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El resto es electricidad
Una entrevista ficticia a Aki Kaurismäki, con nota final
Aki me ha citado en un restaurante chino del tamaño de una vieja sala de cine, aunque desde fuera es tan discreto que nadie lo diría. Está situado en una callejuela llena de bajantes que, en algún momento, se escurre y acaba en el puerto de La Coruña. Son las once de la mañana y está vacío. Es muy probable que siga así todo el día. Un local muerto, con columnas y un falso techo de oficina. Su única vida viene del televisor que hay sobre la barra y de un chorrito de agua que hace de cascada entre un montón de plantas de plástico. En la sala principal hay mesas como para dar de comer a un regimiento aunque su disposición es más propia de un banquete de boda. El ratio de empleados es absurdo: a cada mesa, un camarero. Nadie sabe por qué sus dueños tienen contratada a tanta gente, ni siquiera Aki. Le gustaría fumar pero no puede. La ley es la ley y el cenicero que tiene junto a él me dice hasta qué punto la respetan los chinos, por muy opacos que sean sus negocios. Es que está lleno de colillas. A rebosar. No falla: en cuanto enciende un cigarrillo, uno de los camareros, el más viejo, le llama inmediatamente la atención y, a la segunda calada, Aki no tiene más remedio que volver a apagarlo. Parece un sketch.
Tras anunciarle mi nombre y el medio para el que escribo, me presenta con sus manos a su mejor amiga. Son manos vigorosas, de Golem, que no corresponden con el cuerpo de cristal de su mejor amiga, que como supondréis es una botella de vino. Yo la saludo, por seguirle el juego, y me fijo en sus uñas. Están bastante cuidadas teniendo en cuenta que pertenecen a un alcohólico. Según su humor, traba amistad con los objetos y hasta les da vida, a la espera de que otros hablen con ellos… Como no sé qué decir, hago mi contribución a su bodegón: al cenicero cementerio y la botella amiga se suma una vieja grabadora. ¿Le importa?, digo, pero en vez de contestar, él enciende otro cigarrillo. Se disculpa por adelantado; es muy posible que durante mi entrevista le llamen varias personas. Está en la pausa de un rodaje y en los rodajes, según dice, “siempre surgen imprevistos, lo que no impide que me sienta especialmente a salvo, porque por lo menos suena el teléfono y hay un equipo que espera algo”. ¿Algo?, digo yo y él precisa hasta donde puede: “Sí, un gesto… una señal que les lleve de vuelta a casa”. Cuando no rueda, en cambio, todo le parece un obstáculo sin una duración o propósito definido. Me explica que como mucho se le confirma esa premisa que oyó en la televisión: ¡la tostada cae siempre del lado de la mantequilla! Esa premisa, todos lo sabemos, sirve para ilustrar que si algo puede ir mal, irá mal y en ocasiones da vértigo.
Aki se sirve otra copa. El camarero viejo viene de nuevo hacia nosotros, mientras los demás empleados (¿cuántos eran: nueve, cien, cinco mil…?) siguen amodorrados a la barra, mirando una película de Steven Seagal.
− Disculpe, la próxima vez… – dice, señalando hacia la puerta.
− Ok, ok...
Entonces estrella el cigarro contra el cenicero y se palpa el cuerpo. “¿Y mi bolígrafo?”, susurra. Le recuerdo que lo tiene justo detrás de la oreja. Él, por si acaso, lo comprueba. “Es que soy supersticioso.” Luego excava en su garganta para despejar la mucosidad y, por fin, me mira a los ojos.
− ¿No te ha pasado nunca, buscar algo que ya llevas puesto?
Imagino que se refiere a las gafas. Yo asiento con la cabeza. Le digo que es una sensación extraña y me lanzo.
Primera pregunta.
−En sus historias las personas fuman en todas partes, como sucedía antes, aunque es difícil situar dónde y cuándo se ambientan.
−No es algo que haga conscientemente. Las películas “de época” me ponen nervioso.
−No son de época, pero parecen de otro tiempo.
−Es que los coches de ahora son tan feos… y los muebles, muy sosos. Me gustan los colores. Ayudan a dramatizar las cosas.
