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Velocidad acelerada

Una conversación con Adrián Villar Rojas

En su libro Contagiosa paranoia Rafael Cippolini comenta que cuando Silvina Ocampo quiso conocer al joven artista Alberto Greco lo citó, junto a un amigo en común, en su piso de la calle Posadas de la ciudad de Buenos Aires. Greco y su amigo esperaron y esperaron en el salón de la escritora, pero esta nunca se presentó. 

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Sin embargo, la artífice de la escena logró su objetivo, ya que ubicada en el cuarto contiguo utilizó todo el tiempo de la espera para espiarlos y comentar por teléfono después: “se los veía preciosos, sentaditos, desaliñados, con esas crenchas que tanto me inspiran”. Yo también quise conocer a un joven artista, pero no me alojé detrás de un muro sino que directamente toqué timbre en su domicilio. La lógica del impulso se caracteriza por la velocidad de su concatenación. Seguramente por ese motivo allí estaba, llamando a la puerta de un artista que días atrás era para mí un desconocido y al que descubrí a través de un cuaderno repleto de textos y dibujos. Luego del segundo llamado y al cabo de un momento apareció Adrián. Al verme retrocedió, me gusta pensar que lo hizo para buscar su beanie grunge, con el que salimos a caminar, sin rumbo, por las calles de su Rosario (Santa Fe, Argentina) natal. La conversación duró el tiempo del paseo, allí me explicó cómo el hecho de ubicar en un mismo plano de sentido a Kurt Cobain y a un Tyrannosaurus rex le permitía preguntar: ¿Dentro de 30.000 años qué tipo de relación mantendrán los humanos con el mito de Kurt Cobain? A su vez me explicó por qué era importante realizar una réplica del banco al aire libre firmado por los fans de Kurt, pero a una escala que no coincida con la de la realidad sino con la de la memoria. Este banco, ubicado en el parque que rodea la última casa de Seattle que el cantante de Nirvana habitó, es el lugar donde los fans se desplazan para homenajearlo. Al no haber una tumba, el banco garabateado y gastado oficia de lápida. 

Las detenciones temáticas, las conclusiones y las teorías construidas a partir de sus diversas obsesiones mantuvieron el mismo tono, en un ciclo perfecto que iba de la verborrea a la digresión. Si bien todo ello sucedió hace tiempo, experimentar una obra de Adrián Villar Rojas repone un tipo de conversación en proceso de ser amplificada, seguramente porque como pude leer en ese primer cuaderno: “Antes de las películas de terror teníamos a Caravaggio”. 

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Mi familia muerta  (My dead family), 2009. 2ª Bienal del Fin del Mundo de Ushuaia, Argentina. Cortesía del artista y de Ruth Benzacar Art Gallery, Buenos Aires. ©Carla Barbero

 

Ingresar en tu trabajo implica en parte deambular dentro de un sistema narrativo sin sujeto ni predicado, habitado sólo por protagonistas, formas donde el dispositivo narrativo parece alojarse. Este sistema es claro, directo y ramificado. ¿Hasta dónde te interesa seguirlo? 

Soy muy conciente de la narratividad de mi trabajo. Me encantan la digresión y las notas de las notas. En un punto, estoy reproduciendo la dispersión de mi forma de hablar. El sistema de notas existe también cuando converso. Me interesa deambular, aunque sepa que puedo perder el hilo de la conversación o desviar las preguntas de su camino. Cuando pienso en narración, pienso en mi relación con la literatura, que es muy fuerte y de larga data. Viene tanto
del intercambio con mi hermano —que es escritor— como de mi gusto por la historieta y el cine. Después diría que hay un vínculo con la narración en el hecho de querer que los proyectos tengan siempre un ritmo muy próximo a la vida orgánica, que crezcan y se desarrollen como una semilla. En este sentido, podría decir que hay una narración implícita en mi trabajo, pero es una narración de formas: formas que comunican con otras formas y así el trabajo crece como una entidad viva. Podría trazar un arco totalmente coherente desde mis primeros proyectos hasta los últimos y esto deriva de ese patrón de crecimiento orgánico. Si afilás la mirada, es posible encontrar esa continuidad. No hay una genealogía, no es Cristo en la cruz y sus trece pasos, sino pequeños guiños que anticipan lo que va a venir. Un último elemento vincula mi práctica con la idea de narración: el estudio y taller nómadas que, con el correr de los proyectos, he ido montando como una suerte de compañía de teatro itinerante donde cada nueva instancia y cada nueva definición es, justamente, el resultado de algo que se movió. La edición ocurre en vivo, en tiempo real, de proyecto a proyecto. No transportamos obra. Recién ahora, en casos aislados, estoy empezando a pensar en la re-representación de piezas que están siendo preservadas. Pero, esencialmente, me interesa pensar en ese otro 90% de obra que ya no existe y en los modos en que vuelve a aparecer. 

