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Crónica de un sinsentido

Mi segunda noche en Melilla acabó al grito de “bosa, bosa”. Un pelotón sin uniformar vitoreaba al alba su hazaña por las callejuelas de la ciudad. Varios coches de policía les escoltaban, aunque a juzgar por el éxtasis victorioso reflejado en sus gestos, ellos seguro consideraban innecesaria la protección policial.

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Había sido una operación programada, bien estudiada tras muchos tropezones y fracasos. De los doscientos que intentaron saltar la valla que empuja a Melilla contra el mar Mediterráneo, ochenta —de mayoría camerunesa— lo consiguieron.

Era una jornada más para la ciudad autónoma, famosa por el flujo migratorio que padece diariamente, pero no para alguien que había decidido dejar atrás la centralista Madrid y conocer de primera mano lo que sucede en la frontera sur de esta maraña territorial llamada España.

“Melilla no es lo que sale en la tele”, me iba a decir minutos después un trabajador de la Cruz Roja con el que tomé el primer café del día mientras se quejaba del tratamiento que los medios de comunicación convencionales hacen de la ciudad, convirtiendo el salto de la valla en “un circo mediático”.

Por la tarde, aún sorprendida por mi forma de despertar en este primer lunes, le comenté a un amigo la intensidad de mi estancia, “todo lo que he visto y oído en apenas 48 horas”. Mi amigo, emocionado a su vez por mi aventura en la España musulmana, inquirió:

—Joder, qué fuerte, ¿estarás alucinando, no? ¿Y han conseguido huir de la policía o les han frito a hostias?

—No, qué va, tío, hemos visto muchas películas.

—¿Y la gente les abría las puertas de sus casas para echarles una mano?

—Que no, que no, que ha sido la propia policía la que les ha acompañado al centro de acogida.

Cargado de prejuicio y horas de telediario nacional, mi amigo no daba crédito a mis explicaciones. Andaba cerca de pensar que en apenas dos días, el funcionariado que llena la ciudad me había lavado el cerebro y subrayaba sin contemplaciones que, en materia de derechos humanos, no hay grises que valgan.

—Pero te olvidas de la legalidad. Si me dices que las devoluciones en caliente siguen ocurriendo a diario, no hay argumento posible —se empecinaba.

Se empecinaba tal y cómo yo lo había hecho una semana antes, incluso unas horas antes, nada más llegar, cuando me reuní con varios españoles que más que residentes de una ciudad nacional se sentían como expatriados en algún país remoto.

—Mira, ni los inmigrantes son todos buenos e inocentes, ni todos los guardia civiles se pasan la vida soltando la porra —argumentaba D., que veía como una alternativa de solución “abrir la valla, fletar barcos a la península y que llegaran de forma masiva allí, a ver cómo reaccionaría el resto de españoles”.

Para D., peninsular con más de una década en la ciudad autónoma, las “devoluciones en caliente” —ahora legales aprovechando la Ley Mordaza— no son lo más adecuado, pero aun así las considera inevitables.

—Es que no hay otra manera. Esta ciudad es una jaula en sí misma, una caja de zapatos; si no cabemos, no cabemos. Si con pisar suelo español ya se pueden quedar, para eso, que quiten la valla —continuaba D. en una cabila en Marruecos.

La valla que está en boca de todos y que fácilmente se instala como tema de conversación en una comida entre amigos tiene once kilómetros de longitud y siete metros de altura. Este enrevesado de alambre y nueve kilómetros de mar Mediterráneo cercan la ciudad más musulmana de España.

—¡Qué coño Andalucía! Melilla y Ceuta son la España musulmana; aquí convivimos ateos, cristianos, musulmanes, judíos e hindúes, y, por cierto, no pasa nada —me comentaba C., también funcionario peninsular con tres años en Melilla.

Con más de la mitad de sus ciudadanos seguidores del islam, cada día es más común ver a mujeres tapadas hasta las cejas y a hombres que se dejan crecer una barba compacta en su rostro, tal y cómo insta a hacer el radicalismo.

Para muchos de los que viven en Melilla, la situación sigue tranquila, pero también reconocen que cada vez “se escuchan” más historias locales, pequeñas y cotidianas, que “preocupan” por situar a la mujer más escorada de lo que ya está en otras religiones.

Y aunque no es lo general, el que llega de repente puede encontrarse con sucesos similares que le harán replantearse la razón por la que España tiene dos ciudades en mitad de Marruecos.

