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El Pepe
El viernes pasado llegó enfundado en un traje azul marino, camisa blanca, zapatos oscuros, gafas de sol en un bolsillo de la americana. Famoso entre otras cosas por su indumentaria atípica, considerada incluso inapropiada para un mandatario, apareció vestido bajo los cánones europeos formales. Quizá fuera porque estaba en el viejo continente, porque venía de Italia o porque la astenia primaveral madrileña le dan ganas “al” Pepe Mujica de mostrarse con una elegancia Massimo Dutti.
Llegó, al auditorio de la Casa de América de Madrid a eso de las 18.30 horas, acompañado de su esposa, la también política y ex guerrillera tupamara, Lucía Topolansky, y sin su sombra en el exterior, el Flaco Haller, su único guardaespaldas en visitas fuera de Uruguay cuando era presidente de un país que cerró 2014 con 3,5 millones de personas y 13 millones de vacas.
“Supimos buscarnos el nicho de mercado. Los uruguayos aprendimos que el mondongo (las tripas) se lo comen los chinos, la lengua hay que mandarla a Japón y así con todo”, sentaba Pepe cátedra sobre todo lo que le llegaba a las manos ante trescientos admiradores entregados.
Estaba en el centro de las miradas y en el centro de los sillones. Escoltado por el director de Casa América que apenas intervino para darle una cordial bienvenida al auditorio y por el Rector de la Universidad de Comillas que, con tono litúrgico, mencionó a todos los ejemplos morales católicos contemporáneos –no se demoró mucho– antes de cederle la palabra al invitado que escuchaba distraído, echado para adelante en su sillón de piel blanca.
“Hoy andamos remendando la vereda que caminamos”, arrancó Mujica haciendo las delicias de los asistentes que esperaban al ex presidente, pero sobre todo al filósofo, al ex guerrillero que pasó casi quince años de su vida entre rejas, que cavó un túnel desde las celdas a la sala de estar de una casa cercana por donde salió junto a 115 compañeros de prisión, uno a uno, lastimosamente, sin prisa pero sin pausa, como el ritmo dialéctico del Pepe.
Y es que, a pesar de que en España aún se le llame Don José o señor Mujica, se le hable de usted y se acepte el aura divina que le acompaña, José Mujica siempre fue, a secas, el Pepe, y en todo caso, para los más encorsetados, el Pepe Mujica.
Así, el Pepe, junto a Lucía, pasó los cinco años de mandato en la casa que ambos tienen en las afueras de Montevideo, con su huerta, su casa de hojalata, sus perros cojos y su Volkswagen Fusca del 87, por el que algún que otro fetichista y jeque árabe llegó a ofrecerle un millón de dólares.
El Pepe, ese abuelo de 80 años que muchos habríamos querido que nos llevara a pasear al parque, sacó a Uruguay del olvido de la región, lo colocó en la boca de la revista Time que designó a aquel país chiquito como el más relevante de 2013 tras el proceso de legalización de la marihuana o la discusión entorno al aborto.
Después llegaría el Mundial de Brasil, el mordisco de Suárez, la explosión de Pepe contra la FIFA –"Los de la FIFA son una manga de viejos hijos de puta. Lo podrían haber sancionado, pero no con sanciones fascistas”–, la imposibilidad legal de la reelección sumada a su falta de deseo por seguir al frente del gabinete…y el retiro, la vida misma.
“Estar vivo es un milagro, las chances de estar muerto son infinitas (…) la libertad es lo que da sabor a la vida, tener el tiempo para hacer lo que a uno le motiva”. Eso es ser libre, venía a decir con uno de sus discursos más famosos sobre el capitalismo actual que ya le vimos compartir en diferentes foros, desde una entrevista con Évole a la ONU, pasando por cualquier diálogo público.
Porque cuando el Pepe habla del tiempo y del buen empleo del mismo, no habla del tiempo ni de la forma de emplearlo, habla del sistema que nos absorbe a todos: “no caigan en la boludez de ‘que no le falte de nada a mi hijo’, si estás todo el día trabajando, le faltás vos”, soltó al borde del cabreo mientras alguno no entendía el tono serio y soltaba una carcajada respondiendo a una anécdota ligera que no era tal.