Se sirve otra copa, mientras su mirada se pierde en el mantel. Es rosa, de un rosa que no tiene nada que ver con él. Observo su pelo lacio y peinado hacia atrás, su nariz picuda y sus ojos vidriosos y algo saltones, como de insecto. Y sigue:
−Mi mujer dice que estoy pasado de moda. Puede ser. No ruedo en digital.
−¿Por qué?
− ¿Por qué? –repite, abriendo los ojos, como si le sorprendiera que le obligara a responder a algo tan obvio.
Yo insisto. Quiero frases, un titular. Le digo: Tiene sus ventajas. Dicen que es más económico, que no hay que jugárselo todo a una sola toma.
− Dicen, dicen… El cine de verdad es luz. El resto es electricidad.
Y, acto seguido, se tapa los oídos para protegerse del ruido. Bang, Bang, Bang! En la tele, Seagal ha vuelto a hacer de las suyas. Con una mano le retuerce el brazo a un traficante y con la otra, dispara, haciendo inaudible esa musiquilla de la que hasta hace muy poco ni me había percatado. Agotada la munición, oigo un arpa. Suena de fondo, junto a la cascada. Le digo que si no fuera por el tabaco, allí seríamos invisibles y a él no le disgusta la idea.
− ¿Está casado?
− Que yo recuerde, sí. Hace… −y mira al techo, como si realmente se lo pensara− 26 años.
− ¿Y tiene hijos?
− Muchos. Demasiados.
− ¿Cuántos?
− ¡Ninguno!
− Por eso nunca los menciona.
− ¿El qué?
− A sus hijos.
− Ella es un poco holgazana y a él le encanta mordisquearme los talones. Me hacen muy feliz aunque al viajar no podamos entrar en la mayoría de hoteles −. Aquí se hace un silencio, como si en su cabeza revisitara su vida junto a ellos−. Así es la humanidad. La gente debería silbar más a menudo.
− Hábleme de su primera película, Crimen y castigo.
− Hitchcock dijo que jamás se atrevería a llevarla al cine, y fue lo primero que hice.
− ¿Y qué tal?
− Tenía razón. Fue una idea absurda.
Esto no lo dice, lo sentencia. Nos quedamos callados. Son unos segundos que a mí se me hacen eternos.
− Por lo que veo es usted tan lacónico como sus personajes.
− A los que bebemos tanto nos pesa la lengua…
− ¿Y qué hace cuando debe promocionar sus películas?
− Fácil: ¡empezar a beber antes! Quizás por eso luego no me reconozco en las entrevistas. No recuerdo haber dicho que las ideas sólo me vienen sentado en la tapa de un wáter o que Bruce Willis es realmente feo...
−¿Y qué cara le gusta además de la de Kati (su actriz habitual)?
− Buster Keaton era muy guapo.
− Tengo entendido que antes de ser realizador se dedicó a varias cosas.
− Sí, pero lo dejé. Dejé de ser cartero, electricista, guarda forestal... No sé ganarme la vida con un trabajo honesto.
−¿Insinúa que está engañando a la gente? Más de uno se lo discutiría.
Él se encoge de hombros.
− De nada sirve llorar sobre la leche derramada –murmura y yo pestañeo. Al ver que no le entiendo, sigue hablando−. Lo que quería decir, quiero decir… respecto a mi trabajo es que siempre pierdo dinero. ¡Ya es algo!
Si hemos de hacer caso a los rumores, fue por dinero por lo que dejó de hablarse con su hermano. Suerte que aún no ha renunciado a sus modales. Se disculpa un momento. Mientras se aleja hacia el baño, observo la suela de sus zapatos. Aki Kaurismäki. Mi interés se lo debo a su nombre. Me hechizó de golpe, como sus películas. Las vi todas seguidas, cosa que a él pareció interesarle. Desde entonces, yo le nombro sin prisa ni pausa. A veces, es el cielo el que está Akikaurismäki, otras es un objeto o incluso yo. Es decirlo y ponerme a dar vueltas y vueltas, a riesgo de creer que quienes giran son los demás, pues él está quieto y adora a los perros.
