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Vigencia de la blasfemia

Una conversación con Alain Cabantous
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A Alain Cabantous, historiador, profesor emérito en la universidad París 1 Panteón-Sorbona, le gusta la amplitud. Sus primeros libros abordan la vida marítima desde el punto de vista de los saqueadores de naufragios o los desertores de la marina del Antiguo Régimen. Pero dado que el medio marino no se mantiene estático, este investigador ha desarrollado otros apetitos. Por eso, este perspicaz observador de las mentalidades se fija en realidades cuyos dudosos límites se dan por hechos. Ya se trate de «la noche» o «del domingo», se detiene en cuestiones a primera vista huidizas, pero él sabe detectar la vibración de las temáticas que las atraviesan. Aquí lo acompañaremos en su lectura de la blasfemia entre los siglos XVI y XIX, una noción que en Occidente, por suerte, se había ido difuminando con en tiempo, pero que debido a la intransigencia imprecatoria de algunos, ha recuperado una rutilante actualidad de la cual los medios se hacen eco.

¿Cómo llega uno a interesarse por la blasfemia?

Mientras investigaba sobre las poblaciones marítimas, descubrí el reglamento de una comunidad de capitanes bacaladeros del Havre, redactado en 1664, que deseaba fundar una cofradía del Santo Sacramento. Aquel documento prohibía expresamente el reclutamiento de marineros blasfemos, porque podían poner en peligro tanto la institución como la carga. En aquella época la blasfemia acarreaba un castigo divino inmediato. Lo guardé en un rincón de mi cabeza, sin desarrollarlo. Había una revista que ya no se publica: Mentalités. Jean Delumeau, que supervisaba un número dedicado a las «Injurias y blasfemias», me preguntó si me gustaría escribir un artículo sobre la blasfemia de los marineros. Escribí el artículo y no volví a pensar en ello. Poco tiempo después me llamaron de la Universidad Libre de Bruselas, que organizaba un coloquio multidisciplinar sobre la blasfemia con juristas, teólogos, historiadores y filósofos. Les respondí que aparte de aquellos marineros blasfemos sobre los que había escrito, no sabía nada del tema. Pero aquel encargo me animó a ahondar en la materia. Y así fue cómo los marineros me condujeron a la blasfemia.

¿Existe una definición de blasfemia?

No la hay, porque la definición de blasfemia depende de una operación de juicio. O, por decirlo de otra manera, son las autoridades las que deciden, por razones diversas, de orden público, de moral religiosa, de disciplina, cómo definir la blasfemia. Quien profiere la blasfemia nunca la define, eso es evidente. Y por eso me voy a permitir un paréntesis. Hoy en día hay cierto número de personas que exigen el derecho a la blasfemia, principalmente por parte de los no creyentes. Me parece una aberración, puesto que la blasfemia no puede definirse más que por quien decide qué es una blasfemia. En cambio, podemos dar definiciones de instancias que han tratado de acotarla. A grandes rasgos, están de acuerdo en decir que la blasfemia es atribuir a Dios algo que no es. Estas definiciones emanan no sólo de instituciones religiosas, sino también de la reflexión teológica que trata de afinar distinguiendo, por ejemplo, entre la palabra blasfematoria y la intención blasfematoria. Santo Tomás de Aquino dice que se puede blasfemar sin hablar. Los malos pensamientos sobre Dios pueden ser blasfematorios. En el Levítico, el blasfemo es quien habla mal de Dios. La blasfemia, para los griegos, era hablar mal de alguien. Se podría decir que las instituciones religiosas apoyadas por fuerzas políticas, al menos hasta el siglo XVIII y quizá un poco más tarde fuera de Francia, estiman que la blasfemia es hablar mal de Dios, no atribuirle lo que es y atribuirle lo que no es. Decir «nombre de Dios» no es una blasfemia, pero decir que Dios es malo es una blasfemia. Hay que fijarse en que son las fuerzas religiosas o los creyentes quienes deciden que lo que acaban de ver o de oír es un atentado contra su fe, y quienes señalan como blasfema a la persona o al grupo de personas que ha emitido esa opinión. Y eso es lo que pasa con las caricaturas de Mahoma.

Si no le entiendo mal, para usted no existe el propósito blasfematorio en sí.

Se trata de una construcción a la vez intelectual, legislativa y teológica, luego cultural. La blasfemia como tal no existe en la naturaleza. Es lo que advierto al comienzo de mi libro, cuando digo que la blasfemia es un objeto completamente esquivo, puesto que el historiador no se puede interesar en la blasfemia, en lo que se interesa es en la persona que blasfema.