Today We Reboot the Planet, 2013. Serpentine Sackler Gallery, Londres. Cortesía del artista y Marian Goodman Gallery, Nueva York/París y Kurimanzutto, México D.F. ©Jörg Baumann
Today We Reboot the Planet, 2013. Serpentine Sackler Gallery, Londres. Cortesía del artista y Marian Goodman Gallery, Nueva York/París y Kurimanzutto, México D.F. ©Jörg Baumann

 

Sin una estructura narrativa lineal el relato en ocasiones emerge, como en el caso de la nouvelle que forma parte del libro que acompañó tu participación en la Bienal de Venecia del 2011. 

En el caso particular de esa exposición, los textos ocupaban dos zonas de importancia. Por un lado, estaba la nouvelle escrita por mi hermano (Sebastián Villar Rojas, Poemas para terrestres, Marsilio Editore, Venecia, 2011) que narra —en forma de diario íntimo— las memorias del último adolescente en la tierra. Por otro lado, el texto de Sebastián es un desprendimiento de un texto anterior de mi autoría (The Last Joke on Earth, edición de autor, Rosario, 2010) escrito para una actividad de la galería Serpentine (Songs During the War, The Serpentine Gallery Map Marathon, Londres, 2010) y republicado para la Bienal de Venecia (“The Last Joke on Earth”, Ahora estaré con mi hijo, el asesino de tu herencia, KBB, Buenos Aires, 2011). En este texto, planteo una situación límite: los últimos siete sobrevivientes de la humanidad hacen un último gesto artístico y clausuran, de esta manera, la historia del arte humano: deciden actuar de neandertales hasta morir, cambiando así el curso de la evolución humana y anulando la lengua, la palabra. Sin embargo, estos últimos siete humanos rompen el pacto de anulación de la producción semiótica del planeta Tierra y dejan a dos personas libres. Cuando —tiempo después—fallecen, el hijo de esta pareja queda solo en el mundo y se transforma en el único ser emitiendo símbolos en seis millones de años luz a la redonda. Es probable que existan otros organismos que estén pensando, pero al menos en esta franja temporo-espacial, excepto este adolescente, no hay nadie más mirando las estrellas y la Luna, llorando por un recuerdo, o masturbándose mientras mira una nube con forma de seno. Todos estos relatos ocurren como satélites de la obra. No los considero textos cuya función es dar una entrada a la obra. Me preocuparía mucho volverme un ilustrador de textos. Para ponerlo en términos corporales, son escupidas del trabajo, secreciones que brotan de su hiperproductividad. A su vez, estos textos sitúan la obra en espacio y tiempo, ya que todo el trabajo está dislocado y disperso en esta suerte de limbo que elegí para pensar: ese último momento de la humanidad que, al mismo tiempo, puede ser visto como un momento de posthumanidad. Y esto surge en parte como respuesta a la idea de escapar del fantasma de lo nuevo: si no va haber nada nuevo, vamos al punto final. Allí se posiciona mi pensamiento. Me interesa mucho la desaparición. Me interesa mucho cómo yo mismo voy a desaparecer, cómo mi trabajo y el grupo que trabaja conmigo —este sistema de órganos que se desarrolla a medida que los proyectos se construyen— van alcanzando un grado tan amplio de autonomía que hasta podrían llegar en algún punto a asesinarme, ingerirme y procesarme. La gran pregunta que surge cuando pienso en narración es: ¿Cómo haremos para desaparecer? Generar una situación en la que pueda desaparecer en mi trabajo es algo que me estimula muchísimo. Si sólo “sobrevive” un 5% o 10% de lo que hago, ¿cómo se articula mi presente con la memoria de eso que ya no se puede reconstruir? La obra atenta contra su existencia constantemente y esto va mucho mas allá del hecho material de trabajar con arcilla. De hecho, en los últimos proyectos ya no hay arcilla y, sin embargo, surge nuevamente la imposibilidad de su conservación.