En cuanto me quedo a solas con sus colillas y su mejor amiga, caigo en un detalle: la grabadora ¡no estaba activada! Me avergüenzo de mi escasa profesionalidad. Reviso mis notas. Oh Aki, gran Aki… podríamos discutir si a los obreros les importa Melville o si Finlandia no es mucho mejor que ese episodio triste que rodó Jim Jarmusch con las manos al volante, pero resulta que no aguanto a los cinéfilos y sus jerséis de cuello alto. Es cierto, antes cité a Hitchcock. Valga decir que su silueta se usa de estampado: yo la vi en una cortina de ducha. En cuanto a Melville, Bresson, Godard…, sus nombres no son como el tuyo, que me hace pensar en esa multitud de hijos que ni siquiera existe, mientras mis ojos te buscan entre un montón de cenizas o en el culo de una botella. Además, ¿por qué ir de chica lista si estás siendo todo un caballero? Regresas del baño. Suena tu móvil. “¡Fuego, fuego…!” gritas, pero no contestas. Y cuando yo ya doy por muerta nuestra conversación, te dejas caer sobre la silla como un saco de patatas, un saco pesado y viejo, y decides salvarla.
− No es que me guste perder dinero, pero sería una descortesía hacia mis personajes que lo que cuento funcionara bien en taquilla. Son unos fracasados. ¿Quién quiere ver a un fracasado perdiendo su trabajo?
− Usted. A usted le importa.
− Porque es que lo que conozco. A los que sobreviven haciendo chapuzas. Los críticos siempre me dicen: “Aki, ¿y dónde está la burguesía?” Pues en sus casas. ¿Dónde iba a estar si no? Hay gente muy rara por ahí fuera. Gente que quiere que deje de hacer películas.
− Así que tiene enemigos… −esto se lo insinúo con cierta coquetería.
− ¡Oh, no! Ya me tengo a mí mismo. Pero debería dejar de fumar… nos vigilan...
De pronto, me señala con la mirada al camarero viejo. Como lo echaba de menos, hace ver que enciende otro cigarrillo, pero esta vez el chino se queda en su sitio. Le contesta de lejos, gruñendo. A nadie le gusta que le tomen el pelo. Entonces es cierto, digo, y le menciono su fama de gamberro. Me confirma que de joven estuvo un par de noches en la cárcel.
− En Finlandia o te detienen por “alterar el orden público” o por asesinato. No hay término medio.
− Entiendo, aunque yo no iba tan lejos.
Me refería a su entrada en La Croisette. En cuanto pisó la alfombra roja, se puso a bailar twist. Luego deslumbró a la audiencia con sus palabras. “En primer lugar, quiero agradecerme este premio y gracias al jurado.” En Cannes, la gente se reía por la elocuencia de su discurso y porque, al retirarse, se saltó el protocolo. Cuando uno recoge un premio suele salir por detrás del escenario, junto al presentador. A él, en cambio, que lleva años haciendo lo mismo (o eso espera), le salió marcharse exactamente por donde había venido, sin importarle que se le viera apeándose del ansiado podio.
En cuanto me acostumbré a él, a sus tragos largos y sus frases cortas, sacudidas de vez en cuando por alguna idea que le hacía acelerar un poco la lengua, le pregunté qué opinaba del éxito.
− Ensucia más que una cagada de paloma. Me refiero a las estrellitas y esas frases que ponen en mis carteles.
− Si hace que más gente vaya a ver su trabajo…
− Entiendo, pero por qué no poner: “En ésta sale Joe Strummer” o “Dura 85 minutos”. Como información es más relevante.
− Ahora que lo dice, sus películas son bastante breves.
− Es que soy muy vago.
− ¡No lo creo! Los vagos no se atreven con Dostoievski ni versionan a Hamlet con el presupuesto de una furgoneta. ¿Por qué decidió adaptarla?
Y justo entonces se formó una cortina de humo entre los dos. Aki acababa de renovar la posibilidad de ser castigado con otra calada, pero su provocación no cuajó. El camarero se había rendido del todo.
− A los hombres les asusta ser libres y por eso los cine están cada día más vacíos. Y no hablemos de las bibliotecas. La gente… la gente prefiere vivir en cautividad, antes que echarse a leer o fantasear en la oscuridad de una sala.
− Eso está bien pero volvamos a Hamlet.
− ¡Hamlet! Me apetecía hacer una versión en el contexto actual. Y me vino esta idea de que el príncipe era el heredero de una fábrica de astilleros que está a punto de reconvertir toda su producción en patitos de goma.