Con un poco de suerte, se cuestionará en su patriotismo y quitará hierro a todo discurso hecho desde la Villa de Madrid, el pedrusco de Perejil o el archipiélago minúsculo y militar de Chafarinas.

—La solución a la migración en España, y a tantas otras cosas, es que esto vuelva a ser territorio marroquí —insiste resignado pero despreocupado C., quien reconoce que él durará ya poco en Melilla—. Entiendo que a la gente de aquí mi discurso le pueda parecer una locura, pero es que esto no tiene ningún sentido.

Este experimento sociológico vive la dualidad las 24 horas del día. Al alba, cuando aún la mayoría duerme, los subsaharianos llevan ya horas corriendo delante de la policía marroquí —pagada por España y Europa según insinúan en Melilla— para llegar al triple vallado que tendrán que superar como último escollo, junto al cordón de la Guardia Civil, para tocar tierra prometida.

Los que, a la primera, a la segunda o a la quinta, consiguen dejar atrás el monte Gurugú, donde durante meses subsisten para estudiar la valla y preparar el salto a sólo unos centenares de metros de ésta, dormirán en una apretada y sobresaturada habitación. Recibirán tres comidas diarias, además de un chándal azul oscuro, así como algo de gel y de champú a su llegada al centro de estancia para inmigrantes.

Tendrán total libertad para moverse por la pequeña Melilla, pero no se les verá mucho más allá del radio que hay entre la Jefatura de la Policía, donde les identifican, y las puertas del centro, al lado del polémico campo de golf melillense, protagonista hace poco por una estampa común pero ese día captada por las cámaras: decenas de inmigrantes encaramados en la valla ante los jugadores de golf impasibles a la desgracia ajena.

Algunos pasearán por el paseo marítimo ya cuando caiga la noche; quizá alguna familia siria deje por una tarde la básica y espontánea cocina que montan en las inmediaciones del centro para salir a conocer el barrio noble de Melilla, donde militares, guardia civiles y muchos otros funcionarios peninsulares, además de los locales, pasean a sus hijos o se sientan a tomar café.

—Es indignante, alucinante, cómo ven a esos chiquillos ahí arriba esperando para saltar y ellos siguen jugando al golf como si la historia no fuera con ellos —escupe H. sulfurada, mientras J. hace de abogado del diablo:

—Yo también lo veo así, pero entiendo que es el día a día de esta ciudad y que la gente ya está acostumbrada y no siente que deba parar de hacer sus cosas por este asunto; simplemente, siguen con su vida.

Asimismo, J. comprende que la visión que se da de Melilla, o la que puede darse de Ceuta en la península, “está totalmente sesgada”: “sólo se ve la mierda, pero ellos no aguantan la mierda, sino que somos nosotros los que sufrimos la situación”.

—Es un sitio muy complicado, tenemos que lidiar con muchas cosas: el drama de los inmigrantes subsaharianos, ahora los sirios que entran por la frontera con pasaporte falso, los menores marroquíes… y además llevar tu vida más o menos con normalidad —enumera M., quien asegura que “al final te acabas quemando”.

M. jugará esa misma tarde una pachanga de rugby en la playa. En su equipo estarán A., nacido en Melilla, musulmán; P., nacido en Melilla, cristiano; G., nacido en Camerún con tres meses en Melilla, musulmán, y J., también camerunés, con sólo una semana en territorio español, cristiano.

El otro equipo estará formado también por españoles, entre ellos algún guardia civil que trabaja en la frontera, y cameruneses que han saltado la valla. Dualidad pura. Por la mañana, al comienzo del día, unos “protegerán” la frontera para que otros no puedan acceder de forma ilegal a Europa. Por la tarde, un balón ovalado será el único objeto a proteger u obtener.

Al final del partido no habrá tercer tiempo, ese momento de confraternización que sólo puede darse en un deporte tan agresivo y a la vez tan respetuoso como el rugby. “No beben alcohol”, explica M., “no hay tercer tiempo”, se resigna.

Así es que minutos después de refrescarse con agua más bien calentona y quitarse de encima la arena que con el sudor se ha quedado pegada en las camisetas, sus vidas volverán al otro lado. Guardias civiles e inmigrantes. Quizá otro domingo, en la misma playa, haya revancha deportiva.

Mientras, yo regreso a la casa de unos amigos, donde me quedo esta semana en Melilla. Desde aquí, con el Mediterráneo al otro lado de la ventana, escribo versiones de los hechos, lados de la historia, contraste de información.

