, La profetisa (Anna Halprin, 1958), foto de William Heick.
De arriba abajo, Anna Halprin en un fotograma extraído del documental Breath Made Visible (Ruedi Gerber, 2009); hombres bailando en Kentfield en julio de 1966; un momento de City Dance en El Embarcadero, San Francisco (foto de Charlene Koonce); un detalle de Blank Placard Dance; fotograma de Breath Made Visible donde se puede ver un momento de Senior Rocking.
Traducción del francés por Bárbara Mingo.