− ¿Es ahí hacia donde vamos, hacia los patitos?
− Es posible. En Europa ha habido un cambio dramático en este sentido. Todo ese conocimiento… las fábricas, la industria, se está perdiendo. Directo a la basura. ¡Cuack, cuack!
− ¿Se considera un cineasta político?
− Cineasta… ¡bullshit! Mis películas se limitan a contar una historia. Muestran cosas.
− En sus planos siempre están en medio.
− ¿El qué?
− Las cosas. Un vaso, un cenicero, flores… Hacen que los personajes tengan menos peso. Hasta me atrevería a decir que sus actores, cuando se mueven, se mueven poco, como los objetos.
Él sonríe y otra vez siento que aquella sonrisa no tiene que ver conmigo.
− Ya te lo he dicho, soy un vago. También pienso que, en la mayoría de casos, las personas nos vemos empujadas por las circunstancias. En eso, tienes razón, no somos tan distintos de… de un jarrón.
− Por eso en sus películas casi nadie ríe.
Aki se rasca la barbilla.
− ¿Ah no? Me gusta la gente seria sin ser solemne. Y el rock and roll –y aquí no me mira a mí sino al infinito. Luego recupera su vaso−. ¿Conoces a Kafka? En sus historias nadie ríe y sin embargo es muy cómico. El más grande de todos. Para mí todo está en los contrastes. Sin contrastes no hay sombras. Y sin sombras uno se vuelve loco… o alcohólico. Kippis!
Me explica que así es cómo se brinda en Finlandia, “donde, como sabrás, la gente se suicida por falta de luz”.
− Algo he oído…
− Bien mirado, no es una mala excusa. Es mucho mejor que hacerlo por no tener trabajo.
− Y a usted, ¿qué le anima a seguir?
Aki cierra uno de los ojos porque se le metido algo de humo. Luego cambia el vino por la cerveza, sin invitarme a pedir nada. Quizás porque no quiere incluirme en su problema.
− Una vez mi hermano Mika me llevó a la filmoteca de Londres. En aquella época yo aún soñaba con ser escritor, pero vi Cuentos de Tokio, de Ozu. Desde entonces busco mi tetera roja.
− Por algún sitio hay que empezar...
− Eso decía yo, pero he descubierto que Ozu siempre lo hará mejor. Siempre. Desde que lo sé, rodar es como golpearse contra una pared. Y no es que lo haya intentado, pero en Finlandia la ceremonia de té no está muy desarrollada que digamos.
− No sé si le sigo.
− Pues que en vez de una tetera, yo tengo que poner un… un extintor.
Al oír aquello yo me río, me río mucho, y a él no parece incomodarle. Incluso lleva el asunto más lejos.
− En mi nueva película hay una piña.
− ¡Ahí va! Entonces la vida tiene solución.
− ¿Qué?
−Una piña suena más optimista que un extintor.
− Es posible. Me desperté abrazado a ella. La gané en una apuesta, en Rímini. Le dije a uno de mis perros: te apuesto una piña a que salimos de ésta. Localizando, nos habíamos perdido en un laberinto que resultó ser un cementerio. Hacía frío y a mí se me había roto el mechero, pero él movió la cola y yo la cabeza. Mientras existan estos momentos…
− El resto es electricidad − digo y, por una vez, noto que su sonrisa sí que tiene algo que ver conmigo, así que doy por concluida nuestra entrevista con la esperanza de verla publicada.
En cuanto la entregué me dijeron que era demasiado larga, que tenía que cortarla. Y yo no supe hacerlo. O no me dio la gana.