“Hay que dedicarle tiempo al amor y aprender”, también aconsejó saltando de un tema a otro pero conservado su tono a simple vista amigable y a la vez criticón que consigue embaucar a todo el que le presta atención.
“Se lo tengo que decir así, es como veo el mundo”, le dijo a ese público atento en Casa América en más de una ocasión, como excusándose de su sinceridad, como si supiera que aquí, en la vieja Europa, es algo poco común, que llega a escandalizar, que se juzga, que etiqueta al interlocutor.
Un mundo que él se afanó en transformar y que hoy, curtido en mil y una batallas, enfoca desde otro punto de vista. Utópico eterno, en este viaje personal que le ha traído a España e Italia para visitar el pueblo vizcaíno de Múgica (de donde procede de su familia paterna) y Génova (donde se crió su madre), no ha aceptado más que un coche que el Gobierno vasco se empeñó en cederle; nada de hoteles, nada de guardaespaldas, aquí y ahora no es más presidente.
El pasado viernes, en Casa de América, tuvo a bien atender a los cerca de veinte medios que nos agolpábamos en una sala contigua al auditorio. Los periodistas, pisándonos entre nosotros para llevarnos la gloria de preguntarle al profeta, le interrogamos sobre la posibilidad de posicionarse para que Bolivia tenga salida al mar, su opinión al tanto de la corrupción en Latinoamérica, la situación en Venezuela o su relación con Manuela Carmena, con quien se había entrevistado días antes en Madrid.
“Yo no soy quien tiene que opinar sobre la alcaldesa de Madrid, yo no voté”, respondió decepcionando a los que buscaban el titular del ex presidente uruguayo celebrando la victoria del poder popular.
A pesar de la tibia contestación, Mujica había sido una baza moral para la futura alcaldesa –si no hay tamayazo que lo impida– de la capital madrileña a quien ya espera el ayuntamiento, a cincuenta metros de la Seña Cibeles y de la Casa de América que acogió al Pepe en uno de sus dos únicos actos programados con antelación y publicidad en España.
El pasado 15 de mayo, en el cuarto aniversario de la toma de la Puerta del Sol, Carmena recibió en privado al uruguayo, visita que, según Manuela, supuso “una inyección de entusiasmo” para la candidatura de Ahora Madrid.
Si algo tienen en común Pepe y Manuela, además de la experiencia y la distancia que da haber pasado los 70, además de hacerse llamar por su nombre y no por su apellido, además de luchar por los derechos humanos y los más desfavorecidos, además de todo esto, si algo tienen en común Pepe y Manuela es que aún creen que se puede.
“El optimismo es hoy un imperativo moral obligatorio”, decía Manuela en sus diálogos con los vecinos de Madrid, en sus “actos de campaña” lejos de los focos y las grandes parafernalias de los mítines convencionales.
“Antes me preocupaba por cambiar el mundo y no por lo pequeño, por que la gente tuviera un techo, un colchón. Hoy pienso lo contrario, preocúpate por quien no tiene casa, no cambiarás el mundo pero tendrás vergüenza humana”, completó Pepe en Madrid, ante trescientas personas entre las que había tres filas reservadas para autoridades y trajeados, que reían con las medias bromas del expresidente, que no entendían la profundidad de su mensaje.
En más de una ocasión en estos años se refirió a que no era su actitud la que debía ser reseñable sino que más bien era la del resto de mandatarios la que tenía que examinarse. Dentro de su discurso de las pequeñas cosas, de las obviedades, del sentido común, los que le alaban entre la izquierda y la derecha ven al Pepe como un grandilocuente orador, que tiene derecho, preso de los años, a decir las cosas tal y cómo se le pasen por la cabeza.
Y pese a que la única intención que puede tener para prestarse a sentarse no en una plaza con los vecinos del barrio o un auditorio mayor y sin asientos preferentes, sea la de agitar las conciencias de los poderosos, su discurso parece en estos foros quedarse en una nebulosa que vacila entre lo entrañable y lo utópico.