 

Todos merecen ser escuchados. Algunos te alertan que hay muchos que mienten, te ponen sobre aviso de que el hambre es más listo que nadie y de que esta ciudad está lejos de la dicotomía bueno-malo, que aquí sólo caben las medias tintas.

Lleno de grises en sus palabras, F. realiza viajes de ida y vuelta con sus argumentos. Lleva más de quince años reivindicando los derechos de los migrantes y reconoce la dureza de la tarea.

La experiencia le ha enseñado que la condena siempre recae sobre los que, teniendo el poder, abusan de él, aunque también cuestiona los modos de algunos migrantes, sin olvidar la coletilla de que estos actúan “empujados por la tragedia”.

F. me trae a la memoria la conversación con mi amigo, el magnánimo de la legislación internacional: “Pero te olvidas de la legalidad. Si me dices que las devoluciones en caliente siguen ocurriendo a diario, no hay argumento posible”.

El activista habla también sobre la situación de los menores de edad, que llegan a Melilla y son confinados en el Centro de Menores donde, según se cuenta en la ciudad, algún trabajador social tiene la mano más larga de lo que debiera.

F. asume que los que se dicen menores no siempre lo son: “Si tienen que tener 17 años para estar en España, pasarán cuatro años teniendo 17”, ironiza, siempre con un cigarrillo encendido.

Además, admite con más pena que gloria que estos menores, venidos de Marruecos y Argelia en su mayoría, hacen las veces de ratero para conseguir unos euros con los que, entre otras cosas, pagarán clandestinamente un pasaje a la península en el ferry que une Melilla con Málaga o Almería.

Así comprarán su libertad de movimiento, cuestión impensable para un ciudadano de la Unión Europea o para el corrupto trabajador de la compañía de barcos que, por una cantidad superior a un billete, les permitirá transitar por un país donde no son bien recibidos.

A los menores, un guardia civil los definirá como “el mayor problema” de la ciudad. Según se queja, “los padres están siempre con miedo porque sus hijos llegan a menudo a casa sin teléfono, sin cartera y con el temor en el cuerpo”.

N., miembro de una de las asociaciones de guardias civiles más contestatarias al militarismo del cuerpo, aprovecha un desayuno informal para criticar la forma en que se “protege” la frontera, así como el “dilema” en que se coloca al agente:

—Estamos totalmente desprotegidos: la sociedad nos juzga; los inmigrantes, desesperados por pasar la valla, nos agreden, y los superiores nos amenazan si incumplimos las órdenes —dice sin tapujos, aunque solicita el anonimato.

Según este guardia civil, desobedecer una orden como la que exige disparar pelotas de goma a los inmigrantes que intentan salir del agua y tocar arena española —Ceuta, 19.02.2014— o no bajar a palos a alguien que lleva 14 horas encaramado en el alambre —Melilla, 16.10.2014, por poner una fecha— puede derivar en un juicio militar.

Es otra de las incongruencias a las que Melilla intenta sobrevivir en el día a día: muchos de los subsaharianos que crucen la valla, o de los sirios que pasen la frontera con un pasaporte falso, convivirán con la población melillense durante meses, incluso años en el peor de los casos.

Pese a los palos, la convivencia no bebe de la tensión, aunque tampoco va más allá del mero compartir un espacio físico. Hay pocas parejas o amistades “mixtas” —de migrantes con españoles, o de católicos con musulmanes—; las diferencias se hacen notar, lejos de correr un tupido velo a las aparentes fronteras culturales.

Pareciera que la valla fuera omnipresente, que estuviera dentro de nosotros, de los que viven aquí y también de los que visitamos la ciudad y nos vamos, los que de aquí a poco la olvidaremos.

Jugadores de golf, migrantes, menores mangantes, gente muerta de hambre, funcionarios, periodistas sociales…, todos metidos en una batidora con forma de caja de zapatos, de una dimensión no mucho mayor que ella.

Melilla seguirá al sur de Europa y al norte de Marruecos, seguirá siendo un sinsentido, bañada de banderas rojigualdas para demostrar que, pese a las palpables diferencias, también la patria puede traspasar fronteras, aunque nunca romperlas, pues éstas, cuando son nuestras, hay que defenderlas.

Macarena Soto

Macarena Soto es ya de ningún lugar. Nacida en Badajoz hace 26 años, ha vivido en México y Brasil. Viajera empedernida, bebe de la cultura latinoamericana y del periodismo elaborado en aquella región. Actualmente trabaja como freelance y sigue en busca de una profesión más honesta y respetuosa para con los protagonistas de las historias.