NOTA: Estos días Kaurismäki estuvo en Barcelona presentando un ciclo en la Filmoteca, así que yo y mi amiga Carolina nos plantamos en su hotel. Aki apareció sangrando. Se puso un poco de algodón en el dedo y con el resto improvisó un bigote a lo Santa Claus y así empezamos una serie de rondas… Mi amiga me delató pero a él pareció gustarle la idea de que le entrevistaran estando ausente. ¿Será por eso que Hamlet es la película de la que más orgulloso se siente? Entre otras cosas, ahora sé que donde yo puse Buster Keaton, él hubiera dicho Harpo Marx y que nunca brindaría con la palabra kippis porque es muy burguesa. Paula, su mujer, me escribió otra opción en un papel que ahora tengo en la nevera de casa. Así:
El resto es electricidad
Aki me ha citado en un restaurante chino del tamaño de una vieja sala de cine, aunque desde fuera es tan discreto que nadie lo diría. Está situado en una callejuela llena de bajantes que, en algún momento, se escurre y acaba en el puerto de La Coruña. Son las once de la mañana y está vacío. Es muy probable que siga así todo el día. Un local muerto, con columnas y un falso techo de oficina. Su única vida viene del televisor que hay sobre la barra y de un chorrito de agua que hace de cascada entre un montón de plantas de plástico. En la sala principal hay mesas como para dar de comer a un regimiento aunque su disposición es más propia de un banquete de boda. El ratio de empleados es absurdo: a cada mesa, un camarero. Nadie sabe por qué sus dueños tienen contratada a tanta gente, ni siquiera Aki. Le gustaría fumar pero no puede. La ley es la ley y el cenicero que tiene junto a él me dice hasta qué punto la respetan los chinos, por muy opacos que sean sus negocios. Es que está lleno de colillas. A rebosar. No falla: en cuanto enciende un cigarrillo, uno de los camareros, el más viejo, le llama inmediatamente la atención y, a la segunda calada, Aki no tiene más remedio que volver a apagarlo. Parece un sketch.
Tras anunciarle mi nombre y el medio para el que escribo, me presenta con sus manos a su mejor amiga. Son manos vigorosas, de Golem, que no corresponden con el cuerpo de cristal de su mejor amiga, que como supondréis es una botella de vino. Yo la saludo, por seguirle el juego, y me fijo en sus uñas. Están bastante cuidadas teniendo en cuenta que pertenecen a un alcohólico. Según su humor, traba amistad con los objetos y hasta les da vida, a la espera de que otros hablen con ellos… Como no sé qué decir, hago mi contribución a su bodegón: al cenicero cementerio y la botella amiga se suma una vieja grabadora. ¿Le importa?, digo, pero en vez de contestar, él enciende otro cigarrillo. Se disculpa por adelantado; es muy posible que durante mi entrevista le llamen varias personas. Está en la pausa de un rodaje y en los rodajes, según dice, “siempre surgen imprevistos, lo que no impide que me sienta especialmente a salvo, porque por lo menos suena el teléfono y hay un equipo que espera algo”. ¿Algo?, digo yo y él precisa hasta donde puede: “Sí, un gesto… una señal que les lleve de vuelta a casa”. Cuando no rueda, en cambio, todo le parece un obstáculo sin una duración o propósito definido. Me explica que como mucho se le confirma esa premisa que oyó en la televisión: ¡la tostada cae siempre del lado de la mantequilla! Esa premisa, todos lo sabemos, sirve para ilustrar que si algo puede ir mal, irá mal y en ocasiones da vértigo.
Aki se sirve otra copa. El camarero viejo viene de nuevo hacia nosotros, mientras los demás empleados (¿cuántos eran: nueve, cien, cinco mil…?) siguen amodorrados a la barra, mirando una película de Steven Seagal.
− Disculpe, la próxima vez… – dice, señalando hacia la puerta.
− Ok, ok...
Entonces estrella el cigarro contra el cenicero y se palpa el cuerpo. “¿Y mi bolígrafo?”, susurra. Le recuerdo que lo tiene justo detrás de la oreja. Él, por si acaso, lo comprueba. “Es que soy supersticioso.” Luego excava en su garganta para despejar la mucosidad y, por fin, me mira a los ojos.
− ¿No te ha pasado nunca, buscar algo que ya llevas puesto?
Imagino que se refiere a las gafas. Yo asiento con la cabeza. Le digo que es una sensación extraña y me lanzo.
Primera pregunta.
−En sus historias las personas fuman en todas partes, como sucedía antes, aunque es difícil situar dónde y cuándo se ambientan.
−No es algo que haga conscientemente. Las películas “de época” me ponen nervioso.
−No son de época, pero parecen de otro tiempo.
−Es que los coches de ahora son tan feos… y los muebles, muy sosos. Me gustan los colores. Ayudan a dramatizar las cosas.