 

Esta constelación de actividades que comprende tu trabajo es el resultado de la implementación de una serie de saberes y oficios diversos. ¿Qué tipo de relación estableces con los oficios y los lenguajes constructivos? 

Yo no me puedo parar frente a mi trabajo como escultor o dibujante. Aunque muchas veces los necesite, esos gestos no son mi trabajo. Mi práctica no está ahí. De hecho, ya casi no dibujo ni hago collages. Lo que más hago es escribir. Ahora todo se reduce a la escritura, que atraviesa estados muy distintos y que, a la vez, es reiterativa. Si veo un cuaderno de 2005 puedo reconocer pensamientos que aún perviven. Hace poco hice una revisión de todos los cuadernos que escribí durante una década, a propuesta de Noelia Ferretti —jefa de mi estudio— para un libro que estoy realizando junto a Carolyn Christov-Bakargiev y que va titularse Return the World, por el proyecto homónimo realizado en 2012 para dOCUMENTA(13)-Kassel. Es la primera antología de mi escritura, además de las primeras biografía y bibliografía completas. Fue muy gracioso encontrarnos con elementos de hoy que ya estaban ahí desde hace tiempo.

 

Más allá de cualquier parámetro cuantitativo, la lógica hiperproductiva se ciñe a la dupla ritmo y progreso. Como si el hecho de ingresar en una dinámica rítmica produjera un sistema de formas. ¿Existen para ti pautas de ingreso a esa órbita, a ese ritmo?

La hiperproductividad o, como dijiste, la hiperconciencia, son cosas que me encantan. Por eso vivimos en este estado de velocidad acelerada con mi equipo. Pero hay tanto de humano en mi trabajo que hacer por hacer tiene un límite, sobre todo porque lo interesante no es sólo encontrar un ritmo sino llegar a un estado de crecimiento real. En este sentido, me interesa particularmente la idea de crecimiento y no la de evolución, ya que mi práctica expone su pérdida, no evoluciona y gana sino que, al expandirse, se empobrece en forma sistemática. Cada proyecto es irrepetible y efímero. No va a volver a existir, no se va a archivar ni a re-representar. Constantemente los proyectos se suicidan y generan preguntas, tanto sobre el empobrecimiento real de la obra como sobre su posible conservación. Los objetos que producimos son huéspedes temporarios. La idea del fin es una trama absolutamente libidinosa para mí.

 

Tu modo de tomar posición con respecto a la escena del arte joven argentino a partir de 2005 resultó sorprendente, en primer lugar por el rumbo contrario que emprendió. Frente a la concentración y limpieza formal que muchos trabajos adquirían, el tuyo toma la senda de la propagación, la figuración y la reinserción manual. ¿En qué momento decidiste subir el volumen de la expansión?

Lo primero que podría decir es que provengo de una familia mixta, de madre judía argentina y padre católico peruano. Pertenecer a esta situación cultural híbrida es algo que, en general, ha agudizado mi atención a la hora de observar el contexto. El segundo punto es que yo vivía en Rosario, una ciudad de un millón de habitantes a 300 km de Buenos Aires. El hecho de exponer mi trabajo en la capital y volver permanentemente a Rosario me daba la posibilidad de tomar distancia de ese centro de producción. En Buenos Aires era un momento muy particular en el que empezaban a mostrar con muchísima fuerza artistas como Leo Estol, Diego Bianchi y Fernanda Laguna en Belleza y Felicidad, o Flavia da Rin y Matías Duville en la Beca Kuitca. Yo fui un testigo privilegiado de esa época, pero de alguna manera no formé parte de ella, o al menos no me sentía parte. Ese constante regreso a Rosario, donde no estaba pasando nada demasiado significativo dentro del contexto joven en comparación con Buenos Aires, donde cada inauguración era literalmente una fiesta, me sacaba de escena y me hacía sentir más un espectador que un posible protagonista de ese momento de efervescencia. En este sentido, creo que ese primer movimiento de “subir el volumen” hacia 2007-2008 fue muy consciente, porque cuando lo hice ya había estado cinco años observando minuciosamente una forma de hacer. Mi lectura de esa situación, mi devolución de todo lo observado, tomó forma en mi obra y podría decir que fue un primer gesto programático contra los NO: para ponerme a hacer, empecé a preguntarme qué era lo que NO se podía hacer. Yo sentía un gran NO ceñido sobre todo lo que me atraía: ser barroco, emocional y poético, trabajar con las manos, con la figuración y la arcilla. Lo que estaba “mal visto” era, justamente, todo lo que a mí me fascinaba.