¿Qué nos puede decir de la blasfemia en épocas anteriores a la que usted estudia, que va de los siglos XVI al XIX?

El mundo judío condena severamente la blasfemia. Recordemos que Jesús es condenado por blasfemo. Ha blasfemado al decir que es hijo de Dios. La legislación judía que respeta la ley mosaica es muy estricta, mucho más que en los mundos romano o griego. Por lo que yo sé, si bien no existen muchos estudios sobre el particular, los mundos griego y romano parecen más «laxos». Cuando lo que hay es un politeísmo y una gran tolerancia a las otras religiones, a partir del momento en que la mitología griega en particular desarrolla un retrato muy humanizado de los dioses, con sus excentricidades y sus defectos, se limita de modo singular la noción de ataque a la divinidad. Esta ponderación no la practican las religiones monoteístas.

Su análisis muestra la despenalización progresiva de la blasfemia entre los siglos XVI y XIX. ¿Cuáles serían los motivos?

De entrada, comencé a finales del siglo XVI por razones prácticas, pues no soy historiador del Medievo. Pero hay algo que encuentro interesante, y es que el siglo XVI, o más bien su segunda mitad, asiste al final de las guerras de religión, y en consecuencia, en este período el interés se centra no en la blasfemia sino en la naturaleza de los blasfemos. El blasfemo es el otro. Por decirlo de otro modo, para los católicos el blasfemo es el protestante, y viceversa. A lo largo de este período, la legislación en Europa condena a los blasfemos con severidad. Esta legislación se va endureciendo de manera cíclica, con alternancia de represiones más o menos severas. Cuando la represión normativa se vuelve más firme, suele coincidir con una catástrofe en el país, o porque hay un problema con el poder. He insistido en el hecho de que esto vale tanto para Inglaterra como para Venecia, España o Francia. Se da una acentuación de la represión legislativa después de una hambruna, de una derrota militar, de un terremoto. Dicha catástrofe simboliza en cierto modo la justicia de un Dios frente al pecado, esa mala fe que se manifiesta en la blasfemia, considerada como el peor de los pecados.

Al contrario de lo que se podría pensar, los tribunales de la Inquisición española en particular se muestran relativamente laxos y comprensivos hacia los blasfemos, puesto que estos adolecen de una falta de instrucción religiosa. Si hablan mal de Dios, de la virginidad de María o de los santos, se debe a que su conocimiento teológico es bastante pobre.

¿No se podría decir que la noción de blasfemia se vuelve crucial cuando las fronteras entre lo sagrado y lo profano se refuerzan?

Es verdad que la blasfemia es una intrusión de lo profano en el dominio de lo sagrado. Efectivamente, a lo largo del siglo XVI, y en la iglesia romana más que en las protestantes, se da una voluntad de definir con claridad el dominio de lo sagrado. Por eso fue la blasfemia la que, durante un siglo y medio o dos, definió la intrusión de lo profano en lo sagrado, una intrusión tan imposible de concebir como de aceptar, tanto más si se piensa que la blasfemia no va dirigida sólo contra Dios sino también contra los santos. También se perseguía a la gente por haber hablado mal del cura. Se consideraba al cura, como intermediario entre la esfera profana y la sagrada, otra víctima potencial de los blasfemos. Hoy a eso lo llamamos anticlericalismo. En todo caso, lo probable es que en esa época no estuviese en el ánimo de la gente confrontar las dos esferas, y por eso las persecuciones no iban demasiado lejos.

¿Hasta dónde llega el propósito blasfemo? ¿Es solamente antirreligioso?

Hasta el siglo XVIII sólo era antirreligioso, pero el vocabulario se desplaza hasta invadir la esfera política a partir del momento en el que esta se vuelve sagrada, que es lo que pasa en el curso de la Revolución francesa. Si analiza los discursos habituales, se da uno cuenta de que efectivamente el término «blasfemia» es utilizado. Cuando se reeditó mi libro, me di cuenta de que, cuando que le dieron el Nobel de la paz a un disidente chino que había apoyado al presidente Bush durante la guerra de Irak, el ministerio de Asuntos Exteriores chino lo consideró una blasfemia contra la paz. La paz, así, se consideraba un elemento sagrado. De hecho, si se amplía el campo, se puede llegar a decir que dentro de una sacralidad dada toda contestación a la misma puede considerarse una forma blasfema.