Se sirve otra copa, mientras su mirada se pierde en el mantel. Es rosa, de un rosa que no tiene nada que ver con él. Observo su pelo lacio y peinado hacia atrás, su nariz picuda y sus ojos vidriosos y algo saltones, como de insecto. Y sigue:
−Mi mujer dice que estoy pasado de moda. Puede ser. No ruedo en digital.
−¿Por qué?
− ¿Por qué? –repite, abriendo los ojos, como si le sorprendiera que le obligara a responder a algo tan obvio.
Yo insisto. Quiero frases, un titular. Le digo: Tiene sus ventajas. Dicen que es más económico, que no hay que jugárselo todo a una sola toma.
− Dicen, dicen… El cine de verdad es luz. El resto es electricidad.
Y, acto seguido, se tapa los oídos para protegerse del ruido. Bang, Bang, Bang! En la tele, Seagal ha vuelto a hacer de las suyas. Con una mano le retuerce el brazo a un traficante y con la otra, dispara, haciendo inaudible esa musiquilla de la que hasta hace muy poco ni me había percatado. Agotada la munición, oigo un arpa. Suena de fondo, junto a la cascada. Le digo que si no fuera por el tabaco, allí seríamos invisibles y a él no le disgusta la idea.
− ¿Está casado?
− Que yo recuerde, sí. Hace… −y mira al techo, como si realmente se lo pensara− 26 años.
− ¿Y tiene hijos?
− Muchos. Demasiados.
− ¿Cuántos?
− ¡Ninguno!
− Por eso nunca los menciona.
− ¿El qué?
− A sus hijos.
− Ella es un poco holgazana y a él le encanta mordisquearme los talones. Me hacen muy feliz aunque al viajar no podamos entrar en la mayoría de hoteles −. Aquí se hace un silencio, como si en su cabeza revisitara su vida junto a ellos−. Así es la humanidad. La gente debería silbar más a menudo.
− Hábleme de su primera película, Crimen y castigo.
− Hitchcock dijo que jamás se atrevería a llevarla al cine, y fue lo primero que hice.
− ¿Y qué tal?
− Tenía razón. Fue una idea absurda.
Esto no lo dice, lo sentencia. Nos quedamos callados. Son unos segundos que a mí se me hacen eternos.
− Por lo que veo es usted tan lacónico como sus personajes.
− A los que bebemos tanto nos pesa la lengua…
− ¿Y qué hace cuando debe promocionar sus películas?
− Fácil: ¡empezar a beber antes! Quizás por eso luego no me reconozco en las entrevistas. No recuerdo haber dicho que las ideas sólo me vienen sentado en la tapa de un wáter o que Bruce Willis es realmente feo...
−¿Y qué cara le gusta además de la de Kati (su actriz habitual)?
− Buster Keaton era muy guapo.
− Tengo entendido que antes de ser realizador se dedicó a varias cosas.
− Sí, pero lo dejé. Dejé de ser cartero, electricista, guarda forestal... No sé ganarme la vida con un trabajo honesto.
−¿Insinúa que está engañando a la gente? Más de uno se lo discutiría.
Él se encoge de hombros.
− De nada sirve llorar sobre la leche derramada –murmura y yo pestañeo. Al ver que no le entiendo, sigue hablando−. Lo que quería decir, quiero decir… respecto a mi trabajo es que siempre pierdo dinero. ¡Ya es algo!
Si hemos de hacer caso a los rumores, fue por dinero por lo que dejó de hablarse con su hermano. Suerte que aún no ha renunciado a sus modales. Se disculpa un momento. Mientras se aleja hacia el baño, observo la suela de sus zapatos. Aki Kaurismäki. Mi interés se lo debo a su nombre. Me hechizó de golpe, como sus películas. Las vi todas seguidas, cosa que a él pareció interesarle. Desde entonces, yo le nombro sin prisa ni pausa. A veces, es el cielo el que está Akikaurismäki, otras es un objeto o incluso yo. Es decirlo y ponerme a dar vueltas y vueltas, a riesgo de creer que quienes giran son los demás, pues él está quieto y adora a los perros.