 

Trabajas junto a un gran equipo y a la vez participas de cada una de las partes de constitución de las capas que terminan conformando cada proyecto. ¿Cómo es el proceso de trabajo de esta compañía? 

No existe una forma, molde o patrón único de trabajo. A veces todo se organiza a partir de ideas muy claras: transfiero la información a un ingeniero y a un arquitecto a través de dibujos o fotomontajes, y luego ellos los convierten en renders que son bajados al resto del equipo. Pero la mayoría de las veces la transmisión es oral y la puedo asociar con las tareas de un director de cine. En otros momentos, los proyectos requieren de una estructura más concreta, y aun en otros, como en la actualidad, de una situación mucho más móvil. Me gusta decir “hoy somos fábrica, mañana granja y pasado campo de guerra arrasado”, es decir, utilizamos la mejor lógica para cada momento. El teatro hace su aparición cuando empiezo a interesarme por una dialéctica más blanda, que coincide con el momento en que la relación con mi estudio se hace mucho más dinámica. Alcanzar un estado de mayor madurez nos llevó años de entrenamiento y creo que fue recién a partir del proyecto en la galería Serpentine (Today We Reboot the Planet, Serpentine Sackler Gallery, Londres, 2013) que las dinámicas empezaron a cambiar. Antes de ese proyecto yo era siempre el emisor, pero ahora la voz también surge del otro lado. Es a partir de esta nueva situación que empiezo a pensar en el teatro, en particular, en el trabajo de Federico León. Presencié algunas de sus clases y allí pude ver cómo el actor está en un estado de derroche absoluto, pero es este gasto excesivo el que le permite ingresar en todo tipo de situaciones. La edición del director sobre el actor en esos primeros momentos de exceso se convierte en una operación muy compleja. Ahora bien, cuando yo no voy con un fotomontaje claro y preciso a mis colaboradores, la situación se vuelve muy similar a ésta del director con sus actores. Es en este punto que empiezo a sentir que trabajo con mi equipo como con actores sometidos a una transformación. A tal punto se internalizó esta modalidad de trabajo que, durante la construcción de Today We Reboot the Planet, le pedí a uno de mis colaboradores, Ariel Torti, que dejara de ser carpintero, herrero o joyero y se convirtiera en la Granja de ladrillos, un proyecto fantasma que desarrollé entre 2012 y 2014 en las afueras de Rosario, más precisamente, en el terreno de una pequeña comunidad de fabricantes artesanales de ladrillos. Descubrir este lugar en la periferia rural de mi ciudad fue tan fascinante para mí que decidí contactarme con sus propietarios e instalar allí una especie de estudio parásito o laboratorio experimental al aire libre (la Granja de ladrillos o Brick Farm) que, finalmente, duró casi tres años. Durante este tiempo, mi equipo y yo nos comunicamos con los trabajadores de la ladrillera como dos comunidades unidas por un mismo material, la tierra, con la intención de compartir conocimiento. La transformación que implicó este proyecto para nosotros sólo salió a la luz con el trasladado, a través de Ariel Torti, de esa lógica de trabajo a Londres, cuando le pedí que ya no fuera un humano sino un lugar: el fantasma de ese lugar contaminando de anomalías es otro nuevo espacio de operaciones. De esas anomalías surgió más tarde un nuevo sistema de normas: un nuevo paradigma. Me interesa generar un sistema limitado de preguntas que dispare una serie infinita de respuestas.

Where the Slaves Live, 2014. Fundación Louis Vuitton, París, Francia. Cortesía del artista y Fundación Louis Vuitton. ©Jörg Baumann
Where the Slaves Live, 2014. Fundación Louis Vuitton, París, Francia. Cortesía del artista y Fundación Louis Vuitton. ©Jörg Baumann

 

Hablas del equipo y pienso en un material.