¿Responden los trágicos acontecimientos de los últimos meses en París a esta misma lógica de la blasfemia de la que hemos estado hablando?

Bueno, de hecho se trata de la misma lógica que en el siglo XIX. Los creyentes católicos o protestantes estimaban que la contestación religiosa que se desarrolló a lo largo de ese período (librepensamiento, laicidad positiva, fuerte anticlericalismo) participaba de la blasfemia. La raíz habría sido la Revolución de 1793-94, la blasfemia suprema, la madre de todas las blasfemias. Por tanto, la diferencia es que bajo el Antiguo Régimen cualquiera que blasfemase se dirigía directamente a Dios, tanto si era muy creyente como si no (con excepciones, está claro). Mientras que en los siglos XIX o XXI, la blasfemia sigue existiendo para los creyentes, pero a menudo emana de no creyentes que consideran que está claro que aquello no es una blasfemia y que lo que están haciendo no es sino contestar a ciertas creencias. La mayor parte de los periodistas de Charlie Hebdo se declaran ateos, y para ellos, criticar la resurrección de Cristo, la virginidad de María o criticar a Mahoma mediante ilustraciones o textos participa de la libertad de pensamiento, mientras que los creyentes se toman esas ilustraciones como un ataque a su fe. Esta es la diferencia, en definitiva.

En origen, un blasfemo es un creyente, y es ahí donde las cosas cambian. Los librepensadores que critican la religión o los ritos no consideran que estén blasfemando, sino que están haciendo uso de su razón, mientras que el creyente va a sentirse ofendido, atacado por las críticas que cuestionan su creencia en Dios. Esta es la diferencia, y es lo que ha pasado con las caricaturas de Mahoma y lo de después.

Por finalizar, ¿no estaremos frente a una actualización de aquel viejo dicho: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»?

Es un poco eso, con un matiz. En el mundo cristiano, que yo conozco mejor que el musulmán, esta manera de pensar viene de grupos extremistas. Recordemos las manifestaciones públicas que han tenido lugar contra ciertas obras de teatro, con escenas públicas de expiación y rosarios. Esas manifestaciones venían de grupos integristas que pretendían reparar un agravio. Siempre existe esta noción de reparación. En el siglo XIX nació en Francia un movimiento que luego se extendió por toda Europa, la Sociedad de la lucha contra la blasfemia y por su reparación. Sociológicamente, me parece que si una persona es madura con respecto a su fe, puede comprender y admitir que otro no la comparta, que no tenga creencias en absoluto y que critique otras maneras de creer. Yo he sido lector asiduo de Charlie Hebdo, y cuando ha habido caricaturas del cristianismo, afortunadamente todo se ha quedado en pocas amenazas o protestas, pero no ha habido acciones físicas mortíferas contra los periodistas, por parte de los cristianos europeos. Para contestar de manera más concreta a su observación, considero que debe haber una madurez en la propia creencia para admitir que no todo el mundo pertenece al mismo molde. Y la libertad de expresión debe garantizar esa exigencia.

Es decir, que la fuerza de la blasfemia depende de la naturaleza de los lazos entre poder religioso y poder político. Cuanto más fuerte es esta relación, más importancia cobra la blasfemia.

Por supuesto, porque ahí late una dimensión teológico-política del poder. La réplica a Dios es la réplica a una u otra forma del poder. Cuando el poder político lucha contra la blasfemia, lucha en primer lugar contra los blasfemos que alteran el orden público, ya que, aun de manera involuntaria, exponen algo que constituye una base esencial para el poder político, es decir: la referencia a lo divino. En aquellas sociedades en las que la relación entre el poder político y el poder religioso es fuerte, la dimensión blasfema adquiere de golpe una importancia capital, como vemos en Irán, Arabia Saudí o Pakistán. En países como esos, la legislación actual es extremadamente severa con los blasfemos, no sólo contra los musulmanes sino, como ha pasado a veces en Pakistán, también con los cristianos. Particularmente aquellos que, por su propia religión, no pueden soportar el cuestionamiento del poder político y son por tanto considerados como blasfemos potenciales, aunque no lo sean.

 
En portada: Auto de fe de la Inquisición española en la Plaza Mayor de Madrid (1683), de Francesco Rizi.
Galileo ante el Santo Oficio, de Joseph Nicolas Robert Fleury (1847).
Traducción del francés de Bárbara Mingo.