En cuanto me quedo a solas con sus colillas y su mejor amiga, caigo en un detalle: la grabadora ¡no estaba activada! Me avergüenzo de mi escasa profesionalidad. Reviso mis notas. Oh Aki, gran Aki… podríamos discutir si a los obreros les importa Melville o si Finlandia no es mucho mejor que ese episodio triste que rodó Jim Jarmusch con las manos al volante, pero resulta que no aguanto a los cinéfilos y sus jerséis de cuello alto. Es cierto, antes cité a Hitchcock. Valga decir que su silueta se usa de estampado: yo la vi en una cortina de ducha. En cuanto a Melville, Bresson, Godard…, sus nombres no son como el tuyo, que me hace pensar en esa multitud de hijos que ni siquiera existe, mientras mis ojos te buscan entre un montón de cenizas o en el culo de una botella. Además, ¿por qué ir de chica lista si estás siendo todo un caballero? Regresas del baño. Suena tu móvil. “¡Fuego, fuego…!” gritas, pero no contestas. Y cuando yo ya doy por muerta nuestra conversación, te dejas caer sobre la silla como un saco de patatas, un saco pesado y viejo, y decides salvarla.
− No es que me guste perder dinero, pero sería una descortesía hacia mis personajes que lo que cuento funcionara bien en taquilla. Son unos fracasados. ¿Quién quiere ver a un fracasado perdiendo su trabajo?
− Usted. A usted le importa.
− Porque es que lo que conozco. A los que sobreviven haciendo chapuzas. Los críticos siempre me dicen: “Aki, ¿y dónde está la burguesía?” Pues en sus casas. ¿Dónde iba a estar si no? Hay gente muy rara por ahí fuera. Gente que quiere que deje de hacer películas.
− Así que tiene enemigos… −esto se lo insinúo con cierta coquetería.
− ¡Oh, no! Ya me tengo a mí mismo. Pero debería dejar de fumar… nos vigilan...
De pronto, me señala con la mirada al camarero viejo. Como lo echaba de menos, hace ver que enciende otro cigarrillo, pero esta vez el chino se queda en su sitio. Le contesta de lejos, gruñendo. A nadie le gusta que le tomen el pelo. Entonces es cierto, digo, y le menciono su fama de gamberro. Me confirma que de joven estuvo un par de noches en la cárcel.
− En Finlandia o te detienen por “alterar el orden público” o por asesinato. No hay término medio.
− Entiendo, aunque yo no iba tan lejos.
Me refería a su entrada en La Croisette. En cuanto pisó la alfombra roja, se puso a bailar twist. Luego deslumbró a la audiencia con sus palabras. “En primer lugar, quiero agradecerme este premio y gracias al jurado.” En Cannes, la gente se reía por la elocuencia de su discurso y porque, al retirarse, se saltó el protocolo. Cuando uno recoge un premio suele salir por detrás del escenario, junto al presentador. A él, en cambio, que lleva años haciendo lo mismo (o eso espera), le salió marcharse exactamente por donde había venido, sin importarle que se le viera apeándose del ansiado podio.
En cuanto me acostumbré a él, a sus tragos largos y sus frases cortas, sacudidas de vez en cuando por alguna idea que le hacía acelerar un poco la lengua, le pregunté qué opinaba del éxito.
− Ensucia más que una cagada de paloma. Me refiero a las estrellitas y esas frases que ponen en mis carteles.
− Si hace que más gente vaya a ver su trabajo…
− Entiendo, pero por qué no poner: “En ésta sale Joe Strummer” o “Dura 85 minutos”. Como información es más relevante.
− Ahora que lo dice, sus películas son bastante breves.
− Es que soy muy vago.
− ¡No lo creo! Los vagos no se atreven con Dostoievski ni versionan a Hamlet con el presupuesto de una furgoneta. ¿Por qué decidió adaptarla?
Y justo entonces se formó una cortina de humo entre los dos. Aki acababa de renovar la posibilidad de ser castigado con otra calada, pero su provocación no cuajó. El camarero se había rendido del todo.
− A los hombres les asusta ser libres y por eso los cine están cada día más vacíos. Y no hablemos de las bibliotecas. La gente… la gente prefiere vivir en cautividad, antes que echarse a leer o fantasear en la oscuridad de una sala.
− Eso está bien pero volvamos a Hamlet.
− ¡Hamlet! Me apetecía hacer una versión en el contexto actual. Y me vino esta idea de que el príncipe era el heredero de una fábrica de astilleros que está a punto de reconvertir toda su producción en patitos de goma.
− ¿Es ahí hacia donde vamos, hacia los patitos?