La magia más poderosa está en ellos, mi mayor inversión se concentra en los componentes de mi equipo. Al no haber obra perdurable, la energía siempre vuelve a ellos. Al extinguirse el proyecto de Sharjah, de Venecia o de Londres, reaparece el grupo con mayor fuerza. El momento más hermoso de un proyecto es cuando descubro que, por ejemplo, no necesito recurrir a un biólogo profesional para desarrollar un experimento con material orgánico sino que es mi propio equipo y mi propia ambición la que se puede adaptar a la nueva situación: ésta es la forma en que nuestra comunidad genera conocimiento. Se trata del arribo a un estado productivo que nos permite crecer juntos. Por eso siempre digo que la verdadera obra son ellos: mi equipo. 

 

La palabra “monumento” suele aparecer en cada aproximación a tu trabajo. ¿Cómo te relacionas con este tipo de recepción?

Entiendo que es una lógica que empezó a circular muy velozmente a partir de la Bienal de Venecia 2011, donde todo el planteo de Ahora estaré con mi hijo, el asesino de tu herencia resultaba a todas luces hiperbólico. En este sentido, la idea de monumento es una de las formas de acceso a ese primer capítulo de mi trabajo. No reniego de ella, pero tampoco tengo una atracción particular por ese tema. Es algo similar a lo que ocurre cuando me preguntan sobre la ecología: no me interesa en términos reivindicativos sino que es la desaparición de la especie humana, la pérdida, lo que me lleva en todo caso a pensar en ese tema, entre otros. No hay literatura para aproximarse a la obra, no dispongo de un programa. Me muevo en un orden más ontológico que óntico: los temas se subordinan a las lógicas de producción.

 

Planetarium es el título de tu proyecto para la 12a Bienal de Sharjah (Kalba, EAU, 2015).

Planetarium intenta pensar qué significa el hecho de transportarnos a nosotros mismos, ya que en cada nuevo proyecto el principal movimiento es humano. Este último año hubo una reevaluación de cómo trabajamos, cómo nos movemos y qué transportamos. ¿Nuestra especie de bio-sistema aterriza en un lugar y se vuelve parásito del lugar? ¿Articula a su manera los elementos que encuentra en ese contexto? Necesitaba hacerme todas estas preguntas para descubrir de qué modo íbamos a aterrizar en un lugar tan ajeno a nuestra condición de argentinos. 2014 fue un año de mucha experimentación orgánica en el que prestamos particular atención a la fertilidad de la tierra. Por eso, la pregunta sobre cómo íbamos a trabajar en un lugar donde la tierra tiene otro tipo de riqueza se imponía. Me atraía mucho la posibilidad de conjugar paisajismo, arquitectura y escultura con a un grupo de colaboradores que ya estaba entrenado en esa dirección. La intención de Planetarium tiene que ver con presentar este nuevo estado del equipo y con la aparición del color. Esto último es algo que vengo planeando desde hace mucho tiempo y que tuvo su teaser en México (Los teatros de Saturno, Kurimanzutto, México D.F., 2014), pero cuya premier yo sabía que sería en este proyecto para Sharjah. Todo está articulado por un sistema de narración de formas cuyo funcionamiento implica esperar, resistir, contener y evitar. También me interesaba mucho lo que pasa cuando una idea loquísima da con un lugar que le dice “ok, es posible” . Hay una peculiar riqueza infraestructural en el Emirato, que descubrí explorando la región en los viajes de pre-producción del proyecto. Planetarium no se instaló en Sharjah sino en la costa este, a dos horas del Emirato, sobre el Golfo de Omán. La locación elegida fue una antigua fábrica de hielo abandonada que tuvimos que restaurar por completo. A partir de mi interés por explorar la región circundante empecé a tener mucha empatía con una de la figuras clave de la zona, el arqueólogo Eisa Yousef. Juntos emprendimos largas caminatas en las que pude detectar materiales con los que luego trabajaríamos. Fui haciendo un listado de proveedores en forma directa. Recolectando pequeñas muestras de arena articulé relaciones con los gestores y administradores de otros municipios. Así, empezaron a llegar a la fábrica de hielo camiones enteros con arena de todos los tipos y colores. Me interesaba conectar la disponibilidad de estos espacios para generar en la fábrica devenida taller y locación una especie de epicentro en el que confluían todas las energías. En estas caminatas descubrí la planta de manejo de residuos de Sharjah, construida a raíz del extraordinario crecimiento económico y demográfico de los Emiratos en la última década (pasaron de un millón a siete millones de habitantes), que llevó a un crecimiento igualmente exponencial de la producción de basura. Con buena parte de ese nuevo desperdicio en Sharjah están fabricando tierra negra. Es decir, descubrí una manera muy diversa de entender la tierra, la cual es totalmente exógena al paisaje, un elemento totalmente alienígena que aparece como subproducto del boom socio-económico y demográfico. Por todo ello quise contar con ese material y convertirlo en el ingreso a mi trabajo: son las líneas de tierra muy negra que rodean la entrada de la fábrica de hielo. Estas líneas de tierra están distribuidas de la misma manera en que ellos las distribuyen para realizar el secado del material. Y, a la vez, vuelvo a esta idea de metanarración de la que hablábamos antes. En Planetarium trabajé con el director de fotografía Mario Caporali, con quien ya habíamos hecho un primer proyecto juntos en Corea del Sur. En aquel momento, no sólo se documentó con imagen fotográfica todo el proceso sino que empezamos a hacer pequeños vídeos. De a poco, estos vídeos fueron ganando terreno y les fuimos prestando más atención, a tal punto que terminamos enfocándonos en uno de los personajes de la zona. Y de nuevo surge la pregunta sobre cómo se traduce la experiencia de este proceso de trabajo. Yo no fui tan claro en ciertas cuestiones, con la intención de ver qué se perdía y qué se encontraba. En un momento, descubrimos que el empleado de seguridad, un chico de Sudán, era un personaje magnífico que había estudiado actuación y realizamos con él una serie de escenas muy simples a través de las cuales mostramos una de las partes de nuestro universo satélite. Sentí que la mejor forma de recobrar nuestra hiperactividad era a través de la visión de esta persona. Él entendía que nosotros éramos artistas y que estábamos trabajando en algo que supuestamente era arte, pero también se sentía afectado por nuestra presencia y quería realizar una suerte de devolución a través de su actuación frente a la cámara. 

Planetarium, 2015. 12a Bienal de Sharjah, Kalba city, EAU. Cortesía del artista, Marian Goodman Gallery, New York/París y Kurimanzutto, México D.F. ©Jörg Baumann
Planetarium, 2015. 12a Bienal de Sharjah, Kalba city, EAU. Cortesía del artista, Marian Goodman Gallery, New York/París y Kurimanzutto, México D.F. ©Jörg Baumann

 

Volviendo al principio, ¿hasta dónde están presentes los libros y las lecturas en tu actividad? 

Rita Ponce de León es una persona maravillosa que conocí cuando ambos recién empezábamos a trabajar. Ella me enseñó que un libro es como un instrumento musical. Un día me mostró un libro que estaba leyendo desde hacía diez años y que no tenía el menor apuro en terminar. Un libro para Rita es como una guitarra que simplemente tocás y dejás y volvés a tocar en cualquier momento. Me pareció tan liberadora su forma de entender la lectura que la incorporé definitivamente a mi vida. Diseminar la lectura y saltar de libro en libro es una actividad importante para mí. Hay un párrafo de Esculpir en el tiempo, de Tarkovsky, donde el cineasta cuenta que una mujer le envía una carta en la que le dice que ella vuelve permanentemente a una de sus películas, y que no le importa verla muchas veces, verla empezada o no terminarla, porque lo que realmente le interesa es ir a vivir un rato ahí, a esa película de él. Yo intento vivenciar los libros y las películas de esa misma manera: sentirme adentro de una casa, o de un taller. 

 

Mariano Mayer

Mariano Mayer es poeta, crítico de arte y curador independiente. Junto a Cecilia Szalkowicz y Gastón Pérsico edita SCRIPT (Madrid – Buenos Aires). 

Adrián Villar Rojas (Rosario, Argentina, 1980) ha realizado exposiciones individuales en el MoMA PS1 de Nueva York (2013), la Serpentine Sackkler Gallery de Londres (2013) o el Moderna Museet de Estocolmo (2015), entre otros. También ha participado en la 54 Bienal de Venecia, representando el pabellón argentino (2011), en la 13 Documenta de Kassel (2012) y, más recientemente, en la 12 Bienal de Sharjah (2015).