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“La Ordinaria”
La sociología como tejido afectivo
Pido permiso para ser inoportuno y colarme, como el ibuprofeno, en la resaca de los fastos electorales, dando noticia de un evento que resuena más con las políticas de andar por casa. Los días 13 y 14 de mayo tuvo lugar en Madrid la tercera edición de “Sociología Ordinaria”. Hasta aquí los hechos verificables (explicables). Todo lo demás constituyó una sorpresa mayúscula. “Esto no es un congreso de sociología” tendría que haber advertido a los no avisados la imponente pantalla-frontón del Medialab Prado, sede del atípico encuentro. Porque sorprende que en un congreso de sociología se hable más, pongamos por caso, de arquitectura que de sociología, pero ni siquiera en su declinación de “disciplina que construye edificios”, sino de la arquitectura como la puerta de atrás que da acceso a una prometedora transversalidad: performance arquitectónicas, arquitectura de las emociones o “arquitectura metodológica” del trabajo de investigación social, fueron algunos de los usos del término. Y se habló también, con la misma fructífera impropiedad, de agencias compartidas, de emociones, de coreografías, de tecno-política, de objetologías, etc. Llegué a la conclusión de que la ordinaria es una sociología que no se articula en temas, sino que teje complicidades. Es más una disposición, una manera de hacer (que remite, necesariamente, a una manera de ser y estar), que una posición disciplinar. Es, podría decirse, el cemento que propicia el encuentro de extraños disciplinares en lugares y sensibilidades comunes. Mejor dicho, en la poco común sensibilidad por los lugares comunes.
No creo que sea exagerado sostener que “La ordinaria”, que es como se conoce ya a este nuevo clásico de la sociología española, ha sabido resonar con el “no nos representan” de las plazas y traerlo a unas ciencias sociales todavía ancladas en el atletismo demoscópico o en debates teóricos cansinos y falogocéntricos, cuando no en un entusiasmo emancipatorio digno de mejor causa. Porque la ciencia, como el arte y la política, es también representación. Aunque no se explicite, este es el rumor de fondo: “no nos representan” como sociólogas y no representan lo social tal y como lo vivimos y pensamos.
La sociología ordinaria es una “sociología termita” que habita en el mobiliario de la vida cotidiana, en su arquitectura más profunda: carcome lo banal como una dimensión interesante a la que hace estructurante su invisibilidad. Sabe ver agenciamientos, mediaciones, allí donde otras perspectivas, más escolásticas, detectan meros accesorios o gadgets de lo social y lo humano. Es una sociología que está definitivamente más allá de las normas para un parque humano (Peter Sloterdijk). Y es sobre tan perspicaz visión que teje sensibilidades, aúna fuerzas y decreta certezas: una nevera o el meetic tienen más capacidad de construir sociedad –probablemente una en la que no todo el mundo se encontrará cómodo- que todas esas instituciones zombis que siguen protagonizando los manuales de “Introducción a la Sociología”.
Es también una sociología performativa y mimética: baila cuando habla del baile, se emociona cuando habla de afectos y se vuelve artefacto cuando da la palabra a la tecnología. Y es desde ahí, desde una coreografía destituyente de saberes diversos, desde donde surge una experiencia que huye sistemáticamente de convertirse en conocimiento, ni siquiera en conocimiento “interdisciplinar”. Todos los saberes concitados en “La ordinaria” (arte, sociología, arquitectura, comunicación, antropología, etc.) se mueven juntos aunque bailen una música diferente. Mejor: se mueven juntos porque bailan músicas diferentes.
La dificultad radica en que llevar el programa ordinario a efecto pide, antes que una pulsión indisciplinada que a estas alturas resulta impostada, mucha imaginación metodológica. El apaño metodológico, la ocurrencia a veces, el constante dribling a la asimetría sujeto/objeto, sustituyen al rigor acartonado de las metodologías de investigación social al uso o, en su defecto, a la soberbia de declararse portavoz de los que no tienen voz. El reto es complejo: parasitar el método científico para hacer bien lo que se hace mal. En una palabra: ser sumamente cuidadosas, sistemáticas incluso, en el descuido metodológico, tirando de formatos que lo hacen posible. Lo que más me llamó la atención en este sentido fue la versatilidad y el preciosismo de los arquitectos allí presentes, que, valiéndose del photoshop y otras herramientas para la imaginación, edifican, en entornos gráficos, futuros sociales posibles, al tiempo que cartografían sus complejas lógicas. La complejidad es transparente solamente si se hace transparente. Esta es la fuerza motriz de la sociología ordinaria, abrir cajas negras para producir otras, pero no blancas sino más autoconscientes. Ahora bien, no hablamos de una sociología impolítica: también es parte del programa ordinario hacer (micro)política con el placer y obtener placer de hacer (micro)política.
Podríamos hacer una enumeración de algunas de las cosas que fueron surgiendo en “La ordinaria” para dar cuenta de su carácter heterotópico: en orden rigurosamente cronológico, las gafas de Xavier Trias, la P.A.P.A. (Plataforma de Afectados por la Plataforma de Afectados), Pimpinela, urbanismos afectivos, alexitimia, algoritmos, el fútbol femenino, la bollería industrial, las saunas gay, los juegos de rol, el gol de Maradona a Inglaterra, globos de helio, etc. Ante semejante secuencia una podría ufanarse de lo que mola una propuesta que, al modo de un bestiario o un gabinete de curiosidades, es capaz de soportar tanta entropía, y creerse por ello merecedora de una portada en alguna revista de tendencias. Nada que ver, la sociología ordinaria va más allá: trata de domesticar esa entropía y hacer ciencia (de la buena) con ella.
Para ello es preciso cumplir dos condiciones. En primer lugar, partir de, si se me permite la expresión, una nueva poética (o cosmopolítica) de lo social; una radical nivelación de objetos mayores y menores, humanos y no-humanos, a través de cuya agencia asoma la sociología como una ciencia no tanto de la sociedad cuanto de las asociaciones (Bruno Latour). No es mala estrategia para superar esa suerte de complejo de inferioridad o envidia de objeto que la sociología ha desarrollado estos últimos tiempos respecto de la ciencia política desde que ésta ha querido ver en todo lo que está sucediendo su particular validación 3D. En segundo lugar, y más acuciante, tender una superficie deslizante en la que lo heteróclito de la propuesta pueda resbalar y no culmine en una suerte de guerra de disciplinas. Lo primero se hace con talento, y de eso hubo a kilotones en Medialab Prado. Lo segundo, con afecto. “La ordinaria” pone una vez más en evidencia que la sociología o es un tejido afectivo, promiscuo en sus formas de hacer, o no será nada.
“La Ordinaria”
Pido permiso para ser inoportuno y colarme, como el ibuprofeno, en la resaca de los fastos electorales, dando noticia de un evento que resuena más con las políticas de andar por casa. Los días 13 y 14 de mayo tuvo lugar en Madrid la tercera edición de “Sociología Ordinaria”. Hasta aquí los hechos verificables (explicables). Todo lo demás constituyó una sorpresa mayúscula. “Esto no es un congreso de sociología” tendría que haber advertido a los no avisados la imponente pantalla-frontón del Medialab Prado, sede del atípico encuentro. Porque sorprende que en un congreso de sociología se hable más, pongamos por caso, de arquitectura que de sociología, pero ni siquiera en su declinación de “disciplina que construye edificios”, sino de la arquitectura como la puerta de atrás que da acceso a una prometedora transversalidad: performance arquitectónicas, arquitectura de las emociones o “arquitectura metodológica” del trabajo de investigación social, fueron algunos de los usos del término. Y se habló también, con la misma fructífera impropiedad, de agencias compartidas, de emociones, de coreografías, de tecno-política, de objetologías, etc. Llegué a la conclusión de que la ordinaria es una sociología que no se articula en temas, sino que teje complicidades. Es más una disposición, una manera de hacer (que remite, necesariamente, a una manera de ser y estar), que una posición disciplinar. Es, podría decirse, el cemento que propicia el encuentro de extraños disciplinares en lugares y sensibilidades comunes. Mejor dicho, en la poco común sensibilidad por los lugares comunes.
No creo que sea exagerado sostener que “La ordinaria”, que es como se conoce ya a este nuevo clásico de la sociología española, ha sabido resonar con el “no nos representan” de las plazas y traerlo a unas ciencias sociales todavía ancladas en el atletismo demoscópico o en debates teóricos cansinos y falogocéntricos, cuando no en un entusiasmo emancipatorio digno de mejor causa. Porque la ciencia, como el arte y la política, es también representación. Aunque no se explicite, este es el rumor de fondo: “no nos representan” como sociólogas y no representan lo social tal y como lo vivimos y pensamos.
La sociología ordinaria es una “sociología termita” que habita en el mobiliario de la vida cotidiana, en su arquitectura más profunda: carcome lo banal como una dimensión interesante a la que hace estructurante su invisibilidad. Sabe ver agenciamientos, mediaciones, allí donde otras perspectivas, más escolásticas, detectan meros accesorios o gadgets de lo social y lo humano. Es una sociología que está definitivamente más allá de las normas para un parque humano (Peter Sloterdijk). Y es sobre tan perspicaz visión que teje sensibilidades, aúna fuerzas y decreta certezas: una nevera o el meetic tienen más capacidad de construir sociedad –probablemente una en la que no todo el mundo se encontrará cómodo- que todas esas instituciones zombis que siguen protagonizando los manuales de “Introducción a la Sociología”.
Es también una sociología performativa y mimética: baila cuando habla del baile, se emociona cuando habla de afectos y se vuelve artefacto cuando da la palabra a la tecnología. Y es desde ahí, desde una coreografía destituyente de saberes diversos, desde donde surge una experiencia que huye sistemáticamente de convertirse en conocimiento, ni siquiera en conocimiento “interdisciplinar”. Todos los saberes concitados en “La ordinaria” (arte, sociología, arquitectura, comunicación, antropología, etc.) se mueven juntos aunque bailen una música diferente. Mejor: se mueven juntos porque bailan músicas diferentes.
La dificultad radica en que llevar el programa ordinario a efecto pide, antes que una pulsión indisciplinada que a estas alturas resulta impostada, mucha imaginación metodológica. El apaño metodológico, la ocurrencia a veces, el constante dribling a la asimetría sujeto/objeto, sustituyen al rigor acartonado de las metodologías de investigación social al uso o, en su defecto, a la soberbia de declararse portavoz de los que no tienen voz. El reto es complejo: parasitar el método científico para hacer bien lo que se hace mal. En una palabra: ser sumamente cuidadosas, sistemáticas incluso, en el descuido metodológico, tirando de formatos que lo hacen posible. Lo que más me llamó la atención en este sentido fue la versatilidad y el preciosismo de los arquitectos allí presentes, que, valiéndose del photoshop y otras herramientas para la imaginación, edifican, en entornos gráficos, futuros sociales posibles, al tiempo que cartografían sus complejas lógicas. La complejidad es transparente solamente si se hace transparente. Esta es la fuerza motriz de la sociología ordinaria, abrir cajas negras para producir otras, pero no blancas sino más autoconscientes. Ahora bien, no hablamos de una sociología impolítica: también es parte del programa ordinario hacer (micro)política con el placer y obtener placer de hacer (micro)política.
Podríamos hacer una enumeración de algunas de las cosas que fueron surgiendo en “La ordinaria” para dar cuenta de su carácter heterotópico: en orden rigurosamente cronológico, las gafas de Xavier Trias, la P.A.P.A. (Plataforma de Afectados por la Plataforma de Afectados), Pimpinela, urbanismos afectivos, alexitimia, algoritmos, el fútbol femenino, la bollería industrial, las saunas gay, los juegos de rol, el gol de Maradona a Inglaterra, globos de helio, etc. Ante semejante secuencia una podría ufanarse de lo que mola una propuesta que, al modo de un bestiario o un gabinete de curiosidades, es capaz de soportar tanta entropía, y creerse por ello merecedora de una portada en alguna revista de tendencias. Nada que ver, la sociología ordinaria va más allá: trata de domesticar esa entropía y hacer ciencia (de la buena) con ella.
Para ello es preciso cumplir dos condiciones. En primer lugar, partir de, si se me permite la expresión, una nueva poética (o cosmopolítica) de lo social; una radical nivelación de objetos mayores y menores, humanos y no-humanos, a través de cuya agencia asoma la sociología como una ciencia no tanto de la sociedad cuanto de las asociaciones (Bruno Latour). No es mala estrategia para superar esa suerte de complejo de inferioridad o envidia de objeto que la sociología ha desarrollado estos últimos tiempos respecto de la ciencia política desde que ésta ha querido ver en todo lo que está sucediendo su particular validación 3D. En segundo lugar, y más acuciante, tender una superficie deslizante en la que lo heteróclito de la propuesta pueda resbalar y no culmine en una suerte de guerra de disciplinas. Lo primero se hace con talento, y de eso hubo a kilotones en Medialab Prado. Lo segundo, con afecto. “La ordinaria” pone una vez más en evidencia que la sociología o es un tejido afectivo, promiscuo en sus formas de hacer, o no será nada.