− Es posible. En Europa ha habido un cambio dramático en este sentido. Todo ese conocimiento… las fábricas, la industria, se está perdiendo. Directo a la basura. ¡Cuack, cuack!
− ¿Se considera un cineasta político?
− Cineasta… ¡bullshit! Mis películas se limitan a contar una historia. Muestran cosas.
− En sus planos siempre están en medio.
− ¿El qué?
− Las cosas. Un vaso, un cenicero, flores… Hacen que los personajes tengan menos peso. Hasta me atrevería a decir que sus actores, cuando se mueven, se mueven poco, como los objetos.
Él sonríe y otra vez siento que aquella sonrisa no tiene que ver conmigo.
− Ya te lo he dicho, soy un vago. También pienso que, en la mayoría de casos, las personas nos vemos empujadas por las circunstancias. En eso, tienes razón, no somos tan distintos de… de un jarrón.
− Por eso en sus películas casi nadie ríe.
Aki se rasca la barbilla.
− ¿Ah no? Me gusta la gente seria sin ser solemne. Y el rock and roll –y aquí no me mira a mí sino al infinito. Luego recupera su vaso−. ¿Conoces a Kafka? En sus historias nadie ríe y sin embargo es muy cómico. El más grande de todos. Para mí todo está en los contrastes. Sin contrastes no hay sombras. Y sin sombras uno se vuelve loco… o alcohólico. Kippis!
Me explica que así es cómo se brinda en Finlandia, “donde, como sabrás, la gente se suicida por falta de luz”.
− Algo he oído…
− Bien mirado, no es una mala excusa. Es mucho mejor que hacerlo por no tener trabajo.
− Y a usted, ¿qué le anima a seguir?
Aki cierra uno de los ojos porque se le metido algo de humo. Luego cambia el vino por la cerveza, sin invitarme a pedir nada. Quizás porque no quiere incluirme en su problema.
− Una vez mi hermano Mika me llevó a la filmoteca de Londres. En aquella época yo aún soñaba con ser escritor, pero vi Cuentos de Tokio, de Ozu. Desde entonces busco mi tetera roja.
− Por algún sitio hay que empezar...
− Eso decía yo, pero he descubierto que Ozu siempre lo hará mejor. Siempre. Desde que lo sé, rodar es como golpearse contra una pared. Y no es que lo haya intentado, pero en Finlandia la ceremonia de té no está muy desarrollada que digamos.
− No sé si le sigo.
− Pues que en vez de una tetera, yo tengo que poner un… un extintor.
Al oír aquello yo me río, me río mucho, y a él no parece incomodarle. Incluso lleva el asunto más lejos.
− En mi nueva película hay una piña.
− ¡Ahí va! Entonces la vida tiene solución.
− ¿Qué?
−Una piña suena más optimista que un extintor.
− Es posible. Me desperté abrazado a ella. La gané en una apuesta, en Rímini. Le dije a uno de mis perros: te apuesto una piña a que salimos de ésta. Localizando, nos habíamos perdido en un laberinto que resultó ser un cementerio. Hacía frío y a mí se me había roto el mechero, pero él movió la cola y yo la cabeza. Mientras existan estos momentos…
− El resto es electricidad − digo y, por una vez, noto que su sonrisa sí que tiene algo que ver conmigo, así que doy por concluida nuestra entrevista con la esperanza de verla publicada.
En cuanto la entregué me dijeron que era demasiado larga, que tenía que cortarla. Y yo no supe hacerlo. O no me dio la gana.
NOTA: Estos días Kaurismäki estuvo en Barcelona presentando un ciclo en la Filmoteca, así que yo y mi amiga Carolina nos plantamos en su hotel. Aki apareció sangrando. Se puso un poco de algodón en el dedo y con el resto improvisó un bigote a lo Santa Claus y así empezamos una serie de rondas… Mi amiga me delató pero a él pareció gustarle la idea de que le entrevistaran estando ausente. ¿Será por eso que Hamlet es la película de la que más orgulloso se siente? Entre otras cosas, ahora sé que donde yo puse Buster Keaton, él hubiera dicho Harpo Marx y que nunca brindaría con la palabra kippis porque es muy burguesa. Paula, su mujer, me escribió otra opción en un papel que ahora tengo en la nevera de casa. Así: