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Kiss my kiss

Disputas en torno a hablar, comer y besar
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Vivimos un momento extraño. A algunos, anoréxicos del discurso, nuevos atletas de la Política con mayúsculas, la boca se les llena de palabras; palabras que han terminado neutralizando, primero, y evacuando, después, el grito inarticulado que irrumpió en la calle no hace mucho. Es para ellos un tiempo de prosodia y comunicación política, de un hablar pausado, instruido, calculado y eficiente. En una palabra: un hablar astuto. Al tiempo, otros, bulímicos de la distinción, se afanan, por elevación, en una huida sin retorno a los infinitos placeres de la boca, haciendo de la gastronomía una nueva comunidad imaginada: la nación foody. Todo apunta a que, entre los que sólo hablan y los que sólo comen, la boca emerge como la nueva arena política.

Recientemente, el filósofo José Luis Pardo citaba a Leroi-Gourhan a apropósito de una interesante idea: la especie humana sólo consiguió hablar cuando liberó la boca de la función predatoria, culminando así la operación civilizatoria. Este es el principal eje del proceso de civilización, la estricta separación entre comer y hablar: de lo perentorio del sustento se pasa así a lo virtuoso de la comunicación (política). Desde entonces, cualquier comida tiene un sustrato civilizatorio. La solución de todo pasa por la mesa: sólo cuando comemos juntos dejamos de comernos unos a otros.

Ahora que asistimos a cierto revival de la lucha por los significantes y las correspondientes piruetas en forma de dicotomías –viejo/nuevo; arriba/abajo; casta/gente–, podría decirse que, más allá de la izquierda y la derecha, el verdadero giro semántico de la revolución cultural y política de mayo del 68 es que dio carta de naturaleza a un antagonismo, que aún dura, entre los que comen (mal) y los que hablan (demasiado), entre, de una parte, anoréxicos semiorrágicos, que frecuentan parlamentos, cátedras y tertulias, y, de otra, bulímicos afásicos que llenan los supermercados. Hay en La distinción de Pierre Bourdieu, impresionante crónica estadística de la irrupción de la postmoderna sociedad del estilo, una imagen que ilustra esto a la perfección. Bourdieu enfrenta dos fotografías: arriba, no por casualidad, aparece un apolíneo Valéry Giscard d'Estain, vestido de blanco impoluto, a punto de jugar un partido de tenis (probablemente después de haber tomado un puñado de decisiones clave); debajo, la fotografía de un padre de familia con una no tan blanca camiseta de tirantes, rodeado de su familia, dando cuenta de una enorme fuente de salchichas.

En un intento de romper con el antagonismo hablar/comer, Roland Barthes, de cuyo nacimiento se cumple este año el primer centenario,  apostillaba a la idea de Leroi-Gourhan que esa misma liberación de nuestra condición de depredadores fue la que dio lugar al beso. Ahora bien, en vez de profundizar en esta tercera declinación de la boca –qué impactante sería que estuviesen dispuestos también a besarse, quienes, con el fin de dejar aparcadas sus diferencias, se reúnen sin problema alguno para comer juntos–, Barthes, como tantos otros intelectuales que participaron en el pedo semiológico del 68, elevó el lenguaje a la condición de beso: lo sublimó hasta convertirlo en un arma de destrucción masiva, haciendo de él un juego embaucador, entre un “habla que besa” y un “beso que habla”, de suerte que los besos, cargados como estaban de logos, terminaban sabiendo más de saber (y poder) que de sabor.

Pues bien, en nuestra “nueva esfera pública y publicada”, colmada por militantes de izquierda de gesto agarrotado y hípsters afranciscanados, sólo el beso a secas, esa reprimida tercera modulación de la boca, ofrece una alternativa convincente a esa otra facultad, lamentablemente desactivada por el proceso civilizatorio, de hablar con la boca llena, que en circunstancias propicias, como el carnaval, en sus múltiples versiones de antaño y hogaño, hace que implosione toda distinción entre los de arriba y los de abajo. Pero no hablamos de un beso cualquiera, sino de un beso repolitizado, es decir, renacido de sus múltiples sepulturas: desde los afiches de las películas de Hollywood, a los piquitos de militantes (auto)satisfechos. Vivimos un tiempo en el que los besos políticos han de dejar paso a las políticas del beso.

El beso, como un dispositivo cultural más del capitalismo emocional, ha tenido en la historia reciente la función de generar un espacio redundante y securitario. El beso sella un acuerdo (no sólo amoroso) generando en torno a sí un halo de estabilidad o espacio preservativo. Los besos más icónicos de la historia del cine, pongamos por caso los de De aquí a la eternidad o Titanic, trazan áreas de descanso frente a catástrofes y tempestades.

¿Cómo repolitizar, pues, el beso? Dificultándolo. Si Hollywood, en pos del beso impoluto, vació la boca de los que se besaban en pantalla para llenar de palomitas la de los espectadores, la nueva realidad exige socializar el beso, hacerlo extensivo a un patio de butacas que se convierte así en superficie de experimentación. Pero socializar el beso no significa replicar, en un eco infinito, los producidos besos de happy end, sino apropiarnos de ellos, desahuciándolos y empoderándonos como besadores: el beso para el que se lo trabaja. La paradoja reside en que, a estas alturas de la liga, resulta mucho más productivo besar con la boca llena de palomitas, pues sólo un beso difícil, un beso que habla y come mientras se despliega, puede ser un beso interesante, sensual y divertido.

Esta noche, a las 21:15, en la azotea del CA2M de Móstoles, en el marco de las Picnic Sessions, tendrá lugar, de la mano del Restaurante Mugaritz, la performance KISS MY KISS. En ella se invitará al público a que se llene la boca para trabajar mejor el beso. No se trata de limpiar la boca para obtener besos seguros, sino de ensuciarla. Se utilizará para ello un amplio surtido de chucherías diseñadas ex profeso para, mediante texturas desafiantes, hacer más reflexivos nuestros besos. Porque  la chuche es el dispositivo que nos conecta con nuestra infancia, con la época en la que hablar, comer y besar no eran acciones escindidas. Con las chuches empezamos a conocer los complejos pliegues y concavidades de nuestra boca; eran asimismo el tema más recurrente en las conversaciones con nuestros iguales y despertaban nuestra pulsión depredadora. KISS MY KISS es una invitación a que reviviendo nuestra infancia descubramos la potencia de las chucherías como agenciamiento para una política del beso más responsable.

 

Fotografía de cabecera: autor Mikel Rosón