Así, los trajeados que el viernes pasado dejaron la corbata en casa al más estilo Pedro Sánchez, los que llegaron y preguntaron por su sitio como si el resto tuviera que permanecer de pie, se llevaron su selfie junto a un ex guerrillero tupamaro, que probablemente tuvo que matar, que luchó y lucha contra el clasismo social, que cede ya su cara para que la estampen en mil y una camisetas.
Mujica, quien no está de acuerdo con que se abra un proceso de clarificación de los crímenes cometidos durante la dictadura uruguaya (1973-1985), una de las pocas cosas que le recrimina parte de la izquierda de su país, se fue cómo llegó, silencioso, despacio, tranquilo. Como quien ya había hecho lo que le tocaba hacer, el viernes pasado, quizá en su vida.
Al final de su legislatura, la prensa internacional hacía cola para sentarse en uno de los roídos sillones que decoran su casa. En agosto el presidente electo más mayor de Uruguay tenía pendiente 400 entrevistas en las que seguir con su retórica que, del uno al otro confín, catalogan como humilde, honesta y coherente.
Pese a ser un díscolo ex presidente que no realizó ningún tipo de visita oficial estos días, no se olvidó de estar con Manuela, con Ada Colau en Barcelona, con sus amigos políticos y sus orígenes, con la gente común, a la que probablemente dio consejos sin quererlo, a quien sugirió un camino posible.
“Me complico con una casa grande, con un coche nuevo y con que me quieran robar la casa y el coche. Vivo en un mundo enfermo (…) tengo ya 80 años y en la mortaja no hay bolsillos”, dijo con la tranquilidad de quien asume que de aquí a poco le tocará ir descansando.
Y como un ser humano más, sin aura decimonónica, se marchó acumulando dudas, sin conseguir formular grandes respuestas: “¿Para qué el mundo hizo revoluciones?”; “no vamos a tener un mundo mejor si no empezamos a ser mejores cada uno”.
El Pepe
El viernes pasado llegó enfundado en un traje azul marino, camisa blanca, zapatos oscuros, gafas de sol en un bolsillo de la americana. Famoso entre otras cosas por su indumentaria atípica, considerada incluso inapropiada para un mandatario, apareció vestido bajo los cánones europeos formales. Quizá fuera porque estaba en el viejo continente, porque venía de Italia o porque la astenia primaveral madrileña le dan ganas “al” Pepe Mujica de mostrarse con una elegancia Massimo Dutti.
Llegó, al auditorio de la Casa de América de Madrid a eso de las 18.30 horas, acompañado de su esposa, la también política y ex guerrillera tupamara, Lucía Topolansky, y sin su sombra en el exterior, el Flaco Haller, su único guardaespaldas en visitas fuera de Uruguay cuando era presidente de un país que cerró 2014 con 3,5 millones de personas y 13 millones de vacas.
“Supimos buscarnos el nicho de mercado. Los uruguayos aprendimos que el mondongo (las tripas) se lo comen los chinos, la lengua hay que mandarla a Japón y así con todo”, sentaba Pepe cátedra sobre todo lo que le llegaba a las manos ante trescientos admiradores entregados.
Estaba en el centro de las miradas y en el centro de los sillones. Escoltado por el director de Casa América que apenas intervino para darle una cordial bienvenida al auditorio y por el Rector de la Universidad de Comillas que, con tono litúrgico, mencionó a todos los ejemplos morales católicos contemporáneos –no se demoró mucho– antes de cederle la palabra al invitado que escuchaba distraído, echado para adelante en su sillón de piel blanca.
“Hoy andamos remendando la vereda que caminamos”, arrancó Mujica haciendo las delicias de los asistentes que esperaban al ex presidente, pero sobre todo al filósofo, al ex guerrillero que pasó casi quince años de su vida entre rejas, que cavó un túnel desde las celdas a la sala de estar de una casa cercana por donde salió junto a 115 compañeros de prisión, uno a uno, lastimosamente, sin prisa pero sin pausa, como el ritmo dialéctico del Pepe.
Y es que, a pesar de que en España aún se le llame Don José o señor Mujica, se le hable de usted y se acepte el aura divina que le acompaña, José Mujica siempre fue, a secas, el Pepe, y en todo caso, para los más encorsetados, el Pepe Mujica.
Así, el Pepe, junto a Lucía, pasó los cinco años de mandato en la casa que ambos tienen en las afueras de Montevideo, con su huerta, su casa de hojalata, sus perros cojos y su Volkswagen Fusca del 87, por el que algún que otro fetichista y jeque árabe llegó a ofrecerle un millón de dólares.
El Pepe, ese abuelo de 80 años que muchos habríamos querido que nos llevara a pasear al parque, sacó a Uruguay del olvido de la región, lo colocó en la boca de la revista Time que designó a aquel país chiquito como el más relevante de 2013 tras el proceso de legalización de la marihuana o la discusión entorno al aborto.
Después llegaría el Mundial de Brasil, el mordisco de Suárez, la explosión de Pepe contra la FIFA –"Los de la FIFA son una manga de viejos hijos de puta. Lo podrían haber sancionado, pero no con sanciones fascistas”–, la imposibilidad legal de la reelección sumada a su falta de deseo por seguir al frente del gabinete…y el retiro, la vida misma.
“Estar vivo es un milagro, las chances de estar muerto son infinitas (…) la libertad es lo que da sabor a la vida, tener el tiempo para hacer lo que a uno le motiva”. Eso es ser libre, venía a decir con uno de sus discursos más famosos sobre el capitalismo actual que ya le vimos compartir en diferentes foros, desde una entrevista con Évole a la ONU, pasando por cualquier diálogo público.
Porque cuando el Pepe habla del tiempo y del buen empleo del mismo, no habla del tiempo ni de la forma de emplearlo, habla del sistema que nos absorbe a todos: “no caigan en la boludez de ‘que no le falte de nada a mi hijo’, si estás todo el día trabajando, le faltás vos”, soltó al borde del cabreo mientras alguno no entendía el tono serio y soltaba una carcajada respondiendo a una anécdota ligera que no era tal.
“Hay que dedicarle tiempo al amor y aprender”, también aconsejó saltando de un tema a otro pero conservado su tono a simple vista amigable y a la vez criticón que consigue embaucar a todo el que le presta atención.
“Se lo tengo que decir así, es como veo el mundo”, le dijo a ese público atento en Casa América en más de una ocasión, como excusándose de su sinceridad, como si supiera que aquí, en la vieja Europa, es algo poco común, que llega a escandalizar, que se juzga, que etiqueta al interlocutor.
Un mundo que él se afanó en transformar y que hoy, curtido en mil y una batallas, enfoca desde otro punto de vista. Utópico eterno, en este viaje personal que le ha traído a España e Italia para visitar el pueblo vizcaíno de Múgica (de donde procede de su familia paterna) y Génova (donde se crió su madre), no ha aceptado más que un coche que el Gobierno vasco se empeñó en cederle; nada de hoteles, nada de guardaespaldas, aquí y ahora no es más presidente.
El pasado viernes, en Casa de América, tuvo a bien atender a los cerca de veinte medios que nos agolpábamos en una sala contigua al auditorio. Los periodistas, pisándonos entre nosotros para llevarnos la gloria de preguntarle al profeta, le interrogamos sobre la posibilidad de posicionarse para que Bolivia tenga salida al mar, su opinión al tanto de la corrupción en Latinoamérica, la situación en Venezuela o su relación con Manuela Carmena, con quien se había entrevistado días antes en Madrid.
“Yo no soy quien tiene que opinar sobre la alcaldesa de Madrid, yo no voté”, respondió decepcionando a los que buscaban el titular del ex presidente uruguayo celebrando la victoria del poder popular.
A pesar de la tibia contestación, Mujica había sido una baza moral para la futura alcaldesa –si no hay tamayazo que lo impida– de la capital madrileña a quien ya espera el ayuntamiento, a cincuenta metros de la Seña Cibeles y de la Casa de América que acogió al Pepe en uno de sus dos únicos actos programados con antelación y publicidad en España.
El pasado 15 de mayo, en el cuarto aniversario de la toma de la Puerta del Sol, Carmena recibió en privado al uruguayo, visita que, según Manuela, supuso “una inyección de entusiasmo” para la candidatura de Ahora Madrid.
Si algo tienen en común Pepe y Manuela, además de la experiencia y la distancia que da haber pasado los 70, además de hacerse llamar por su nombre y no por su apellido, además de luchar por los derechos humanos y los más desfavorecidos, además de todo esto, si algo tienen en común Pepe y Manuela es que aún creen que se puede.
“El optimismo es hoy un imperativo moral obligatorio”, decía Manuela en sus diálogos con los vecinos de Madrid, en sus “actos de campaña” lejos de los focos y las grandes parafernalias de los mítines convencionales.
“Antes me preocupaba por cambiar el mundo y no por lo pequeño, por que la gente tuviera un techo, un colchón. Hoy pienso lo contrario, preocúpate por quien no tiene casa, no cambiarás el mundo pero tendrás vergüenza humana”, completó Pepe en Madrid, ante trescientas personas entre las que había tres filas reservadas para autoridades y trajeados, que reían con las medias bromas del expresidente, que no entendían la profundidad de su mensaje.
En más de una ocasión en estos años se refirió a que no era su actitud la que debía ser reseñable sino que más bien era la del resto de mandatarios la que tenía que examinarse. Dentro de su discurso de las pequeñas cosas, de las obviedades, del sentido común, los que le alaban entre la izquierda y la derecha ven al Pepe como un grandilocuente orador, que tiene derecho, preso de los años, a decir las cosas tal y cómo se le pasen por la cabeza.
Y pese a que la única intención que puede tener para prestarse a sentarse no en una plaza con los vecinos del barrio o un auditorio mayor y sin asientos preferentes, sea la de agitar las conciencias de los poderosos, su discurso parece en estos foros quedarse en una nebulosa que vacila entre lo entrañable y lo utópico.
Así, los trajeados que el viernes pasado dejaron la corbata en casa al más estilo Pedro Sánchez, los que llegaron y preguntaron por su sitio como si el resto tuviera que permanecer de pie, se llevaron su selfie junto a un ex guerrillero tupamaro, que probablemente tuvo que matar, que luchó y lucha contra el clasismo social, que cede ya su cara para que la estampen en mil y una camisetas.
Mujica, quien no está de acuerdo con que se abra un proceso de clarificación de los crímenes cometidos durante la dictadura uruguaya (1973-1985), una de las pocas cosas que le recrimina parte de la izquierda de su país, se fue cómo llegó, silencioso, despacio, tranquilo. Como quien ya había hecho lo que le tocaba hacer, el viernes pasado, quizá en su vida.
Al final de su legislatura, la prensa internacional hacía cola para sentarse en uno de los roídos sillones que decoran su casa. En agosto el presidente electo más mayor de Uruguay tenía pendiente 400 entrevistas en las que seguir con su retórica que, del uno al otro confín, catalogan como humilde, honesta y coherente.
Pese a ser un díscolo ex presidente que no realizó ningún tipo de visita oficial estos días, no se olvidó de estar con Manuela, con Ada Colau en Barcelona, con sus amigos políticos y sus orígenes, con la gente común, a la que probablemente dio consejos sin quererlo, a quien sugirió un camino posible.
“Me complico con una casa grande, con un coche nuevo y con que me quieran robar la casa y el coche. Vivo en un mundo enfermo (…) tengo ya 80 años y en la mortaja no hay bolsillos”, dijo con la tranquilidad de quien asume que de aquí a poco le tocará ir descansando.
Y como un ser humano más, sin aura decimonónica, se marchó acumulando dudas, sin conseguir formular grandes respuestas: “¿Para qué el mundo hizo revoluciones?”; “no vamos a tener un mundo mejor si no empezamos a ser mejores cada uno”.